La primera peripecia vital del escritor, de signo trágico y su consecuente catarsis literaria, así lo creo, fue El olvido que seremos. La que se vive y se sufre en el ámbito familiar y luego se dirige al destinatario natural de la Tragedia y de todo el Arte: la sociedad (la polis) que engendró esa tragedia, aun la comunidad global, las que por medio del Arte podrían aprender “la compasión y el horror” tratándose de persecución ideológica y eliminación del disidente (el padre del escritor entre muchos), o de guerra, de abuso del poder, de conflictos familiares en otros casos. En la segunda peripecia, Ahora y en la hora, el abuso y el imperio de la fuerza se ejercen con afán imperialista, de atropello a la razón, de heridas fatales en el mundo físico de los personajes, en los cuerpos y en los espíritus. Nunca se logra del todo la catarsis o purificación ni el sosiego, pero al menos produce el consuelo del Arte.
Hace pocos días terminé Ahora y en la hora, su novela mariana, como la llama Héctor Abad, lo cual tiene para mí resonancias gregorianas personales, de verdadero “clérigo suelto” medieval con toda su carga viciosa.
Aprecio mucho su escritura periodística dominical (aun cuando a veces no comparta todo el contenido, bien advertido siempre de la honestidad y la buena fe que reconozco) y la calidad literaria. Creo que la primera tiene una clara presencia en esta novela, no solo por la obvia impresión que se recibe sobre todo en buena parte del tramo inicial del viaje por Ucrania desde Polonia: información y comentario paralelos mientras Abad y los compañeros avanzan y se concreta la decisión (sobre todo por parte de él) de tomar los riesgos de llegar cerca del teatro de la guerra. También por el cuidado de precisiones sobre hechos, lugares y personas, las conocidas y las nuevas; y las de la familia que el narrador lleva consigo desde la partida y le crean conflictos afectivos de temor por su seguridad, esos que podrían desviarlo del propósito del viaje: pesan sobre él y sobre la escritura, hacen parte de la carga emocional que se va acumulando.
Pero es un periodismo de literato probado, que especialmente desde El olvido... exhibe un refinamiento de crónica que aspira a persistir más allá de la coyuntura, porque ahonda en la Historia (la social) y en la humanidad de los personajes que nos va presentando. Así, en esta obra de Ahora... la anécdota de los colombianos y los ucranianos viajeros, convivientes e interlocutores, adquiere una dimensión que supera lo particular y transitorio. La historia de Ucrania y su tortuosa relación con Rusia desde el zarismo, incluido el zarismo estalinista de peor calaña porque representa la traición sanguinaria a la idea socialista generosa del siglo XIX, y a toda la experiencia compartida de la lucha contra el nazismo.
Por supuesto, para el autor ahí está la guerra que atrae como poderoso imán literario, pero se la quiere eludir por exigencia de la razón, de la precaución y por la confesa cobardía (¡cómo la entiendo!); guerra que va a hacer su presencia catastrófica para que la vida del narrador, de sus personajes (los sobrevivientes y la amiga escritora muerta) y la literatura tomen nota de la dirección que todos tomarán: la peripecia ineludible y contundente. Porque escritos como este entran en la categoría de la Tragedia: de inmediato, a la peripecia sigue el reconocimiento: la iluminación y comprensión de los hechos; ese reconocimiento que en principio no alivia, pero es el principio necesario para afrontar la escritura del discurso literario. Insisto: todos tenemos a cada paso en nuestras vidas esas peripecias, esos cruces de caminos alternativos “hacia la felicidad o la desgracia”, que nos marcan con diversas intensidades, pero no todos podemos compartirlas por medio del Arte y así menos tienen mérito: se quedan en la oscuridad; en la obra (la vida) de Héctor Abad hay las dos que señalo y las conocemos porque ahora las dos novelas resultantes son obras de arte. Signo de la locura que vivimos ahora y en la hora en todo el mundo, el escritor ha vivido la primera en su propio país y la segunda a miles de kilómetros de aquí: lo común es la guerra que nos imponen unos pocos poderosos de escasas luces empujados por su insania.
Así, solo falta la catarsis que no voluntaria, sino que inescapablemente (como escritor encadenado al oficio) este se impone a sí mismo: la digestión y el razonamiento del hecho trágico precisamente para seguir adelante con la vida que estuvo a punto de perder. No escribir los hechos y las consecuencias de todo orden no es una opción: no se alcanzaría el reconocimiento meditado de los hechos, la claridad, ni el concierto con el oficio. Uno siente eso leyendo la obra: el narrador y personaje no se permite ahorrar detalles o romantizar aunque se trate del roman. Como en una Tragedia griega, el papel del azar, o para algunos del destino, ingresa para imponer los hechos brutales, las elecciones de La Muerte: a unos se los lleva, a otros los empuja al incierto camino alternativo. Creo, me atrevo a pensarlo, que ya desde El olvido... a Héctor Abad le ocurría esa urgencia de escribir, en contra de la desolación y la derrota: estaba entre los privilegiados apartados al segundo camino, pero antes obligados a ser testigos. Y aún enfrentaría el escepticismo de la eficacia del empeño de escribir. Catarsis que no obra solo para los individuos, sino que debería hacerlo para la sociedad, como apunta Samaranch, anotador de la Poética. Pero sabemos, cada día más en este mundo dirigido por los Putin y los Trump dondequiera, que la guerra y la sinrazón (nombres de esta Muerte) resisten toda lógica y toda humanidad. Nos refugiamos entonces, autores y lectores, oyentes y espectadores de las Artes, en esa dimensión que no sublima, pero consuela, porque distancia y porque nos da la poesía.
Acierto grande en la nueva novela es la dosificación cuidadosa de la información hasta llegar al clímax trágico en el restaurante, cuando el teatro de la guerra se expande y se desploma sobre un nuevo territorio que se esperaba seguro, y no solo por el impacto de la explosión sino porque a esa altura los personajes que la viven y la mueren ya los hemos leído y conocido hasta tenerlos muy cerca.
En primer lugar, Victoria Amélina (cuya obra me propongo leer), a quien Héctor Abad conoció en los pocos días intensos de la historia tanteando en el trato hasta el aprecio mutuo; la clase de personaje que deja de ser un individuo para convertirse en la representación de una cultura y de una comunidad, la víctima mortal colectiva de un autócrata imperialista vulgar. Luego, los ucranianos cercanos al escritor y a su obra (la traductora de El olvido... y sus amigos), el padre de Victoria y su esposa con su propio drama; las dos mujeres jóvenes y el mesero que mueren en el restaurante; el guía abnegado que sobrevive. Sergio Jaramillo y su compromiso con la causa de Ucrania después de participar en el proceso de paz con las FARC; Catalina Gómez, una periodista que ahora mismo es corresponsal de guerra en Teherán, a quien quisiera conocer lo mismo que a su obra; la esposa de Héctor Abad y sus hijos en esa trasescena que no abandona nunca su cabeza, a la que aludí como los afectos que lo siguen desde lejos en el viaje y en la gestación de la novela.
Hector Abad puede darse por bien librado: vive y da buen cuento de ello con su escritura.
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