Comenzó a caer y a levantarse muy de niño, como lo contó en Los siete locos en voz de Remo Erdosain, cuando su padre le advertía todas las noches que a las seis de la mañana del día siguiente se preparara pues lo iba a azotar. Lo azotaba porque hablaba y porque callaba y porque jugaba y porque no jugaba y por sus pilatunas y por su juicio. Arlt jamás podía dormir, esperando e imaginando los azotes que tendría que soportar a la mañana siguiente. La angustia y el temor lo desvelaban. Y otras angustias y otros temores, y millones de miedos, culpas, depresiones por dinero, por amores, por falta de amores, porque la humanidad era absurda, por la mezquindad que veía y respiraba todos los días o porque no había futuro o por las culpas que cargaba, todos surgidos de aquellos desvelos iniciales de su infancia, lo atormentarían hasta el día de su muerte, marcado una y otra y otra vez con la fecha del 26 de julio de 1942.
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" -¡Para lo que sirve este trasto!- murmuró. Luego, con una mano en el bolsillo del saco y la sien apoyada en el muro, habló despacio-: Sí, mi vida ha sido horriblemente ofendida… humillada. Créalo, capitán. No se impaciente. Le voy a contar algo. Quien comenzó este feroz trabajo de humillación fue mi padre. Cuando yo tenía diez años y había cometido alguna falta, me decía: ‘Mañana te pegaré’. Siempre era así, mañana… ¿Se dan cuenta?, mañana… Y esa noche dormía, pero dormía mal, con un sueño de perro, despertándome a medianoche para mirar asustado los vidrios de la ventana y ver si ya era de día, mas cuando la luna cortaba el barrote del ventanillo, cerraba los ojos, diciéndome: falta mucho tiempo. Más tarde me despertaba otra vez, al sentir el canto de los gallos. La luna ya no estaba allí, pero una claridad azulada entraba por los cristales, y entonces yo me tapaba la cabeza con las sábanas para no mirarla, aunque sabía que estaba allí… aunque sabía que no había fuerza humana que pudiera echarla a esa claridad. Y cuando al fin me había dormido para mucho tiempo, una mano me sacudía la cabeza en la almohada. Era él que me decía con voz áspera: ‘Vamos… es hora’ (…)”. (Roberto Arlt. Los siete locos)
El 27 de julio del 42, algunos de los más renombrados diarios de Argentina dieron la noticia de la muerte de Arlt. Unos, según investigaciones de Ángel del Ré, escuetamente, como La Prensa y La Nación, y otros, como La Vanguardia, con uno que otro apunte sobre sus obras. El Mundo, donde sacaba sus Aguafuertes porteñas desde 1928, publicó un sensible texto titulado “Falleció ayer nuestro compañero Roberto Arlt”, en el que decía: “Es algo nuestro lo que perdemos”. Fernando Sorrentino, en un texto que escribió para el Centro Virtual Cervantes, puntualizaba que en el cuerpo de la noticia de El Mundo se destacaba la capacidad de trabajo de Arlt, y añadía que había escrito Los siete locos en la redacción del diario, aprovechando algunos de sus ratos libres. “En la misma edición se publica su última Aguafuerte, ‘El paisaje en las nubes’ -agregó Sarmiento-, con la advertencia de que ‘debe leerse con una emoción particular, pues representa la última expresión de un espíritu excepcional, en quien todos veíamos un hermano evidente’. Para De Ré, “Es la historia de un escritor neoyorquino autor del best-seller del año, un hijo de inmigrantes (como Arlt) que conduce un taxi y escribe cuando podía (también como Arlt) y sufre el escarnio de los críticos (una vez más como Arlt)”.
