Stefan Zweig. Nombre sonoro, sonoro a mis oídos y espero que a los de ustedes. La primera vez que escuché este nombre, inmediatamente pensé: ¿cómo se escribirá? En mi cabeza no encontraba las letras para poder escribirlo correctamente.
Estaba escuchando a un profesor, de esos que uno se imagina que lo han leído todo. De los que intimidan ante tanto conocimiento. Así que no le pregunté a quién se refería; solamente escuché que habló de un libro: Ardiente secreto. Gracias a esa pista, encontré la escritura del nombre: Stefan Zweig.
También me enteré de que Stefan Zweig nació en Viena en el año 1881 y que su trágica muerte se dio en Petrópolis, Brasil, en el año 1942. Durante su vida escribió numerosas obras, biografías, ensayos y novelas…
Pasaron unos años hasta que volví a escuchar el maravilloso nombre del escritor.
La semana pasada estaba conversando con un amigo. Me contó que estaba iniciando a leer una colección de obras completas de Stefan Zweig y que empezaría por la novela Ardiente secreto. Una novela que yo también tengo en mi pequeña biblioteca, en mi pequeño mundo, que he organizado con cierta devoción de coleccionista. Me hace sentir que todavía hay razones para vivir; como, por ejemplo, leer por fin Ardiente secreto.
Leí Ardiente secreto y me di cuenta de que entre muchas cosas que se han dicho sobre la novela, hay una especialmente importante: el gran secreto consiste en descubrir qué significa ser adulto. Ser adulto significa darse cuenta de que las palabras van más allá de lo que ellas mismas pueden significar. Cuando se es niño, las palabras son lo que son. Tal vez eso es ser infante. En la novela Ardiente secreto, el enigma consiste en descubrir que las palabras recobran nuevos significados cada vez que se enuncian: “Ya no entendía nada de la vida desde que viera que las palabras, tras las que había supuesto que se encontraba la realidad, no eran más que burbujas de colores que se hinchaban y reventaban sin dejar rastro” (Zweig, 2004, p. 70).
Esto me hizo recordar algo que narra Delphine Horvilleur en su libro Vivir con nuestros muertos. Un niño llamado Isaac perdió a su hermano. Su hermano muere. Isaac está muy confundido. Un día una rabina habla con él (Delphine Horvilleur). El niño le expresa su confusión. Le dice que sus padres le han dicho que su hermanito está en el cielo; sin embargo, lo van a enterrar. Por consiguiente, no sabe en dónde buscar a su hermano: ¿en el cielo o en lo profundo de la tierra?
Asimismo, me impresionó una expresión en la novela que parece definir la relación entre sospecha, deseo y pensamiento infantil: “Nada agudiza tanto el ingenio como una apasionada sospecha, nada desarrolla tanto las posibilidades de un intelecto inmaduro como una pista que conduce hasta la oscuridad” (Zweig, 2004, p. 55). Ahí está la niñez y la transición en el proceso de transformación, cuando se construye el mundo con ideas, no solo con certezas.
Por otra parte, la novela de Stefan Zweig trata sobre un tema importante de abordar en la pedagogía feminista, o en la pedagogía que habla de las nuevas masculinidades y de la lucha contra la violencia de género: ¿qué es aquello que motiva a un hombre en su deseo permanente de tener una relación con una mujer? ¿Cuál es el problema de Don Juan?
En la novela, se puede dar una respuesta en la descripción de uno de sus personajes:
“Era uno de esos hombres jóvenes a los que su hermoso rostro les ha favorecido mucho, y en los que todo está constantemente dispuesto para un nuevo encuentro, para una nueva experiencia. Uno de esos jóvenes que siempre se hallan intensamente dispuestos para lanzarse a lo desconocido de una nueva aventura; a los que nada les sorprende porque, estando siempre al acecho, lo calculan todo. O a los que no se les escapa ninguna oportunidad, porque ya al primer vistazo captan a cada mujer desde el punto de vista sensual, tanteando y sin distinguir si se trata de la esposa de su amigo o de la criada que les abre la puerta que conduce hasta ella” (Zweig, 2004, p. 57).
En otra parte, se expresa el miedo a la soledad, una carencia emocional que atraviesa a muchos hombres:
“No sentía ninguna inclinación al enfrentarse solo consigo mismo, y en lo posible evitaba sus encuentros, porque en absoluto deseaba un conocimiento más íntimo de su propia persona. Sabía que necesitaba el roce con las personas para que todo su talento, el calor y la alegría desbordante de su corazón cobraran vida; y que, a solas, se sentía frío e inútil, como una cerilla metida en la caja” (Zweig, 2004, p. 85).
Puede que esta novela, también trate, sobre esa dependencia emocional que muchos hombres tienen hacia las mujeres, una dependencia que no les permite estar consigo mismos en la soledad. La novela refleja la necesidad de atención constante: de la madre o, por el contrario, la de una amante que les haga sentir que existen. Tanto así que, Zweig menciona, a modo de retrato existencial, que el personaje “era un centinela de la conciencia” (Zweig, 2004, p. 57), como si supiera que algo en su interior estaba incompleto, inconcluso.
Tal vez muchos problemas de violencia de género podrían pensarse desde esta imposibilidad que tienen muchos hombres de relacionarse consigo mismos, de habitar su soledad, de encontrar sentido sin depender de la mirada de una mujer. Hay hombres que se sienten vivos solo por el hecho de tener muchas relaciones amorosas. Quizás, también ahí, en esa incapacidad de estar a solas, se oculta un ardiente secreto, que empieza a construirse en el momento en que se abandona la niñez.
*Referencia: Zweig, S. (2004). Ardiente secreto. Acantilado.