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Roberto Burgos Cantor: tejedor de ilusión y resistencia

Aproximación a la obra del escritor cartagenero fallecido hace dos años, a propósito de la reedición de “Señas particulares”, sello Seix Barral, uno de sus libros emblemáticos.

Julio Olaciregui * / Especial para El Espectador

15 de octubre de 2020 - 04:00 p. m.
Roberto Burgos Cantor murió el 16 de octubre de 2018, a los 70 años de edad, y dejó una valiosa obra para la literatura colombiana entre novelas y cuentos. Este viernes el Grupo Editorial Planeta le rendirá un homenaje en su página de Facebook a las 6 de la tarde. / Archivo El Espectador
Foto: GUSTAVO TORRIJOS
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Después de que terminaba su cuerpo a cuerpo cotidiano con “la zorra”, como él llamaba a la escritura, Roberto Burgos Cantor iba algunas noches al bar Santo Spirito de Viena, donde podía escuchar a Mozart, Brahms, Bruckner o Beethoven a todo volumen, como en un picó de Getsemaní, en su lejana Cartagena. En la capital austriaca, en los últimos años del siglo pasado, trabajaba de cónsul “para comer” y escribía ficciones “para vivir”. Aún no había cumplido cincuenta años y sintió la necesidad de dejar un testimonio de lo que significa una vocación literaria. Fue entonces cuando escribió Señas particulares, publicado en 2001.

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Su reedición (sello Seix Barral) permite escuchar de nuevo la entrañable voz de este escritor desaparecido hace dos años, el 16 de octubre de 2018, admirar sus dotes reflexivas, la ductilidad de su lenguaje y gozar con sus estimulantes consideraciones sobre el ejercicio de la literatura. (Así enfrentó Burgos Cantor el hecho de ser contemporáneo del Nobel García Márquez).

Señas particulares, al menos la primera parte, recuerda una novela de formación (bildungsroman) que encuentra eco en obras como Retrato del artista adolescente, del irlandés James Joyce, o Las tribulaciones del alumno Torless, del austriaco Robert Musil, quien también vivió algunos años en Viena. Comienza cuando Burgos Cantor abandona, a los 17 años, Cartagena para iniciar sus estudios de Derecho y Ciencias Políticas en la Universidad Nacional de Bogotá y termina con la evocación de dos grandes acontecimientos: las consecuencias de la toma del Palacio de Justicia por un comando guerrillero del M-19, el 6 de noviembre de 1985. La conmoción y tristeza que este hecho le causó. “Ninguna voz humana, ni un azar del cielo o del infierno o de la tierra, ni una sola razón, ni una migaja de compasión, pudo imponerse a las furias devastadoras de la demencia”. Lo otro fue su alegría por la publicación de su primera novela: El patio de los vientos perdidos.

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Las fotos que ilustran la reedición de estas memorias, cuya segunda parte está constituida por conversaciones y textos de Burgos Cantor sobre su obra y el oficio de escribir, nos muestran su pinta de mulato y discreto “camaján”, con algo de santo y parrandero, como dice la célebre décima del soledeño Gabriel Segura dedicada a la mar serena de Cartagena, a sus fiestas novembrinas y a las morenas que caminan por sus playas al atardecer. Y el negro que las desea.

Desde su primer libro, los cuentos de Lo amador, descubrió que no podía dejar pasar un solo día sin escribir. La dedicación cotidiana a la escritura, que él también comparaba con remar, “echando canalete”, era muy agradecida. Ese grato empecinamiento le deparaba satisfacciones, la impresión de que había salvado su día, su vida. También supo que al comenzar a escribir un nuevo texto, ya fuese novela o cuento, volvía a ser un aprendiz. Y quizá recordaba lo que decía Flaubert sobre la tarea del escritor: lo importante es la ilusión. (La poética de la memoria en la obra de Burgos Cantor).

“Con los años que pasan, el escritor se da cuenta de que la creación literaria es un inicio permanente. Que el día que aceptó su formación concluida, también se acabó como escritor, conciencia viva, inconformidad perpetua, baile en la cuerda que sostiene la flauta en el abismo”, afirma Burgos Cantor.

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En este hermoso libro, concebido con el cuidado y el amor de su familia y el cariño y la admiración de sus editores, nos habla de su sensibilidad, de su incurable timidez, de su vida cotidiana, de sus trucos para ganar tiempo al “pancoger”, día a día, y consagrarlo a ese oficio apasionado y apasionante de crear personajes, mundos, ritmos. Nos confiesa sus gozos y desvelos. Como cuando halló el título de ese libro de cuentos, De gozos y desvelos, al despertarse una vez a las tres de la madrugada.

En los últimos veinte años de su vida dedicó parte de su tiempo a ser maestro de jóvenes escritores, en la Universidad Nacional y en la Central. Esa generosidad de docente se siente en este libro, que le servirá mucho a todo aquel que desee completar su formación o estimular su vocación de narrador. Hallará pepitas de oro, frases deslumbrantes sobre el oficio.

