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Huelga decir que no podemos culpar a un boxeador turco, campeón de los pesos pesados, de no advertir, mientras pasea tranquilamente por una calle de Hamburgo con su madre del brazo, que le sigue los pasos un muchacho flaco envuelto en un abrigo negro.
El Gran Melik, como lo llamaban con admiración en su barrio, era un gigante de hombre, greñudo, desaliñado y campechano, con una sonrisa espontánea y amplia, el pelo negro recogido en una coleta y unos andares cimbreantes y desenvueltos que, incluso sin su madre, abarcaban media acera. A los veinte años, era una celebridad en su pequeño mundo, y no solo por sus proezas en el cuadrilátero: representante juvenil electo de su club deportivo islámico, finalista tres años consecutivos en los cien metros mariposa del Campeonato del Norte de Alemania y, por si fuera poco, portero titular de su equipo de fútbol de los sábados.
Como la mayoría de las personas de envergadura considerable, estaba más acostumbrado a ser mirado que a mirar, y he ahí otra de las razones por las que aquel muchacho flaco le siguió los pasos sin que lo advirtiera durante tres días y tres noches.
Sus miradas se cruzaron por primera vez cuando Melik y su madre, Leyla, salían de la agencia de viajes al-Umma, recién de Melik en su pueblo natal, a un paso de Ankara. Melik se sintió observado, echó un vistazo alrededor, y se encontró frente a frente con un muchacho alto, de su misma estatura, delgadísimo, de barba enmarañada, ojos enrojecidos en lo más hondo de las cuencas y un largo abrigo negro en el que habrían cabido tres magos. Llevaba envuelta al cuello una kefiya negra y blanca y, colgada al hombro, una alforja de piel de camello más propia de un turista. Fijó la mirada en Melik, luego en Leyla. Después la posó de nuevo en Melik, y si bien no pestañeó, en aquellos ojos intensos y hundidos se traslució una expresión de súplica.
Con todo y con eso, la cara de desesperación del muchacho no tenía por qué alarmar a Melik más de la cuenta, pues la agencia de viajes estaba tocando a la explanada de la estación central, donde rondaban todo el santo día las más diversas almas en pena —vagabundos alemanes, inmigrantes asiáticos, árabes, africanos, o turcos como él pero con menos suerte—, amén de hombres sin piernas en vehículos eléctricos, vendedores de drogas y sus clientes, mendigos y sus perros, y un vaquero setentón con el sombrero de rigor y un pantalón de cuero con tachuelas plateadas. Casi ninguno tenía empleo, y alguno que otro ni siquiera tenía por qué estar en suelo alemán, pero en el mejor de los casos eran tolerados conforme a una intencionada política de privaciones en espera de la deportación sumaria, por lo general al amanecer. Solo los recién llegados o los insensatos impenitentes corrían el riesgo. Los ilegales más avisados huían de la estación como de la peste.
Otra buena razón para desentenderse del muchacho era la música clásica con la que las autoridades de la estación atruenan el espacio mediante un despliegue de altavoces bien orientados. Lejos de difundir sentimientos de paz y bienestar entre los oyentes, su finalidad es inducirlos a poner tierra de por medio.
A pesar de estos impedimentos, la cara del muchacho flaco quedó grabada en la conciencia de Melik, quien por un fugaz instante se avergonzó de su propia felicidad. ¿Por qué demonios tenía que avergonzarse? Acababa de ocurrir algo maravilloso, y estaba impaciente por telefonear a su hermana para contarle que su madre, Leyla, después de seis meses al cuidado de su marido moribundo y un año hecha un mar de lágrimas por su pérdida, no cabía en sí de gozo ante la perspectiva de asistir al casamiento de su hija y que era un manojo de nervios porque no sabía qué ponerse, o si la dote bastaría, o si el novio era tan apuesto como todos, incluida la hermana de Melik, decían.
¿Por qué, pues, no seguía Melik charlando con su propia madre (cosa que hizo, y con entusiasmo, todo el camino de regreso a casa)? Fue por el aire taciturno del muchacho flaco, decidió más tarde. Esas arrugas de viejo en una cara tan joven como la mía. Su aire invernal en un precioso día de primavera.
Eso fue el jueves.
Y el viernes por la noche, cuando Melik y Leyla salieron juntos de la mezquita, allí estaba otra vez, el mismo muchacho, la misma kefiya y el holgadísimo abrigo, acurrucado en la penumbra de un portal sucio. En esta ocasión Melik advirtió cierta escora en el cuerpo del muchacho flaco, como si se hubiese torcido de un golpe y quedado en ese ángulo hasta que alguien le dijera que podía enderezarse de nuevo. Su mirada intensa ardía más vivamente aún que el día anterior. Melik fijó los ojos en los de él por un momento, se arrepintió y desvió la mirada.
