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Esta es la historia de un hombre minúsculo, frágil, inseguro, que fue vencido hace tiempo, pero que solo hasta ahora se atreve a aceptar su fracaso amoroso. El reloj marca las once y diez de la noche mientras él deambula por cada rincón de su casa, esperando a que ocurra un milagro y, de repente, Inmaculada, su esposa, la mujer por la que dejó de hablar de boxeo con la esperanza de ganarse algún día su amor, entra por esa puerta.
Aunque llevan veinticinco años de casados y tienen dos hijos, Francisco, el protagonista de esta novela, jamás logró una caricia sincera o una palabra cariñosa por parte de ella. De hecho, sabe con quién está, pues desde hace dos semanas le ha revisado el celular, y ha leído los mensajes entre ella e Ignacio, su amante, el hombre que nunca dejó de amar. Él se interpuso en esa relación, fue el quiebre, y quedó atrapado en el medio de un amor que no pudo ser, debido precisamente a su intromisión. Él y solo él quiso combatir en una pelea en la que desde hacía tiempo se había anunciado al ganador.
Hace todo lo posible por no pensar en ellos, por distraer su mente, volviendo a su deporte preferido, el boxeo, que tanto miraba en la década de los setenta. Se pregunta, entonces, cómo será la vida del boxeador nicaragüense Alexis Argüello, que no era famoso solamente por sus golpes precisos y su gran agilidad para esquivar los puños de sus adversarios, sino que, además, en los momentos en que era entrevistado por los periodistas, se mostraba como un hombre seguro, autentico y brillante, tanto dentro como fuera del ring, y nunca se dejó intimidar por los micrófonos. No había una oración incoherente o floja en sus entrevistas, nunca existió una frase vacía o fuera de lugar por parte de Alexis Argüello. Siempre fue tan consecuente, profundo, asertivo.
Desde que Francisco se casó jamás volvió a exaltarse disfrutando de una pelea de boxeo. Alguna vez intentó enseñarle a su esposa sobre este deporte, explicándole con gran entusiasmo que los guantes no existían para protegerse el rostro del contrincante sino para defenderse de las manos del atacante. Sin embargo, la respuesta de ella fue clara: “El boxeo es algo detestable. Primitivo. Ruin. Lo odio. No vuelvas hablarme de esa barbarie. En mi presencia no se habla de boxeo”. Esa fue una de las primeras reglas que puso Inmaculada en su matrimonio. Entonces, a causa de su amor, su vieja pasión se disipó, se quebró, se apagó. Por eso, mientras se prepara la primera taza de café, de varias que beberá esta noche, durante su espera dolorosa y llena de incertidumbre, decide recordar los momentos en los que veía peleas de boxeo, pues era allí cuando realmente podía dejar salir su rencor, durante los quince rounds se sentía ágil, entusiasta, vivo.
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Hubo muchos boxeadores en los tiempos en los que seguía el boxeo, pero su favorito, sin duda alguna, siempre fue el venezolano Leonel Hernández, al que siempre se refirió como el campeón del mundo a pesar de que no ganó nunca este título. Siempre admiró a aquel boxeador de mechón blanco, que, por cierto, la mayoría de las personas solían confundir con el cantante mexicano Miguel Aceves Mejías. Leonel Hernández era un tipo sabio dentro del ring, atacaba cuando tenía que hacerlo y nunca se acobardó. Fueron muchas las peleas en que se atrevió a lanzarle un golpe bajo a su adversario de turno, pero, sobre todo, fueron muchas las noches en las que recibió cientos de puñetazos, y los aguantó sin quejarse jamás. Sabía retirarse de una pelea cuando no había lugar para él, cuando ya estaba perdida.
La primera pelea que observó Francisco y que se aseguró de guardar para siempre en su memoria, fue cuando Hernández se enfrentó a Argüello. El combate se llevó a cabo en el Poliedro de Caracas. Esa tarde, en compañía de su papá y de un vecino del edificio, compartían la ilusión de que el boxeador venezolano saliera victorioso, pero bastó el primer round para comprender que el nicaragüense tenía todas las de ganar. Sus puños eran sólidos, concretos, enérgicos. Mientras tanto, del otro lado del ring se encontraba Hernández, quien hacía todo lo posible por mover rápidamente el torso para evadir algunos de los golpes de Argüello.
Ambos roles eran claros: un boxeador ataca y el otro se defiende. No había terminado el tercer round y los golpes del nicaragüense cada vez eran más letales. Hernández tenía heridas en las dos cejas y, además, no podía ver por su ojo izquierdo, su rostro estaba lleno de sangre. En el siguiente round, Argüello salió como un tigre y encerró a Hernández contra las cuerdas, lanzándole un puñetazo en la barbilla. Leonel Hernández cayó al piso, comenzó el conteo.
