María había venido para hacer un Máster en Edición en la universidad Pompeu Fabra. Diego, por su parte, dice que se marchó enfadado con su país. “Si no tenías coche en Bogotá, y te quedabas en mitad de una avenida, no eras nadie”. Durante la conversación surgió la idea de crear un proyecto que conectara las experiencias de los migrantes latinoamericanos en Barcelona y el interés que los dos sienten por la literatura.
Era diciembre de 2017. Los datos de la Comisión Española de Ayuda al Refugiado reseñaban el aumento de las peticiones de asilo para personas latinoamericanas en España. Para María y Diego no pasó desapercibido que cerca de la mitad de las solicitudes de refugio provenían de Colombia, El Salvador, Nicaragua, Honduras, México y Venezuela. En menor cantidad se presentaban solicitudes de Perú, Ecuador, Chile y Argentina. Un considerable número de peticiones no recibía un veredicto favorable. Diego dice que los conflictos que hay en América Latina, al no ser guerras declaradas, hacen que el Estado español no los asuma como problemáticas de primer orden: “Antes de darle asilo a un salvadoreño que está recibiendo amenazas por una extorsión, se le concederá a una persona que viene de Siria”.
María ha estudiado Literatura en la Universidad de los Andes y tiene experiencia en el mundo editorial. Diego, que es socio y director de proyectos de la Cooperativa Connectats, estudió Comunicación Audiovisual, hizo un Máster en Gestión Cultural en la Universidad de Barcelona y lleva años trabajando con comunidades migrantes y desarrollando proyectos comunitarios. Ambos pensaron en las historias que se quedan sin contar, las experiencias vitales que, tras las cifras y los titulares de corta duración, acaban despojadas de su dimensión humana. Entre convergencias y emociones, el proyecto fue tomando forma.
En Palabras [relatos migrantes] es el colectivo que María y Diego crearon para que los latinoamericanos refugiados en Barcelona pudieran compartir sus historias sin omitir sus calamidades y sus dudas, sus ilusiones y expectativas, el miedo a lo desconocido y el sentimiento de pérdida intrínseco a la experiencia del exilio impuesto o elegido. En un taller ubicado en un centro vecinal del barrio de San Antonio, cada participante reconstruye sus vivencias. Lo que se va escribiendo se comparte con todos, se lee en voz alta. Una vez que las historias han sido trabajadas, con el acompañamiento de un equipo de talleristas y de escritores invitados, están listas para mostrarse ante el público.
Para dar a conocer los talleres, los creadores del proyecto asistieron a reuniones, hablaron con la Cruz Roja y organizaron convocatorias abiertas en las redes sociales. Los aspirantes solo tienen que llenar un formulario de inscripción. “Nosotros hacemos una selección basada en la historia y en las ganas que tienen de escribir –dice María–. No es necesario tener ningún nivel de escritura. Escritores y escritoras de trayectoria que viven en Barcelona vienen a darnos herramientas para escribir relatos cortos, pero también poesía, testimonio, cartas. No queremos quedarnos en el testimonio puro. Queremos crear, buscar textos de calidad con diferentes voces. Hemos tenido mujeres mayores que vinieron como refugiadas de la dictadura chilena en los años ochenta. Una mujer que fue detenida en Chile, que vivió treinta años en Suecia, vino al taller y acabó compartiendo su historia con alguien que, cuarenta años más tarde, está atravesando por una experiencia similar”.
Las razones por las que la gente pide asilo dependen del país de origen. El auge de la violencia en Latinoamérica es notorio. Uno de los casos compartidos en el taller es el de un hombre salvadoreño que fue condenado a muerte por negarse a pagar la extorsión que le exigía una pandilla. Huyó con toda su familia a Estados Unidos. Al final del trayecto, su familia logró entrar en territorio estadounidense, pero él no. Compró un billete como turista y viajó a Madrid, luego llegó a Barcelona. Tras un largo periplo, su solicitud de asilo obtuvo una resolución favorable.
María y Diego comparten la satisfacción de haber descubierto la vocación de escritores que no sabían que eran escritores. Una manera de escribir para compartir y permanecer, además de los talleres y las lecturas en público, ha sido la selección de los textos reunidos en el libro recién publicado por el colectivo en Barcelona: En Palabras, antología de relatos migrantes.
¿Por qué nos vamos?, El viaje y la llegada y La ciudad nueva son los tres capítulos que abren las puertas a las historias de los quince participantes que se atrevieron a vestir sus memorias con palabras. A continuación compartimos tres relatos incluidos en el libro.
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A continuación, tres de los relatos de migrantes:
Tanta calma
Por Mónica Gómez Vesga (Venezuela)
Fueron los techos lo que más me impresionó cuando llegué. No las nueve horas de vuelo, ni la escala en Lisboa, ni el llanto contenido durante toda esa noche en el aire. Cuando emprendí el recorrido en el taxi, la ciudad que se iba desplegando ante mí me resultó escandalosamente tranquila. Todo en orden, como si no existiera el miedo, y esa sensación de por fin reconocer algo que era solo un comodín de escape para desatender mi presente. Esos techos medio franceses, uniformes, negros y marrones que había visto en postales o en películas, ahora se me aparecían como parte de un paisaje normal, como una capa más de esta ciudad que no sabía nada de mí, pero que mostraba las mismas heridas de pérdida.
Es difícil de explicar el miedo que me producía tanta calma. Yo venía huyendo de mí y aquí lo único que podía escuchar era mi voz; ya nadie se estaba muriendo en la habitación de al lado, no decían los noticieros que se robaban las elecciones, no había policías matando estudiantes en la calle. En cambio, la gente andaba en bicicleta, los carros esperaban el cambio de semáforo en línea y el metro iba y venía sin mucho afán.