“Es posible que el encanto de escribir esté en su ausencia de propósito, en el espacio de libertad que funda con su hacerse, en la aventura sin condiciones en medio de tierras desconocidas que no han sido visitadas antes”, añade.

La manera como asumió su trabajo de escritor nos hace ver los peligros que pueden acechar a quienes emborronan cuartillas. Producir “una literatura ocasional y de adorno”, o bien “testimonial, conmovedora por su rabia limpia”.

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No es gratuito entonces que los grandes lectores y estudiosos de su obra sean alumnos y profesores universitarios, no solo en Colombia sino en el extranjero. Su gran amigo Eligio García Márquez le dijo un día sobre Lo amador: “Un libro muy leído y poco comentado”. Él era consciente de la “orfandad crítica” que padecen los libros de los escritores colombianos. No tienen la crítica que ellos esperan. “Obviamente estamos en una época en que la crítica literaria en Colombia ha soltado mucho lastres, morales, políticos, amiguistas. Y veo que la crítica ha vuelto a una especie de suelo natural que es el trabajo en la universidad más que en los periódicos. Ahí está surgiendo un fermento de gente de nuestra época que está haciendo trabajos muy serios en universidades como la de Cartagena, del Atlántico, Pedagógica Nacional, Nacional, Nariño”.

Él es un producto de la universidad, un hombre que se forjó en la entrañable Universidad Nacional. Cuenta que el día que su compañera Dora Deyanira Bernal le anunció que estaba encinta de su primer hijo, estaba asistiendo al seminario “Los manuscritos económicos y filosóficos del joven Marx”, dictaba por el profesor Ramón Pérez Mantilla.

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Sus memorias son al mismo tiempo un libro de historia y de filosofía política, un testimonio de esos crepitantes años que van de la época del sacerdote revolucionario Camilo Torres a su amistad con Álvaro Fayad, futuro dirigente del M-19, quien estudiaba Psicología. Nos acerca también a la gran figura de Ernesto Sabato, quien los distinguió a él y a Eligio García Márquez con su amistad.

Si en su prosa aflora a cada momento su vasta cultura y sus razonamientos filosóficos, también está presente ese “aguaje” del mercado de Cartagena, esa gracia del muchacho de los barrios al pie de La Popa que nunca dejó de ser.

Señas particulares es una tierna evocación de sus amigos, cómplices y compadres: Santiago Aristizábal, José Viñals, Arnulfo Julio, Elvira Bustamante, Santiago Mutis, Umberto Valverde, Alberto Duque López y Óscar Alarcón. Habla igualmente con gran belleza de sus padres: Roberto Burgos Ojeda y Constancia Cantor.

En la segunda parte del libro se refiere al proceso de escritura de sus novelas y cuentos, esa gran obra que está por ser leída en los colegios, bibliotecas y bares. Menciona de pasada la necesidad que tuvo de imaginar la enfermedad y la muerte con ese bello y contundente texto llamado El médico del emperador y su hermano.

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Cuando uno lee a Roberto Burgos siente su gran concentración, la soledad y el silencio que le eran necesarios para entregar lo más profundo de su verdad, su ternura y la desfachatez de gozón que lo animaba.

La figura de Gabriel García Márquez aparece como la de un hermano mayor, a cuya biblioteca cartagenera tuvo acceso desde su adolescencia, gracias a Eligio, Jaime y Ligia, hermanos del Nobel. Roberto Burgos aclara la enseñanza que nos dejó la obra de García Márquez. “Aprendemos más de lo imperfecto; y Cien años de soledad era una novela perfecta. Y la obra perfecta genera una lección que no puede violarse, que es inimitable. Pero esa posibilidad de un reto, de lo inimitable, es suficiente medida de la gratitud que le debemos quienes escribimos después”.

La reedición de Señas particulares se cierra con el homenaje que le hacen a Burgos Cantor intelectuales de las nuevas generaciones: la investigadora literaria Jineth Ardila Ariza escribió un texto sobre los tesoros que Roberto dejó en su biblioteca y el musicólogo Urián Sarmiento se deleitó enumerando algunos de sus discos.

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Cartagena y los cartageneros comienzan a reconocer en toda su dimensión a este gran escritor. Es de esperar que toda Colombia haga pronto lo mismo. Quien se pasee hoy en día por la calle Quero de la ciudad amurallada podrá leer una de las frases de su inmensa novela, La ceiba de la memoria: “Gritar. Así protejo de la devastación los restos de esta memoria asediada que es la única señal para reconocer que yo soy yo”.

* Colaborador de El Espectador, fue corresponsal de este diario en París y es autor de los libros Vestido de bestia, Los domingos de Charito, Trapos al sol y Dionea. Su más reciente novela es Pechiche naturae (Collage Editores).

Por Julio Olaciregui * / Especial para El Espectador

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