En esta segunda ocasión la probabilidad de encontrarse allí era mucho menor, porque Leyla y Melik muy rara vez iban a una mezquita, ni siquiera a una como aquella, de talante moderado y con parte de la liturgia en turco. Desde el 11-S, las mezquitas de Hamburgo eran lugares peligrosos. Si uno frecuentaba alguna poco aconsejable, o alguna aconsejable pero le caía en suerte un imam poco aconsejable, podía verse incluido, junto con su familia, en una lista de vigilancia policial por el resto de sus días. Nadie dudaba de que casi todas las filas de orantes contenían un informador que se granjeaba así las simpatías de las autoridades. Difícilmente olvidaría nadie, ya fuera musulmán, espía de la policía o lo uno y lo otro, que la ciudad-estado de Hamburgo había acogido sin saberlo a tres de los piratas aéreos del 11-S, además de a sus compañeros de célula y autores del plan; ni que Mohamed Atta, que dirigió el primer avión contra las Torres Gemelas, había rezado a su colérico dios en una humilde mezquita de Hamburgo.
Tampoco podía negarse que, desde la muerte de su marido, Leyla y su hijo eran menos rigurosos en la observancia de la fe. Sí, el viejo había sido musulmán, claro, y a la vez laico. Pero era un activo defensor de los derechos de los trabajadores, motivo por el que fue expulsado de su patria. Entraron en la mezquita simplemente porque Leyla, impulsiva como era, sintió repentina necesidad. Estaba contenta. Empezaba a quitarse de encima el peso del desconsuelo. Aun así, se acercaba el primer aniversario del fallecimiento de su marido. Necesitaba mantener un diálogo con él y hacerle partícipe de la buena nueva. Era ya tarde para la oración principal del viernes y, por tanto, bien podrían haber rezado en casa. Pero los antojos de Leyla eran ley. Aduciendo no sin acierto que las invocaciones personales tenían más posibilidades de ser escuchadas si se ofrecían al anochecer, se empeñó en asistir a la última oración del día, lo que implicaba, dicho sea de paso, que la mezquita estaba prácticamente vacía.
Se caía de su peso, pues, que el segundo encuentro de Melik con el muchacho flaco era pura casualidad. ¿Qué podía ser, si no? O a esa conclusión llegó, en su sencillez, el bueno de Melik.
Como al día siguiente era sábado, Melik fue en autobús a la otra punta de la ciudad para visitar a su boyante tío paterno en la cerería de la familia. Las relaciones entre su tío y su padre habían sido tensas a rachas, pero Melik, desde la muerte de su padre, había aprendido a respetar la amistad de su tío. Al subir de un salto al autobús, vio a no otro que el muchacho flaco, quien, sentado bajo la marquesina de cristal de la parada, lo observó marcharse. Y pasadas seis horas, cuando regresó a la misma parada de autobús, allí seguía el muchacho, arrebujado en su kefiya y su abrigo de mago, encogido en el mismo rincón bajo la marquesina, esperando.
Al verlo, Melik, quien como norma de vida se había comprometido a amar por igual a todos sus congéneres, experimentó una aversión poco caritativa. Tuvo la sensación de que el muchacho flaco lo acusaba de algo, y eso lo molestó. Peor aún, pese a su deplorable estado, destilaba cierto aire de superioridad. Además, ¿qué demonios pretendía con aquel ridículo abrigo negro? ¿Hacerse invisible o algo así? ¿O quería acaso dar a entender que, en su casi total desconocimiento de nuestras costumbres occidentales, no tenía la menor idea de la imagen que ofrecía?
Comoquiera que fuera, Melik tomó la firme determinación de sacudírselo de encima. Así que, en lugar de acercarse a él y preguntarle si necesitaba ayuda o estaba enfermo, como quizá habría hecho en otras circunstancias, se encaminó hacia su casa a toda prisa, convencido de que el muchacho flaco sería incapaz de mantener el paso.
Hacía un calor anormal para primavera y el resol anegaba la acera atestada. Aun así, el muchacho flaco, por algún milagro, consiguió seguir el ritmo a Melik, renqueando y jadeando, resollando y sudando, y a veces brincando en el aire como si le doliese algo, pero, a pesar de todo, logrando permanecer a la altura de Melik en los pasos de peatones.
