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Rodrigo Parra Sandoval presenta una nueva edición de la novela “Voto de tinieblas”

Hoy, en el Centro Cultural Gabriel García Márquez, del centro de Bogotá, el escritor hablará de su ficción sobre una monja de clausura que vivió 30 años en la oscuridad en tiempos de “La Real Expedición de la Vacuna”.

Rodrigo Parra Sandoval * / Especial para El Espectador

05 de marzo de 2025 - 10:33 a. m.
Rodrigo Parra Sandoval recibió en 2016 el Premio a Vida y Obra del Ministerio de Cultura. Hoy charlará con los escritores Luz Mary Giraldo y Guido Tamayo a las 5:30 p. m. en la Librería México, calle 11 #5-60. / Óscar Pérez
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Monja coronada

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Es poco lo que puedo contar sobre mi vida en el convento de clausura. No es un sitio donde abunden los sucesos fuera de lo común. La vida allí es regimentada y austera. Se presentan, sin embargo, algunos momentos sencillos, pequeños daguerrotipos existenciales, que perduran en la memoria: complejos ropajes ceremoniales que encarnan una moda con siglos de tradición, elaborados retratos de la quietud de la vida religiosa, votos de cinco clases, algunos oficios privilegiados que rompen la monotonía de la regla conventual, la crueldad de alguna reconvención de la madre superiora, la noticia de la plaga de viruela, hermosas lecturas sobre la vida y obra de Hildegard von Bingen que me hacen recordar a mi padre y sus amonestaciones por el vicio que tengo de contar juntas historias del pasado y del futuro como si todos los tiempos fueran presente, apelmazamientos del tiempo las llama la madre superiora, no sin cierto ánimo de sorna. Así que contaré pequeñas estampas o viñetas intemporales de la vida monástica. Comienzo con el escudo y con mi retrato de monja coronada.

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El artesano me mira solemne y planta frente a mi cara su rostro de madera. Me entrega el escudo. Es redondo, de latón pulido con esmero. El anillo exterior está cubierto de carey. Una profusión de rosas de colores inverosímiles y de caras de ángeles con alas que brotan de sus cuellos y los convierten en aves de enormes cabezas adornan el anillo siguiente. El centro del escudo, la parte más extensa, muestra a la monja alemana de la Edad Media, nuestra matrona, Hildegard von Bingen, vestida con amplias prendas azules y blancas, parada en la pequeña bola azul turquí de la Tierra: tiene las manos juntas en actitud piadosa y una mirada entre celestial y pícara. Así me gusta, dual, indecisa, compleja. Alrededor de esta imagen central el artesano ha pintado diminutas Hildegards en diferentes funciones: podando con unas tijeras enormes el herbolario en el huerto conventual, escribiendo cartas contestatarias a los poderosos para sacudir su autocomplacencia, dirigiendo en el coro sus cantatas celestiales a las once mil vírgenes, pintando sus famosas iluminaciones-mandalas, escudriñando la materia física del mundo, organizando teologías en su cabeza coronada, curando enfermos y atendiendo parturientas, inventando un lenguaje secreto, un lenguaje indescriptible para hablar con dios. Llevaré el escudo en el pecho el día en que profese como monja hospitalaria. Me defenderá del mal que anida en mi corazón como una serpiente dormida, me traerá a la memoria la alegría de la última fiesta de mi vida seglar, la fiesta de despedida que organizó mi padre con sus siete amigos geógrafos, naturalistas, dibujantes, cartógrafos también de algunos detalles del mapa en que he decidido vivir mi vida. Imposible evitar la asociación entre el redondo letrero de latón de la fama de mi padre (con el huevo partido y la cara de espíritu burlón engarzada a un resorte) y el inconfundible mandala de mi escudo de monja.

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El pintor lava con escrupuloso esmero los pinceles en el aguamanil, los pone a secar sobre un lienzo, se retira unos pasos para observar su obra desde otra perspectiva y, con la satisfacción de una sonrisa, da por terminado el retrato. Llevo tres semanas posando de pie y quieta como una santa de yeso, metida en el vestido blanco, confeccionado con un tejido basto y pesado, largo hasta el suelo, de amplias mangas, sobre el que baja una capa rojo sangre, completa en la espalda, en forma de franja recta por delante. Una estola negra iluminada con flores de diversos colores cae suntuosa a ambos lados hasta la altura de la rodilla. El escudo con la imagen de Hildegard multiplicada en abismo cubre mi pecho, en la mano izquierda sostengo un ramo alto de rosas amarillas, con la derecha aprieto con fuerza una imagen en yeso de Pablo de Tarso machihembrada en una base redonda de madera. Sobre mi cabeza se desliza un manto negro bordado con hilos de oro en filigrana y sobre el manto una corona de rosas de gran tamaño en cuya cúspide se acaba de posar la paloma del espíritu santo que muestra las alas todavía abiertas. En mis manos brillan los ocho anillos de plata que me han regalado mi padre y sus siete amigos de la Expedición Corográfica. El pintor mira su obra por última vez, con nostalgia y piedad de padre, antes de entregármela: el recargado retrato de monja coronada para conmemorar mi decisión de abandonar el siglo y mi profesión como monja hospitalaria, conocedora de la obra sin par de Hildegard von Bingen. Solo entonces estoy lista para el multimedia que se monta para la barroca ceremonia. Las paredes circulares de la capilla están cubiertas de imágenes de santos cuyos ojos y manos miran al cielo raso en actitud de sorpresa, de compungida adoración. En el altar y en el presbiterio reverbera el perfume de los lirios. El órgano rompe el silencio de la espera con Toccata y fuga y salen los celebrantes en sus casullas blancas, misa diaconada, cantada, entran (y yo con ellas, medrosa, dubitativa) por el centro de la iglesia las diez novicias que profesan hoy y que se comprometerán con los tres votos obligatorios. Los coros de voces femeninas cantan música gregoriana, el público responde, un diácono lee extractos de las autobiografías de las monjas más famosas del convento para edificación de los parroquianos, los monaguillos asperjan incienso desde la nave central, cirios voluminosos encendidos llenan de luz el aire exaltado de la capilla.