“En el curso de esta historia he olvidado decir que cuando Erdosain se entusiasmaba, giraba en torno de la ‘idea’ eje con palabras numerosas. Necesitaba agotar todas las posibilidades de expresión, poseído ese frenesí lento que a través de las frases le daba a él la conciencia de ser un hombre extraordinario y no un desdichado. Que decía la verdad, no me cabía duda. Lo que muchas veces me confundió fue la pregunta que a mí mismo me hice: ¿de dónde sacaba ese hombre energías para soportar su espectáculo tanto tiempo? No había otra cosa que examinarse, que analizar lo que en él ocurría como si la suma de detalles pudiera darle la certidumbre de que vivía. Insisto. Un muerto que tuviera el poder de conversar no hablaría más que él, para cerciorarse de que en apariencia no estaba muerto”. (Roberto Arlt. Los siete locos)
Arlt buscaba en las palabras, y entre las palabras, su salvación, en una época en la que el ser humano tenía más espacio y más tiempo para el pensamiento, a fin de cuentas, el bombardeo y la contaminación de ideas apenas provenía de los periódicos y las revistas. Las influencias del hombre eran otros hombres, y si caso, ir a buscar lo que unos escritores o filósofos habían escrito. Arlt supo de Dostoievski y de Nietzsche porque su madre le prestó libros de ellos, y cuando quiso saber algo más, tuvo que ir a una biblioteca pública o a una librería. Las ideas no llegaban. Se buscaban y se tenían que ir a buscar. Arlt pensaba. Sus monólogos en Los siete locos, o en El lanzallamas, o incluso en El juego rabioso, eran, fueron, manifestaciones de su pensamiento. Del sentarse a fumar en la banca de un parque, del caminar sin rumbo y sin mayores interrupciones. Casi que su única distracción era pensar, y como lo dejaba en claro el narrador de Los siete locos, “necesitaba agotar todas las posibilidades de expresión”. Quería, necesitaba conocerse y lo hizo a través de su escritura y de sus personajes.
“El Astrólogo se levantó, avanzó hasta rdosain y, poniéndole la mano sobre la cabeza, dijo caviloso: -Tiene usted razón, hijo mío. Nosotros somos místicos sin saberlo. Místico es el Rufián Melancólico, místico es Ergueta, usted, yo, ella y ellos… El mal del siglo, la irreligión, n ha destrozado el entendimiento y entonces buscamos fuera de nosotros lo que está en el misterio de nuestra subconsciencia. Necesitamos de una religión para salvarnos de esa catástrofe que ha caído sobre nuestras cabezas. Me dirá usted que yo no le digo nada nuevo. De acuerdo; pero acuérdese que en la Tierra lo único que puede cambiar es el estilo, la costumbre, la substancia es la misma. Si usted creyera en Dios no habría pasado esa vida endemoniada, si yo creyera en Dios no estaría escuchando su propuesta de asesinar a un prójimo. Y lo más terrible es que para nosotros ha pasado ya el tiempo de adquirir una creencia, una fe. Si fuéramos a verlo a un sacerdote, éste no entendería nuestros problemas y solo acertaría a recomendarnos que recitáramos un Padre Nuestro y que nos confesáramos todas las semanas”. (Roberto Arlt. Los siete locos)
Luego de que Los siete locos estuviera en las librerías, con una gran muestra de silencio entre los periodistas que escribían sobre literatura, y entre la gente que iba a los cafés a discutir sobre libros, Arlt escribió El Lanzallamas, y más tarde, algunas obras de dramaturgia para El teatro del pueblo, de las que sólo pudo ver en escena El fabricante de fantasmas, con el mismo amargo resultado de sus novelas. Años después de su muerte, su nombre y su obra comenzaron a ser “de culto”. Ediciones Futuro editó sus obras completas. Una, con prólogo de Julio Cortázar. En los años 70 y los 80, Leopoldo Torre Nilsson, Ricardo Wullicher, José María Paolantonio y Pablo Torre dirigieron películas sobre El juguete rabioso y Los siete locos. La rivalidad de los grupos Boedo y Florida, pueblo y aristocracia, y su vida y sus angustias, su obra, fueron una y mil veces descritas y escudriñadas por aquella misma prensa que lo había negado y tachado de sus listas de “pereferidos”, esencialmente por su gramática y su ortografía.