Y cuando Melik entró en la casita de obra vista de la que su madre, después de décadas de economías, era propietaria casi libre de deudas, tuvo que esperar solo unos pocos alientos hasta que sonó el carillón del timbre de la puerta. Y cuando volvió abajo, allí estaba el muchacho flaco, en el portal, con la alforja al hombro y los ojos como ascuas por el esfuerzo del paseo, y el sudor resbalándole por la cara como un chaparrón de verano, y en la mano trémula sostenía una cartulina marrón en la que se leía en turco: «Soy un estudiante musulmán de medicina. Estoy cansado y deseo quedarme en su casa. Isa». Y como para remachar el mensaje, llevaba en la muñeca una pulsera de oro puro y, suspendida de esta, una diminuta réplica del Corán en oro.
Pero a esas alturas Melik rebosaba ya indignación. Desde luego no era la mayor lumbrera que había pasado por su colegio, pero no estaba dispuesto a sentirse culpable e inferior, ni a dejarse seguir ni explotar por un pordiosero con ínfulas. A la muerte de su padre, Melik asumió con orgullo la función de señor de la casa y protector de su madre y, para mayor reafirmación de su autoridad, hizo lo que su padre no había conseguido hacer antes de morir: como residente turco de segunda generación, emprendió, junto con su madre, el largo y pedregoso camino hacia la nacionalidad alemana, donde todos los aspectos de la forma de vida de una familia se examinaban con microscopio, y ocho años de conducta irreprochable eran el primer requisito. Nada les convenía menos a su madre y a él que tener mendigando ante su puerta a un vagabundo desquiciado y supuesto estudiante de medicina.
—Piérdete —ordenó en turco al muchacho flaco sin contemplaciones—. Largo de aquí. No nos sigas más, y no vuelvas.
Habida cuenta de que no percibió en aquel rostro demacrado más reacción que una mueca de dolor, como si lo hubiese abofeteado, Melik repitió la instrucción en alemán. Pero cuando se disponía a cerrar de un portazo, descubrió a Leyla en la escalera a sus espaldas, contemplando por encima de él al muchacho y el rótulo de la cartulina que temblaba sin control en su mano.
Y vio que su madre tenía ya lágrimas de compasión en los ojos.
Pasó el domingo, y el lunes por la mañana Melik buscó un pretexto para no presentarse en la verdulería de su primo en Wellingsbüttel. Debía quedarse a entrenar para el Abierto de Boxeo Amateur, dijo a su madre. Debía ejercitarse en el gimnasio y la piscina olímpica. Pero en realidad había llegado a la conclusión de que ella correría peligro en compañía de un psicópata esmirriado con delirios de grandeza que, cuando no estaba rezando o mirando la pared, merodeaba por la casa, tocándolo todo con ternura como si fuesen recuerdos de un pasado lejano. Leyla, en opinión de su hijo, era una mujer como no había dos, pero, desde la muerte de su marido, una mujer inestable y dominada exclusivamente por las emociones. Aquellos en quienes depositaba su amor eran, a sus ojos, incapaces de obrar mal. Isa, con sus modales delicados, su timidez y sus arranques de alegría incipiente, se había convertido al instante en miembro de esa selecta cofradía.
El lunes, como también el martes, Isa hizo poco más que dormir, rezar y bañarse. Para comunicarse, chapurreaba en turco con un peculiar acento gutural, furtivamente, en arrebatos, como si hablar estuviese prohibido, y sin embargo, a oídos de Melik, por alguna razón inescrutable, sus palabras tenían un tono doctoral. Por lo demás, comía. ¿Dónde demonios metía tal cantidad de alimento? A cualquier hora del día, Melik entraba en la cocina, y allí lo encontraba, con la cabeza agachada sobre una escudilla de cordero y arroz con verduras, la cuchara en continuo movimiento, lanzando miradas a uno y otro lado por miedo a que alguien intentase arrebatarle la comida. Al acabar, rebañaba la escudilla con un pedazo de pan, se comía el pan y, con un «Demos gracias a Dios» entre dientes y un amago de mueca fatua en la cara, como si ocultara un secreto demasiado bueno para compartirlo con ellos, llevaba la escudilla al fregadero y la lavaba, cosa que Leyla no habría permitido hacer a su hijo o su marido por nada del mundo. Ella era dueña y señora de su cocina. Allí los hombres tenían prohibido el paso.
—Y según tus cálculos, Isa, ¿cuándo empezarás a estudiar medicina? —le preguntó Melik con toda naturalidad en presencia de su madre.
—Pronto, si Dios quiere. Debo ser fuerte. No debo ser un mendigo.
—Necesitas el permiso de residencia, como ya sabrás. Y un carnet de estudiante. Por no hablar ya de los cien mil euros poco más o menos que te costarán la comida y el alojamiento. Y un buga molón para llevar por ahí a tus novias.
