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Rockeros de mármol

Unos resisten más que otros. La mayoría, sin embargo, están en una campaña autodestructiva de su propia vida. De esa materia prima se alimenta la historia del rock.

Andrés Páramo Izquierdo / aparamo@elespectador.com

13 de noviembre de 2011 - 04:00 p. m.
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El rock mata, no hay duda. Ese estilo de vida autoindulgente en el que se bebe a diario todas las botellas de Jack Daniel’s disponibles, y se mete —como ironizó Steven Tyler— el “30% de la economía colombiana por la nariz”, no está diseñado para la anatomía humana. El desenfreno, el pensamiento del ‘no mañana’, los excesos de todo tipo, son perjudiciales para la salud.

Que lo digan los miles de rockeros muertos por la autodestrucción, muchos de ellos incluso en una edad casi profética. Está Jim Morrison, el cantante líder de The Doors, conocido alrededor del mundo en esa imagen de joven con pantalones de cuero, quien quiso abrir su mente a las puertas de la percepción (The doors of perception, de ahí el nombre de su banda) metiendo a su organismo todo lo que se le pasara enfrente: ácido, cocaína, marihuana, alcohol; terminó su vida tirado en la tina de un apartamento en París.

O Jimi Hendrix, el sicodélico, doblemente buen cantante y guitarrista, maestro de todos, que interpretó su Purple Haze en Woodstock —hasta ahora inexplicablemente— en un viaje pesado de LSD sin pelar una sola nota. Su legado en la guitarra queda. Su cuerpo murió ahogado entre el vómito.

También, por ejemplo, Kurt Cobain, ícono de una generación fastidiada con el metal de los años ochenta. Gritón y depresivo, de mirada perdida en su propio horizonte de tristeza y hastiado de la fama, líder de la banda más exitosa de los noventa, muerto de un autobalazo en el jardín de su casa (producto, por supuesto, de la depresión. Producto ella, por supuesto, de su abuso de la heroína).

¿Y qué tal los más jóvenes? Sid Vicious, el descuidado bajista de Sex Pistols, partícipe de himnos en honor a una generación de jóvenes trabajadores, muriendo a manos del amor violento compartido con Nancy Spungen.

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Pasando a artistas más contemporáneos podríamos mencionar de paso a Amy Winehouse, quien se caía de la ebriedad en sus conciertos, y fue encontrada en Nueva York al lado de dos botellas y media de vodka bebidas a plenitud.

La historia del rock está acompañada de esa insensatez por parte de los artistas. De esa necesidad de, al menos, ir una vez en la vida a programas de rehabilitación para purificarse del sexo, las drogas y, claro, el rock and roll. Ahí está Scar tissue, la autobiografía del nunca envejecido (sólo mírenlo en The adventures of rain dance Maggie, último video de su banda Red Hot Chili Peppers) Anthony Kiedis, que narra el crudo paso por la rehabilitación. Que lo diga Ozzy Osbourne, el demente vocalista de la inmortal Black Sabbath. Que lo diga Noel Gallagher, líder de Oasis, quien se arrepintió de “Be here now”, álbum hecho bajo los efectos devastadores de la cocaína.

Los indestructibles

Unos mueren, es cierto. Pero otros son de piedra. La vida no basta para acabarlos. Ni siquiera la suya propia, llena de miles de batallas contra su salud; es sorprendente verlos de pie todavía. Los casos son abundantes y sería muy difícil hacer una lista de importancia entre ellos. Mucho mejor citar los ejemplos visibles. Están los que, como hijos de Dios, han regresado de la tumba para predicar el Evangelio. Cual dioses, pueden nombrarse tres: Slash, el afamado guitarrista de los solos en escalas pentatónicas, estuvo clínicamente muerto por unos instantes. Al igual que el ex Metallica, heroinómano, dueño de su propia banda Megadeth, Dave Mustaine. Y cómo no, Phil Anselmo, esa voz que mandó al basurero el glam-rock de Pantera, para convertirlo en ese monstruo demoníaco que fue.

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Están los que, por los excesos, o a pesar de ellos, o tal vez en una comunión divina con algún ser superior, mejoran significativamente. James Hetfield de Metallica, quien canta cada vez mejor —mucho más alejado de ese trash metalero que alguna vez fue—, no sólo no se dejó vencer por un aberrante alcoholismo, sino que sobrevivió a unas quemaduras de tercer grado provocadas por el espectáculo de pirotecnia de uno de sus conciertos. También Steven Tyler, líder de la banda Aerosmith. Sólo verlo tan bien, tan joven pese a sus 63 años de edad, tan enérgico hace unos días en Bogotá luego de romperse unos dientes en una caída en Lima, hace que a uno le corra un escalofrío por el cuerpo. ¿Cómo hará para tener voz y cuerpo intactos después de haber sido partícipe de una destrucción constante y disciplinada de sí mismo?

Latinoamérica también tiene su cuota. No olvidemos a Charly. ¿Quién no ha visto ese remedo humano que es Charly García, con esa voz ida a la ultratumba y su cuerpo estilizado sobreviviendo a una caída desde un séptimo piso de hotel? Charly afirma que el rock es un estilo de vida, que no necesariamente tiene que ir blindado con la música de guitarras en distorsión y baterías en cuatro cuartos.

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Y está, por supuesto, el paradigma de todos, Keith Richards, guitarrista de The Rolling Stones. Intacto. ¿Cómo no se ha muerto? De lo que sea: enfisema pulmonar, cáncer de garganta, sobredosis de cualquier droga o de un coma etílico. Nada. Ni un rasguño. Parece que se cayó hace poco de una palmera por tratar de bajar un coco y, contrario a lo que pasaría con cualquier ser humano de su edad, fue al hospital y lo dieron de alta ese mismo día.

Tal vez sí. Tal vez sea ese enigma que se teje encima de ellos y que, también, por supuesto, los hace más artistas. Seres humanos imposibles que no se amoldan a las características típicas de las crianzas del mundo: la infancia, el colegio, la mecanización de los sentimientos, el saber decir ‘no’ a algo. Ahí está un poco el espíritu del rock, en esas almas perdidas. Ahí está, sin más, la forma en la que se teje la historia del género: en ver un Keith Moon —baterista de The Who— convencido de que podía tocar en un concierto habiendo consumido tranquilizantes para caballo. “¿Y? Soy Keith Moon”, decía. Esa irreverencia frente a lo lógico, frente a los estrictos esquemas de la OMS y lo enseñado por papá y mamá. Se desmayó, sí, pero el resto de la banda convocó, en el mismo concierto, a un fan para que lo supliera en la batería. Y así, por esa misma actitud despectiva contra la vida, The Who dio un concierto memorable para los anales del rock. Es que así es el rock, hecho de ese mármol indestructible, “soy el Rey Lagarto, y lo puedo hacer todo”, rezaba Jim Morrison, y probablemente tenía razón.

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Por Andrés Páramo Izquierdo / aparamo@elespectador.com

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