Pasión y amor, desamor y desenfreno, intuición, riesgo, libertad, emancipación, apertura, y también pasado, simbolismo y forma concreta, divagaciones e historia, la rebelión de los románticos se sumergió hacia lo más hondo y profundo del ser humano y lo engrandeció, y tocó lo más noble para bajarlo de su pedestal. Le dio vida a la imaginación y a los sentidos, y fue más allá del simple y llano decir, para promover una manera de ver que hasta antes del siglo XIX no existía. Por ello, y de alguna manera, el romanticismo fue todo y recogió lo que pudo del pasado para potenciarlo, desde el arte y el pensamiento de los griegos y el saber de los babilonios, los egipcios y Oriente, hasta el fervor del cristianismo y la severidad de la Ilustración, pasando por los romanos, los bárbaros, la polémica Edad Media y el Renacimiento.
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Volvió dioses a los artistas, y al arte, una religión, e hizo que la fe en uno o en varios dioses se multiplicara. Entre tantos y tantos pensadores, científicos, artistas, políticos, músicos, escritores, dramaturgos y teólogos, rescató a Spinoza, por ejemplo, que había sido criticado y condenado por más de 150 años por su ateísmo, y de repente fue descubierto y halagado hasta llamarlo un “hombre ebrio de Dios”, como lo detalló Jacques Barzun en su libro “Del amanecer a la decadencia”, pues había comprendido que “la divinidad impregnaba todas las cosas”, y que los creyentes sentían un infinito “amor intelectual de Dios”, y de la mano y la obra de Spinoza, revalidó los sentimientos religiosos, pues a fin de cuentas, retomando a Barzun, “El panteísmo era una manifestación de la fe romántica”.
Los creyentes en Inglaterra, en Francia, en Estados Unidos, y más allá de sus fronteras, se multiplicaron por el resto de Occidente y dieron origen a una nueva Iglesia Anglicana, a los metodistas, a la Iglesia de los Santos de los Últimos Días, y a nuevas maneras de entender y practicar las religiones. Entre tantas renovaciones, René de Chateaubriand exponía en “El genio del cristianismo” la unión de los románticos y su concepto de “genio” con los cristianos. “A primera vista -escribió-, me parece bastante notable que se haya encontrado una manera de despertar en un instante, en miles de corazones, la misma emoción, a través de un único martillazo. Considerada además como sonido armonioso, una campana posee sin duda una belleza de primera magnitud, la misma que los artistas llaman ‘grandeza’”.
En palabras de Barzun, “Chateaubriand, en su grueso libro sobre el cristianismo, concita en una apología todos los temas a los que de una forma u otra afecta el sentimiento religioso: la vida cotidiana, la naturaleza, el yo interno, la sociedad, el gobierno, la historia y las artes”. Fueron tan decisivos los textos y cada una de las observaciones de René de Chateaubriand, que el crítico Sainte-Beuve, y Hector Berlioz, uno de los personajes fundacionales del romanticismo, exclamaron a su manera que ellos eran Chateaubriand, o René, en términos un poco más coloquiales. Como él, ellos hablaban de pasiones, de estados alterados, de amor por la naturaleza, de creación, de genio, cambio, de interioridad. Como él, decían con la voz de George Gordon Byron, Lord Byron, “Las montañas son un sentimiento”.
Berlioz hizo trizas el establecimiento de la música, como lo definió Harold C. Schonberg en su libro “La vida de los compositores”, y fue “el primero de los verdaderos románticos” de la historia, “un déspota sin ley”. No se inclinaba ni ante dios ni ante Bach, según el músico Ferdinand Hiller, que lo describía como un hombre con “La frente grande y alta, dominando sobre los ojos hundidos; la nariz aguileña, grande y curva, los labios finos y delgados; la barbilla algo corta; la enorme mata de pelo castaño claro, contra cuya fantástica abundancia nada podía hacer el peluquero: quienquiera que hubiera visto esta cabeza nunca la olvidaría”. Berlioz era el escándalo, la contraversión y la subversión. Para Yehudi Menuhin, su manera de entender la orquesta correspondía a una nueva versión de la sociedad.
Él era el romanticismo y estaba fascinado con aquella idea. En un tiempo en el que la más grande de las orquestas estaba compuesta por 60 músicos, él reunió una de 150, aunque su sueño era dirigir una obra con 467 intérpretes: 242 cuerdas, treinta arpas, treinta pianos y dieciséis trompas. A los 26 años, en 1830, mientras preparaba su Sinfonía Fantástica, le escribió a su amigo Humbert Ferrand que acababa de sumergirse “en una pasión interminable e insaciable”, y se paralizó. La pasión por una actriz de Shakespeare, Harriet Smithson, lo había llevado a un estado de no acción y no pensamiento. Cuando ella fue a París a visitarlo, Berlioz volvió a trabajar, con frenesí, como lo confesó después. Había perdido mucho tiempo y la fecha del estreno de su obra estaba a la vuelta de los días.
Los ensayos los dirigió en un espacio en el que no cabían tantos músicos. Berlioz estaba cada día más y más alterado. La música, el amor, su deber, la fecha del estreno. Todo lo llevaba a una explosión, hasta que la orquesta en pleno decidió renunciar. La sinfonía, que en un principio se llamaba “Episodios de la vida de un artista”, se tuvo que posponer y el 5 de diciembre Berlioz salió al escenario con sus músicos y deslumbró a la crítica y la sociedad de aquellos tiempos. Victor Hugo, Niccolò Paganini, Alejandro Dumas (padre), Heinrich Heine y Smithson, por supuesto y en primera fila, aplaudieron como si nunca hubieran aplaudido. Berlioz era el protagonista de la noche, tanto físicamente como en la ficción de su sinfonía, pues él y sus estados de ánimo eran y fueron los personajes fundamentales de su creación.
Como escribió Schonberg, sentía fascinación por “la necesidad acuciante de expresarse y lo estrambótico en oposición a los ideales clásicos del orden y contención”. Berlioz compuso, peleó, se rebeló, hizo, creó y dejó sobre los escenarios un amplio manojo de preguntas que ni él ni nadie podía responder. Algunas, incluso, se contradecían. Aquellos interrogantes sin respuesta, aquellas dudas sin fin, eran precisamente lo que le daba sentido a la vida. La búsqueda, el descubrimiento, el no llegar jamás a una meta, eran sus valores y fueron los valores esenciales de los románticos, o la forma de concebir los valores. Como escribiría Friedrich Nietzsche unos años más tarde, no había hechos, sino interpretaciones. La música, la poesía, la literatura, la pintura y la escultura, y en fin, la metáfora, eran la vía para expresarlas.