—Dios es misericordioso. Cuando ya no sea un mendigo,
Él proveerá.
Tamaña seguridad en sí mismo, a juicio de Melik, iba más allá de la simple devoción.
—Ese nos cuesta un dineral, madre —declaró, irrumpiendo en la cocina mientras Isa estaba a buen recaudo en el desván—. Tanto comer. Todos esos baños.
—No más que tú, Melik.
—No, pero él no es yo, ¿verdad que no? No sabemos quién es.
—Isa es nuestro huésped. Cuando recupere la salud, con la ayuda de Alá, nos plantearemos su futuro —repuso su madre con dignidad.
Los dudosos esfuerzos de Isa por pasar inadvertido servían solo para hacerlo aún más visible a ojos de Melik. Cuando recorría con sigilo el estrecho pasillo o se preparaba para subir por la escalerilla de mano al desván donde Leyla le había dispuesto una cama, se valía de lo que Melik consideraba una discreción exagerada, pidiendo permiso con aquellos ojos enormes de mirada tierna y arrimándose a la pared para dejar paso a Melik y Leyla.
—Isa ha estado en la cárcel —anunció Leyla un día, muy ufana.
Melik quedó horrorizado.
—¿Eso te consta? ¿Hemos acogido a un quinqui? ¿Le consta a la policía? ¿Te lo ha dicho él?
—Me ha contado que en la cárcel, en Estambul, dan solo un trozo de pan y un tazón de arroz al día —dijo Leyla, y sin dejar tiempo a Melik para proseguir con sus quejas, añadió una de las recetas preferidas de su difunto marido—: Honraremos al huésped y acudiremos en ayuda de quienes necesitan socorro. Ninguna obra de caridad quedará sin recompensa en el Paraíso —declamó—. ¿No estuvo tu propio padre en la cárcel en Turquía, Melik? No todo el que va a la cárcel es un delincuente. Para personas como Isa y tu padre, la cárcel es un signo de honor.
Pero Melik sabía que su madre se reservaba otros pensamientos, cosas que prefería no sacar a la luz. Alá había atendido sus plegarias. Le había mandado a un segundo hijo para compensar la pérdida del marido. A ella, por lo visto, la traía sin cuidado el hecho de que fuese un quinqui ilegal con delirios de grandeza y medio desquiciado.
Era de Chechenia.
Ese dato quedó patente la tercera noche, cuando Leyla los dejó a ambos anonadados hilvanando un par de vibrantes frases en checheno, cosa que Melik no le había oído hacer en la vida. El rostro demacrado de Isa se iluminó con una súbita sonrisa de asombro que se desvaneció igual de deprisa, y a partir de ese momento pareció enmudecer. No obstante, la explicación de las aptitudes lingüísticas de Leyla resultó muy sencilla. De pequeña, en Turquía, jugaba con niños chechenos en su pueblo y aprendió algún que otro retazo del idioma. Adivinó que Isa era checheno nada más ponerle la vista encima, pero se lo calló porque con los chechenos nunca se sabía.
Era de Chechenia; su madre había muerto, y el único recuerdo suyo que guardaba era la pulsera de oro con el Corán prendido que ella misma le había puesto alrededor de la muñeca antes de morir. Pero cuándo y cómo murió, y qué edad tenía él al heredar la pulsera fueron preguntas que no entendió o no quiso entender.
—A los chechenos los odian en todas partes —explicó Leyla a Melik mientras Isa mantenía la cabeza gacha y continuaba comiendo—. Pero nosotros no. ¿Me oyes, Melik?
—Claro que te oigo, madre.
—Todos persiguen a los chechenos excepto nosotros —prosiguió Leyla—. Es lo normal en Rusia y en todo el mundo. No solo a los chechenos, sino a los musulmanes rusos de cualquier parte. Putin los persigue, y Bush lo anima. Siempre y cuando Putin lo llame su guerra contra el terrorismo, puede hacer con los chechenos lo que le venga en gana, y nadie se lo impedirá. ¿No es así, Isa?
Pero el breve momento de satisfacción de Isa había quedado atrás hacía rato. Las sombras habían vuelto a su semblante angustiado, el asomo de sufrimiento a sus ojos enormes de mirada tierna, y con una mano consumida envolvió la pulsera en un gesto protector. Habla, maldita sea, lo instó Melik, indignado, pero no de viva voz. A mí, si alguien me sorprende hablándome en turco, le respondo en turco, es de elemental cortesía. ¿Por qué tú, pues, no contestas a mi madre con unas pocas palabras amables en checheno? ¿Tan ocupado estás atiborrándote de comida gratis?