Una de esas primeras noches me perdí de camino a casa. La sensación de pequeñez solo aumentaba, aunque la novedad amortiguaba cada golpe. Eran casi las 8.30, pero aún era de día y, perdida como estaba, pequeña como era, caminaba mirando hacia arriba como si quisiera salir volando. Pronto me di cuenta de que no sabía volver y me encontré sentada en un parque con una estatua en la mitad, que luego comprobé era de Simón Bolívar. Los perros corrían libres y sus dueños los miraban, los llamaban con un silbido o moviendo la manos. Todo aquello me parecía un espectáculo sencillo, la cotidianidad en su máxima expresión. Un perro que corre libre es un perro que sabe adónde volver, que tiene a alguien que lo espera para ir a casa.
Finalmente me tumbé en la grama a pensar en los últimos meses, en el viaje largo, en mis padres viejos, en mi hermano muerto y en medio de ese inventario de añoranzas me quedé dormida. Me despertaron dos oficiales de policía un par de horas más tarde, cuando el parque estaba completamente oscuro. Ya no había perros, ni gente, ni palomas, solo quedábamos el Simón Bolívar de hierro inmóvil y yo asustada, intentando explicar a los policías que estaba bien y agradecida por su preocupación. Luego de que me indicaran el camino a casa, los despedí muy amablemente y me fui caminando como si supiera realmente volver. Cuando vi que habían quedado atrás, me senté en la banca más cercana, me puse las manos en la cara y empecé a llorar como por primera vez en la vida.
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Un viaje
Por Alejandro Montoya (Perú)
No podía recordar con claridad los sucesos de los días anteriores. Le pareció todo ello como una larga resaca, como la prolongación de un fin de semana cualquiera cuando olvidaba cómo llegaba a casa y despertaba vestido en su cama, pensando que así debía ser la muerte, como esas horas vacías entre el último vaso y la mirada consciente en el cielorraso de su habitación.
Había recibido el encargo. No podía negarse. Siempre cumplía con diligencia las tareas encomendadas, siguiendo todas las indicaciones al pie de la letra. Sin embargo, como cada vez aquellas implicaban más responsabilidad y un mayor riesgo, había empezado a rechazarlas. Al principio, sus razones y pretextos fueron atendidos sin ninguna objeción hasta que, cansados de las continuas negativas, le advirtieron que la siguiente tarea debía ser cumplida inexorablemente.
Era agosto y la fina lluvia de esa tarde quizá sería un contratiempo en su huida. Pero ya estaba allí y debía continuar. Aunque le costó un poco, lo reconoció a través de los cristales empañados, sentado en una mesa alrededor de unas botellas, en compañía de otras tres personas. Se dirigió a la puerta y, antes de entrar, dejó que la lluvia empapara su cara, así nadie notaría el miedo y la angustia que la recorrían en gruesas gotas de sudor. Él también lo reconoció, a pesar de los años y el rostro húmedo, porque su mano se apretujó al vaso y supo con resignación que ya no habría otro trago. Luego, vino el fogonazo, el ruido y la confusión.
Se encontró fuera, corriendo calle arriba. Dos cuadras más y debía girar a la derecha. La lluvia continuaba cayendo y multiplicaba las luces de los faroles y los autos de esta ciudad que dejaba atrás, tal vez para siempre. Dos cuadras más y a la derecha, se repetía mientras corría con los ojos entornados hacia la complicidad de su almohada, donde olvidaría los peligros y las órdenes sentenciosas. Pero la calle se alargaba a cada paso, como se prolongaba el cielo gris sobre el desierto que lo atrapaba en su inútil escape. Empapado y jadeante, despertó con el sonido del teléfono. Se levantó a tientas y recibió la última orden: era hora de partir.
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Primer Vuelo
Por Esther Pardo Herrero (Colombia)
En ese primer vuelo, la silla junto a la mía estaba libre y pude estirarme y dormir. Pasaron muchas horas desde El Dorado hasta Barajas, pero recuerdo más bien poco de ellas. Sé que necesité reunir mucho valor para leer las cartas que me habían dado mi papá y mis hermanas. Yo también les había dejado a ellos unas cuantas palabras escritas, de las cuales conservo una frase para mi papá “Quiero que te sientas orgulloso de mí”, las demás se me esfumaron.
De lo que ellos me escribieron no recuerdo nada, sólo que lloré tanto leyéndolo... Este ritual de escribirles cartas y leer las suyas se ha ido repitiendo con los años, y que le temo y lo esquivo como a arma destructora. Yo ya casi nunca les escribo cuando nos despedimos. Una vez tardé semanas en leer la carta que mi hermana me entregó de despedida. Ese ritual maldito que actualiza un desgarro que me persigue, que no me deja. Ese bucle reiterado de la despedida. “Hay cosas a las que quizás nunca me acostumbre”, escribí una vez. Y no, no me acostumbro.
Creo que me despertó la voz de la azafata anunciando el desayuno, ya era de día y las ventanillas se iban subiendo, dejando entrar un sol que nunca tenemos más cerca. Con los cinturones abrochados, los respaldos en posición vertical, y las mesitas plegadas, el avión bajaba y la tierra comenzaba a adivinarse. De a poco fue apareciendo la meseta, lejos aún de la metrópoli, una tierra de color grisáceo donde parece que no crecería nunca ni la más mínima brizna, unas pocas construcciones planas que yo miraba por mi ventanilla y ese primer pensamiento que recuerdo bien: ¡Qué feo, sin verde, sin montaña! Tuve miedo de haber errado la decisión, o incluso miedo de la certeza de haberla errado. Recuerdo bien ese primer pensamiento que debí enjaular para evitar que se propagara y acabara infestándolo todo.