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(Re-latos en clave): Mariposas de Schumann

Soy una mujer de rutinas y antes de tocar siempre tuve la misma: faltando cinco minutos me encerraba en el baño, me miraba al espejo y me acomodaba el pelo con los dedos. Me quitaba los guantes y movía las manos hasta hacer sonar las articulaciones.

Laura Galindo M.@LauraGalindoM

27 de marzo de 2018 - 04:39 p. m.
Robert Schumann, autor de la suite Papillons, en 1831. / Cortesía
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Respiraba profundo tres veces y repetía lo más cercano que tengo a una oración: “Creo en mi corazón, ramo de aromas, que mi Señor como una fronda agita, perfumando de amor toda la vida y haciéndola bendita. Creo en mi corazón, en que el gusano no ha de morder, pues mellará a la muerte; creo en mi corazón, el reclinado en el pecho de Dios terrible y fuerte”.

Entraba al escenario contando los pasos. Me sentaba en el piano y acomodaba la silla varias veces. Más arriba, más cerca, más al centro. Me quitaba el reloj para hacer tiempo y alzaba la cabeza en un gesto solemne. Era un pulso palpitando furioso, unas manos calientes y un par de tobillos temblando sobre los pedales. Un nudo ciego que se apretaba en la garganta y un bombo pregonero que crecía entre las costillas. Era yo frente al teclado, con ganas de quedarme y de salir corriendo. De terminar y de no comenzar nunca.

Papillons significa mariposas y aunque en francés no entiendo mucho, puedo pronunciarlo perfectamente. Pa-pi-ioh. Es una pieza de Robert Schumann, doce variaciones para piano. Es la historia de un amor, el de dos hermanos por la misma mujer. Es un baile de máscaras, es un engaño y un corazón roto. Es una ironía. Me la aprendí hace más de diez años y todavía la tengo entre los dedos. Hace rato dejé el piano, pero aún puedo tocarla de principio a fin. 

El nuestro fue un amor viciado, de esos que piden condiciones para sobrevivirse. Si me levantaba temprano y estudiaba dos horas más, ella me dejaba llegar al final sin muchos tropiezos. Si me perdía una ida cine con mis amigos por quedarme ejercitando la memoria, podía cantar sus melodías sin tantas prevenciones. Si pasaba una semana practicando arpegios con estoicismo, me permitía brillar en su segunda variación. A veces, cuando amanecíamos queriéndonos, me conmovía. Pero si un día, uno sólo, la olvidaba y prefería una suite de Bach o una sonata de Beethoven, me cobraba el descuido con saña. Se volvía una retahíla indómita de notas mal puestas, una letanía interminable de equivocaciones.

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Yo no la escogí, eso quiero aclararlo. Nos presentaron y después de un buen tiempo escuchando lo bien que iba conmigo, no tuve más remedio que aceptarla y comenzar a aprendérmela. Debía estar en cuarto o quinto semestre de universidad y la disciplina que exige ser músico me había mermado la rebeldía. “Va con tu sonido, va con tu carácter. Está inspirada en un libro de Jean Paul Richter, a ti que te gusta leer”.

La pasé un par de veces en conciertos sin pena ni gloria. La llevé a un concurso y salí finalista. Cinco minutos antes de volver a entrar al escenario, me encerré en el baño del camerino. Me miré al espejo y me arreglé el pelo con los dedos. Me saqué los guantes, moví las manos haciendo sonar las articulaciones y repetí: “Creo en mi corazón, ramo de aromas…”. Conté doce pasos hasta el piano. Me quité el reloj y alcé la cabeza. Toqué y me estremecí. Toqué y me sentí enorme. Un ciclón, una tempestad. Un huracán dispuesto a tragarse el público con dos acordes. Ví máscaras, cortesanos, colores. Hermanos intercambiando disfraces para poner a prueba el amor de una mujer. Toqué y me fui en ensoñaciones. Se me dilataron las pupilas y un sacudón eléctrico me recorrió entera. Vi besos entre novios equivocados y un hombre destrozado que se alejaba mientras daban las doce. Toqué y me perdí para siempre. Toqué y me enamoré.

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Yo no la escogí, pero ahora es mía. Pa-pi-ioh.

 

Por Laura Galindo M.@LauraGalindoM

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