Melik tenía también otras preocupaciones. Mientras llevaba a cabo una inspección de seguridad en el desván que ahora Isa trataba como su territorio soberano —a hurtadillas, hallándose Isa en la cocina, de charla con su madre como de costumbre—, había hecho ciertos descubrimientos reveladores: sobras de comida acumuladas como si estuviese planeando la fuga; un marco de oro en miniatura con una fotografía de la hermana de Melik a los dieciocho años, ahora prometida en matrimonio, sustraído de la preciada colección de retratos de familia que tenía su madre en la sala de estar; y la lupa de su padre, sobre un ejemplar de las Páginas Amarillas de Hamburgo, abierto en la sección dedicada a los numerosos bancos de la ciudad.
—Dios concedió a tu hermana una sonrisa dulce —declaró Leyla, muy satisfecha, ante las airadas protestas de Melik, empeñado en que habían acogido a un desviado sexual, además de inmigrante ilegal—. Su sonrisa iluminará el corazón de Isa.
Isa era, pues, de Chechenia, hablase el idioma o no. Tanto su madre como su padre habían muerto, pero cuando le preguntaron por ellos quedó tan desorientado como sus anfitriones y dirigió una mirada tierna hacia un rincón con las cejas enarcadas. Ex presidiario e inmigrante ilegal, no tenía patria ni techo, pero Alá le proveería de medios para estudiar medicina en cuanto dejara de ser mendigo.
En fin, también Melik había soñado en otro tiempo con llegar a médico e incluso había arrancado a sus padres y sus tíos el compromiso conjunto de financiarle los estudios, cosa que habría representado un verdadero sacrificio para la familia. Y si hubiese sacado mejores notas en los exámenes y dedicado, quizá, menos tiempo al deporte, ahí estaría ahora: en la Facultad de Medicina, un alumno de primero dejándose la piel por el honor de su familia. Por tanto, era comprensible que la vana presunción de Isa —que Alá, de un modo u otro, haría posible para él aquello en lo que Melik había fracasado tan ostensiblemente— lo empujase a desoír las advertencias de Leyla y, en la medida en que se lo permitió su generoso corazón, sometiese a su huésped no deseado a un severo interrogatorio.
Tenía toda la casa para él. Leyla había ido de compras y no volvería hasta media tarde.
—Así que has estudiado medicina, ¿no? —insinuó, sentándose al lado de Isa para mayor intimidad, convencido de que era el interrogador más sagaz del mundo—. Muy bien.
—Verá, he estado en hospitales.
—¿Como estudiante?
—Verá, estaba enfermo.
¿A qué venía el «usted»? ¿Por qué tanto respeto? ¿También eso era una secuela de la cárcel?
—Pero ser paciente no es lo mismo que ser médico, digo yo. El médico tiene que saber qué le pasa al enfermo. El paciente se sienta y espera a que el médico lo cure.
Isa meditó sobre este comentario a su complicada manera, como meditaba sobre cualquier comentario con independencia de su extensión, ora fijando la mirada en el espacio vacío con su mueca fatua, ora rascándose la barba con sus dedos afilados, para acabar desplegando una radiante sonrisa sin responder.
—¿Cuántos años tienes? —preguntó Melik con mayor brusquedad de la que pretendía. Y con sarcasmo—: Si no es indiscreción.
—Veintitrés. —Pero también esta vez después de largas meditaciones.
—Eso ya es una edad, ¿no crees? Aun si consiguieras la residencia mañana mismo, no tendrías el título de médico hasta, pongamos, los treinta y cinco. Aparte, deberías aprender alemán, que sería un gasto más.
—Verá, si Dios quiere, también encontraré una buena esposa y tendré muchos hijos, dos niños, dos niñas.
—Pero no será mi hermana, eso que conste. Sintiéndolo mucho, se casa el mes que viene.
—Tendrá muchos hijos, varones, si Dios quiere.
Melik se detuvo a pensar su siguiente línea de ataque y arremetió:
—Y para empezar, ¿cómo llegaste a Hamburgo? —preguntó.
—Eso no tiene ninguna trascendencia.
¿«Trascendencia»? ¿De dónde demonios había sacado esa palabreja? ¿Y en turco?
—¿No sabías que aquí tratan a los refugiados peor que en ninguna otra ciudad alemana?
—Verá, en Hamburgo tendré mi casa. Aquí me trajeron. Es el designio divino de Alá.
—¿Te trajeron? ¿Quiénes?
—Verá, fue una combinación.
—Una combinación ¿de qué?
—Quizá turcos. Quizá chechenos. Nosotros les pagamos. Ellos nos llevan al barco. Nos meten en un contenedor. En el contenedor hay poco aire.