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Nunca había estado (literalmente) dentro de un espectáculo tan exultantemente moderno como hoy, hija. Un espectáculo que ya podríamos llamar, en un acto futurista, multimedia. Extraña modernidad, nacida no para romper lazos con la fe por medio de la razón sino para agarrarnos a la más oscura tradición de la fe con pies y manos. Así nace nuestra modernidad. De esa modernidad a medias, mestiza, impura, desviada, somos hijos, aún hoy. Esa modernidad ha gestado buena parte de nuestras guerras y la bastarda idea de que ser moderno es pecado. No lo olvides, ahora que te sumerges en ella con la esperanza de nadar en sus aguas turbias como un pez. Eso dice mi padre, me rodea con un abrazo largo, violento, convulsivo y se marcha con los ojos húmedos. La religiosidad meliflua de las monjas y los parroquianos intonsos me enferma, me dice. Y me quedo sola, azarada, sin saber si acierto o yerro, ante el solemne espectáculo multitudinario que terminará por maniatar mis energías y mis impulsos como una camisa de fuerza. ¿Hago esto solo para escribir en secreto algo que nunca podré publicar? ¿Debo comenzar a pensar desde hoy en escribir una autobiografía apócrifa y otra oficial? Escribir. ¿Vale la pena todo este desmadre solo para garrapatear una historia que nadie leerá? Cierro los ojos con fuerza y me digo: Lo que ha de ser que sea. Profeso los votos perpetuos de pobreza, castidad y obediencia. La pobreza material es el voto más fácil de guardar, solo necesito una pequeña celda, alimentación conventual, una mesita y un asiento, papel, tinta y plumas de pato. La parte a la que mi hilachosa capacidad de comprensión no ha podido llegar, por más teologías con que la revistan, es la pobreza de espíritu como virtud. ¿Cómo justificar esa ñoñez? ¿Convertirme en una mujer sin deseos, sin aspiraciones, una palurda, vacía de proyectos? ¿Es eso ser virtuosa? No es lo mismo la castidad para las vírgenes de doce años, que encierran sus padres de por vida en el convento, que para una mujer que ha sido esposa de un fogoso constructor de caminos. Ellas no tienen nada que olvidar y la memoria del placer es el anzuelo más poderoso que la amarra a una al deseo: entre más una hala para zafarse más amarrada queda. La obediencia también tiene dos caras. La cara fácil, monotonía del hacer, es la obediencia que se refiere al reglamento, al uso del tiempo, a los límites del espacio, a la disciplina cotidiana porque el cuerpo se acostumbra, repite casi dormido, inconsciente, las rutinas, las poses, los pasos, las palabras, reverenciales y devotas, de la aceptación. Es la otra cara la que da problemas. Vivir en un mundo ya definido hasta la minucia, imaginado por otros, sin la posibilidad de cambiar siquiera la posición de un insignificante candelero en un ritual, mucho menos de transformar la sustancia, hacerle la crítica al desvanecido borde de una práctica, ayudar a elaborar el mundo hasta moverlo a un estado más complejo, con un asomo de incertidumbre, moldearlo como un puñado de arcilla hasta que cese de ser ofensivo a los propios pensamientos. No son bienvenidos los pensamientos propios. Todo ha sido pensado para la generalidad de los miembros. Un mundo pensado para una mujer individual es una monstruosidad. El mundo ha sido creado por otros y una debe vivir en él, debe caber en él, gústele o no. Lo ineluctable, la cárcel mental como concepción del mundo. El inmenso poder, casi divino, de dictaminar, hasta el más mínimo detalle, el pensamiento, la imaginación y la acción de los otros. Comprendo entonces la poderosa atracción libertaria del vórtice donde nace la vocación del hereje.

* Se publica por cortesía del Fondo de Cultura Económica. Esta novela tuvo ediciones previas en eLibros Editorial y Ediciones B.

Por Rodrigo Parra Sandoval * / Especial para El Espectador

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