Francisco, al ver esto, empezó a gritarle desde el otro lado del televisor a Leonel que se parara, que lo hiciera lentamente y luego le lanzara un uppercut inesperado a su rival, pero sí algo sabía Hernández, en su experiencia como boxeador, era que no siempre se obtiene la victoria, que no todos nacían para ser campeones. A lo largo de su carrera comprendió que no hay que forzar las cuerdas del destino, pues una vez se rompen hay que levantarse y seguir adelante, sin detenernos a mirar atrás. “Creo que intentó defenderse, pero cuando se reanudó el combate, Hernández comprendió que en la vida las cosas se acaban antes de que verdaderamente terminen. Lo recuerdo como un fantasma, como una silueta de aire. Los guantes cubrieron el rostro. Y luego esa lluvia de puñetazos que le cayeron de lleno hasta que el árbitro detuvo el combate para evitar que continuara la masacre”.
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Son las doce y diez de la noche y Francisco se sirve otra taza de café, recuerda el momento en que dejó que su suegra lo llamara “Ramón”. Es en esta noche espesa que se cuestiona porque dejó que lo hiciera, porque durante veinticinco años nunca fue capaz de decirle nada. En el fondo, él siempre supo que esa vida era un préstamo, algo que le robó a Ignacio, sabía, como Hernández, que no había nacido para ser campeón y había usurpado el lugar de otro. Esa era la cruda verdad, lo supo mucho antes de casarse con su adorada Inmaculada, por eso callaba, ya que temía que en cualquier momento se apareciera Ignacio y lo echara todo a perder.
Por eso dijo sí y mil veces sí cuando su suegra fingió estar enferma y tuvieron que llevarla a la luna de miel. Tampoco se opuso aquella vez en la que “Inma”, como le dice de cariño a su amada, decidió llevársela a vivir con ellos. ¿Por qué no la contradijo? ¿De qué huía? Evidentemente, temía que el pasado emprendiera un viaje en su contra y regresara con el único fin de perturbarlo, atraparlo, arrinconarlo contra las cuerdas.
“La interrupción del amor es un espanto que se supera con rapidez durante el día. Lo duro, lo infinito son las noches. En la oscuridad, el dolor se triplica; suceden la desesperación y la desesperanza. Nos abandonan solo una vez, pero durante mil y una noches nos siguen abandonando”. Cuando Ignacio volvió a Caracas y a la vida de Inmaculada, Francisco colocó el cuadro de la foto de Leonel Hernández en la pared del estudio de la casa. Esperaba alguna reacción de su esposa para poder confrontarla, para decirle que estaba al tanto de todo, pero aquella imagen del boxeador nunca llamó la atención de su esposa.
De hecho, las pocas horas que se encontraba en casa se la pasaba inmersa en el celular, pendiente de un mensaje, solo en esos momentos, cuando llegaba una respuesta del otro lado, era cuando sonreía y su vida cobraba sentido.
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Dos y media de la madrugada, Francisco vuelve a pensar en Leonel Hernández, ¿qué sería de la vida del hombre al que dejó de seguirle la pista por correr tras los pasos de una mujer? Imagina a Inmaculada en los brazos de su enemigo, la concibe desnuda en una cama diferente a la suya. Entonces se aprieta la cabeza.
Minutos después, sus pensamientos lo llevan a recordar su infancia de nuevo. Cuando comenzó a recibir clases de música, cuando aprendió a tocar el clavecín o clavicordio, y pensó en convertirse en músico. Sin embargo, un accidente le puso fin a ese sueño.
Un día, en el colegio, mientras hacía la fila para tomar agua, cuando era su turno, un chico lo empujó con la intención de beber agua antes que él. Entonces, lleno de ira, Francisco se volteó y le lanzó un puño, con la mala suerte de que su adversario fue mucho más rápido que él y lo esquivó, por lo que su mano chocó directamente contra la pared, terminando con su carrera en la música, dándole otra derrota en la vida.
Su mente también evoca aquellos momentos en los que se sentaba a leer las páginas del periódico y al llegar a la sección de deportes, las pasaba de largo para no caer en la tentación de acercarse al boxeo de nuevo, también ocurrió muchas veces que cuando prendía la radio y el locutor anunciaba una pelea, la apagaba en seguida. Fueron miles de noches en las que imaginó que, al alejarse de su deporte favorito, algún día Inmaculada lo amaría, que a lo mejor una noche llegaría a susurrarle palabras cariñosas al oído. Respira profundo, bebe otra taza de café y comprende, por fin, que “La vida que nos corresponde termina por alcanzarnos, no importa lo rápido que seamos capaces de correr”.
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