Isa empezaba a sudar, pero Melik ya había ido demasiado lejos para echarse atrás.
—¿«Nosotros»? ¿Quiénes?
—Un grupo. De Estambul. Verá, un grupo malo. Hombres malos. Yo no respeto a esos hombres. —De nuevo el tono de superioridad, incluso en su turco vacilante.
—¿Cuántos erais?
—Unos veinte, puede. En el contenedor hacía frío. Pasadas unas horas, mucho frío. Ese barco iba a Dinamarca. Yo estaba contento.
—¿A Copenhague, quieres decir? A Copenhague en Dinamarca, la capital.
—Sí —contestó Isa, animándose como si Copenhague fuese una buena idea—, a Copenhague. En Copenhague, yo ya tenía las cosas organizadas. Me libraría de los hombres malos. Pero el barco no fue directamente a Copenhague. El barco tuvo que ir antes a Suecia. A… Gotemburgo, ¿puede ser?
—Hay un puerto en Suecia que se llama Gotemburgo, sí, creo que sí —convino Melik.
—En Gotemburgo, el barco atracará, el barco cargará, y luego seguiremos hacia Copenhague. Cuando el barco llega a Gotemburgo, estamos muy mareados, hambrientos. En el barco nos dicen: «No hagáis ruido. Los suecos, severos. Los suecos os matarán». No hacemos ruido. Pero a los suecos no les gusta nuestro contenedor. Los suecos tienen perro. —Se abstrae por un momento—. «Su nombre, por favor» —declama, levantando tanto la voz que Melik, sobresaltado, se yergue en el asiento—. «Documentación, por favor. ¿Ha salido de la cárcel? ¿Qué delitos, por favor? ¿Ha escapado de la cárcel? ¿Cómo, por favor?» Los médicos son eficientes. Admiro a esos médicos. Nos dejan dormir. Les estoy agradecido, a esos médicos. Algún día yo seré un médico así. Pero debo escapar, si Dios quiere. Escapar a Suecia no es opción. Hay un aviso de la OTAN. Mucha vigilancia. Pero también hay un baño. El baño tiene ventana. Al otro lado de la ventana está la verja del muelle. Mi amigo puede abrir esa verja. Mi amigo es del barco. Vuelvo al barco. El barco me lleva a Copenhague. Por fin, digo yo. En Copenhague estaba el camión para Hamburgo. Verá, amo a Dios. Pero también amo a Occidente. En Occidente veneraré libremente a Dios.
—¿Te trajo a Hamburgo un camión?
—Estaba organizado.
—¿Un camión checheno?
—Primero mi amigo debía llevarme a la carretera.
—¿Tu amigo de la tripulación? ¿Ese amigo? ¿El mismo?
—No. Verá, ese era otro amigo. Llegar a la carretera no era fácil. Antes del camión, tuvimos que dormir una noche en el campo. —Levantó la vista, y una expresión de puro júbilo alumbró momentáneamente sus facciones demacradas—. Había estrellas. Dios es misericordioso. Alabado sea.
En pugna con las inverosimilitudes de esta historia, humillado ante el fervor de la narración y a la vez exasperado tanto por las omisiones como por su propia incapacidad para vencerlas, Melik sintió propagarse la frustración por sus brazos y puños y contraerse en el estómago sus nervios de luchador.
—¿Y dónde te dejó entonces ese camión salido de la nada? ¿Dónde te dejó?
Pero Isa ya no escuchaba, si es que en algún momento había escuchado. De repente —o de repente a los ojos francos pero desconcertados de Melik— entró en erupción lo que fuera que venía acumulándose dentro de Isa. Se puso en pie, tambaleándose como un borracho, y con una mano en la boca renqueó, encorvado, hacia la puerta, la abrió con visible esfuerzo pese a que no estaba echado el pasador y se precipitó por el pasillo en dirección al cuarto de baño. Al cabo de unos segundos resonaron en la casa alaridos y arcadas, como Melik no oía desde la muerte de su padre. Cesaron gradualmente, para dar paso a un chapoteo de agua, la puerta del baño al abrirse y cerrarse, y los crujidos de los peldaños cuando Isa trepó por la escalerilla hacia el desván. A continuación se impuso un silencio profundo e inquietante, roto cada cuarto de hora por los trinos del reloj de cucú electrónico de Leyla.
A las cuatro de esa misma tarde, Leyla regresó cargada con la compra e, interpretando la atmósfera con acierto, reprendió a Melik por incumplir sus obligaciones de anfitrión y deshonrar el nombre de su padre. Acto seguido, también ella se retiró a su habitación, donde permaneció en clamoroso aislamiento hasta la hora de preparar la cena. Pronto el olor a guiso invadió la casa, pero Melik se quedó en la cama. A las ocho y media, su madre tocó el gong de latón con que anunciaba las comidas, un preciado regalo de boda que a Melik siempre le sonaba como un reproche. Consciente de que ella no toleraba retrasos en tales momentos, se encaminó, cabizbajo, hacia la cocina, donde eludió su mirada.
—¡Isa, cariño, baja, por favor! —llamó Leyla, alzando la voz, y al no recibir respuesta, cogió el bastón de su difunto marido y golpeó el techo con la contera de goma, posando los ojos acusadoramente en Melik, quien, bajo la gélida mirada de su madre, arrostró la misión de subir al desván.
Isa, en calzoncillos, yacía de costado en su colchón, encogido y bañado en sudor. Se había quitado de la muñeca la pulsera de su madre y la sujetaba con fuerza en la mano sudorosa. En torno al cuello, colgada de una correa, llevaba una bolsa de gamuza mugrienta. Pese a tener los ojos muy abiertos, no pareció advertir la presencia de Melik. Este alargó el brazo en ademán de tocarle el hombro, pero lo retiró de pronto, consternado. La mitad superior del cuerpo de Isa era una costra de magulladuras entrecruzadas azules y naranja. Algunas parecían latigazos, otras marcas de porra. En las plantas de los pies —esos mismos pies que habían pateado las aceras de Hamburgo—, Melik distinguió orificios supurantes del tamaño de quemaduras de cigarrillo. Rodeando a Isa con los brazos y ciñéndole una manta a la cintura por decoro, Melik levantó con ternura su cuerpo pasivo y lo bajó por la trampilla del desván hacia los brazos de Leyla, que lo esperaba.
—Déjalo en mi cama —susurró Melik entre lágrimas—. Yo dormiré en el suelo. Me da igual. Incluso le daré a mi hermana para que le sonría —añadió, acordándose del retrato en miniatura sustraído que Isa tenía en el desván, y volvió a subir por la escalerilla para cogerlo.
El cuerpo maltrecho de Isa yacía envuelto en el albornoz de Melik, con las piernas magulladas sobresaliendo por los pies de la cama de Melik, la cadena de oro todavía sujeta en la mano, la mirada, inalterable, fija resueltamente en el mural de la fama de Melik: fotografías de prensa del triunfal campeón, sus cinturones de boxeo y sus guantes ganadores. En el suelo, a su lado, estaba en cuclillas el propio Melik. Había querido llamar a un médico y pagarlo de su propio bolsillo, pero Leyla le había prohibido avisar a nadie. Demasiado peligroso. Para Isa, pero también para nosotros. ¿Y nuestra solicitud de nacionalidad? Por la mañana ya le habrá bajado la fiebre y empezará a recuperarse.
Pero la fiebre no le bajó.
Embozada con un pañuelo y recorriendo medio camino en taxi para disuadir a sus perseguidores imaginados, Leyla visitó sin previo aviso una mezquita en la otra punta de la ciudad donde, según decían, rendía culto un médico turco recién llegado. Tres horas más tarde regresó a casa indignada. El nuevo médico, un joven, era un necio y un farsante. No sabía nada. Carecía de las más elementales aptitudes. No tenía el menor sentido de sus responsabilidades religiosas. Seguro que ni siquiera era médico.
Entretanto, en su ausencia, a Isa por fin le había bajado un poco la fiebre, y Leyla recurrió a los rudimentarios conocimientos de enfermería adquiridos en la época en que la familia no podía permitirse un médico ni se atrevía a ir a la consulta de ninguno. Si Isa hubiese tenido lesiones internas, declaró, jamás habría podido engullir tal cantidad de comida, y por tanto no temía darle aspirinas para la fiebre ya en descenso ni preparar uno de sus caldos a base de agua de arroz aderezado con pociones herbales turcas.
Consciente de que Isa no le permitiría jamás, ni sano ni muerto, tocar su cuerpo desnudo, entregó a Melik unas toallas, una cataplasma para la frente y una palangana con agua fría y una esponja para refrescarlo una vez cada hora. Con este fin, Melik, corroído por los remordimientos, se sintió obligado a desprender la bolsa de gamuza del cuello de Isa.
Solo después de muchas vacilaciones, y única y exclusivamente en interés de su huésped enfermo —o eso se aseguró a sí mismo—, y no antes de que Isa volviera la cara hacia la otra pared y se sumiera en un duermevela interrumpido por frases masculladas en ruso, desató la correa y aflojó la abertura de la bolsa.
El primer hallazgo fue un manojo de recortes de periódicos rusos, enrollados y sujetos con una goma elástica. Tras retirar la goma, los extendió en el suelo. El elemento común de todas las fotografías era un oficial uniformado del Ejército Rojo. Sesentón de carrillos gruesos y frente ancha, tenía un aspecto embrutecido. Dos recortes eran necrológicas, adornadas con cruces ortodoxas e insignias de regimiento.
El segundo hallazgo de Melik fue un fajo de billetes de cincuenta dólares estadounidenses, nuevos, diez en total, sujetos con un clip. Al verlos, lo asaltaron otra vez sus anteriores sospechas. ¿Un fugitivo molido a palos, sin un céntimo, sin techo, muerto de hambre, tiene quinientos dólares intactos en su bolsa? ¿Los ha robado? ¿Los ha falsificado? ¿Por eso ha estado en la cárcel? ¿Era eso lo que le quedaba después de pagar a los traficantes de hombres de Estambul, al servicial miembro de la tripulación que lo había escondido y al camionero que lo había llevado como por ensalmo de Copenhague a Hamburgo? Si aún le quedan quinientos, ¿con cuánto salió? Tal vez, a fin de cuentas, sus fantasías médicas no iban tan desencaminadas.
El tercer hallazgo fue un sobre blanco, mugriento y hecho una bola, como si alguien hubiese tenido la intención de tirarlo y después cambiado de idea: sin sello, sin destinatario, con la solapa abierta de un tirón. Alisando el sobre, extrajo una hoja arrugada, una carta mecanografiada en cirílico. Arriba, llevaba fecha y membrete con la dirección y el nombre del remitente —o eso supuso— en grandes letras negras. Bajo el texto ilegible constaba una firma ilegible en tinta azul, seguida de un número de seis cifras escrito a mano, pero escrito con sumo cuidado, cada cifra repasada varias veces, como diciendo «recuerda esto».
Su último hallazgo fue una llave, una llave plana y alargada, muy pequeña, no mayor que un nudillo de su mano de boxeador. Estaba torneada y tenía complejos dientes en tres lados: demasiado pequeña para la puerta de una cárcel, dedujo Melik, demasiado pequeña para la verja de Gotemburgo por donde volver al barco. Pero del tamaño idóneo para unas esposas.
Después de devolver a la bolsa las pertenencias de Isa, Melik la colocó bajo la almohada húmeda de sudor para que él la encontrase al despertar. Pero a la mañana siguiente el sentimiento de culpabilidad que se había adueñado de él no lo abandonó. Durante la noche en vela, tendido en el suelo, con Isa en la cama a un par de palmos por encima de él, lo habían perseguido las imágenes de aquellos brazos y piernas mortificados y la toma de conciencia de sus propias limitaciones.
Como luchador conocía el dolor, o eso pensaba. Como niño callejero turco, había recibido palizas y las había dado. En un combate de un campeonato reciente, una tanda de puñetazos lo había mandado vertiginosamente a esa oscuridad roja de la que los boxeadores temen no regresar. En natación, batiéndose con alemanes nativos, había puesto a prueba al máximo su resistencia, o eso pensaba.
Así y todo, en comparación con Isa, estaba en pañales.
Isa es un hombre y yo soy todavía un crío. Siempre he querido tener un hermano y ahora que me lo traen a la puerta, lo rechazo. Ha sufrido como un verdadero defensor de sus creencias mientras yo buscaba una miserable gloria en el cuadrilátero.
De madrugada, la irregular respiración que había mantenido en vilo a Melik toda la noche se estabilizó en un resuello uniforme. Al cambiarle la cataplasma, comprobó con alivio que la fiebre había remitido. A media mañana, después de colocarlo semierguido como un pachá entre una pila de cojines dorados de terciopelo con borlas traídos de la sala de estar, Leyla le daba de comer un puré vivificante de su propia cosecha y él volvía a llevar la cadena de oro de su madre en la muñeca.
Muerto de vergüenza, Melik esperó a que Leyla cerrase la puerta al salir. Arrodillándose junto a Isa, agachó la cabeza.
—He mirado en tu bolsa —dijo—. Me avergüenzo profundamente de lo que he hecho. Que el misericordioso Alá me perdone.
Isa se sumió en uno de sus silencios eternos y luego apoyó una mano descarnada en el hombro de Melik.
—Nunca confieses, amigo mío —aconsejó, adormilado, cogiéndole la mano a Melik—. Si confiesas, te dejarán ahí dentro para siempre.
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial. Entre las novelas de John le Carré están Amigos absolutos, La canción de los misioneros y El jardinero fiel, que se convirtió en una película de gran éxito comercial y ganó un Oscar. El hombre más buscado fue su vigésimo primera novela.