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Lo que llaman literatura negra termina siendo un relato más fidedigno del comportamiento humano que cualquier otro género creado por los académicos. Por medio de Mandrake o de Gustavo Flavio, los álter ego de Rubem Fonseca, este escritor brasileño logró narrar lo que él mismo vivió dentro del cuerpo de la polícia de Río de Janeiro.
En contra de lo que sería su voluntad, las páginas de la prensa hoy estarán hablando sobre él alrededor del mundo para que los lectores recuerden y reconozcan lo que su literatura reveló sobre la corrupción inherente de nuestra naturaleza, sobre los crímenes que se reinventan en una cotidianidad que desde el mismo alba ya expresan una violencia que se reinventa y que no deja de construir laberintos y aristas.
De Agosto, El caso Morel, El gran arte, Feliz año nuevo o Vastas emociones provienen las voces de la ignominia, de la marginalidad. Las calles, tan oscuras como las mismas historias, muestran que en lo público se reúnen los sospechosos, los que ya no son vistos como desconocidos, sino como verdugos y victimarios en potencia que hacen de la violencia el desahogo de un tiempo donde la cordura es lo anormal y es lo extinto.
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De las grandes convenciones surgen sombras arropadas de una nueva injusticia. El fenómeno del mercado del Boom en América Latina dio la impresión de haber arrinconado a otros escritores que fueron tan valiosos como los que terminaron en ese grupo asediado por los medios de comunicación. Y de esas mismas sombras, como si se reafirmara el lugar mismo desde el que escribió, se hizo la literatura de Fonseca, de un artista que también mostró la variabilidad del mal en el cine por medio de sus guiones, de un estilo que se complementaba en ambos espacios en blanco y que lograba otorgarle mayor versatilidad y ritmo al suspenso que camina al lado de una investigación criminal.
Más allá de los escritorios atiborrados de papeles, de los estrados judiciales y de las calles manchadas de sangre, que son cercadas por las unidades policiales y de criminalística, Rubem Fonseca construyó su literatura por dos elementos que terminan siendo pilares en la edificación de una obra justificada por la conciencia: la soledad y la realidad oculta.
Su constante huida de los medios, de los reflectores que terminan por darles a las artes una vanidad que no han buscado, era otro escudo de su individualidad. Además de querer caminar por las calles de los crímenes y la pobreza que se niega sin inquietud alguna, el brasileño estuvo siempre al margen de cualquier figura que iluminara su visión de un mundo que se perdió en su tiempo. Reafirmó más que nunca que el aislamiento y el silencio son aliados de la escritura, de los momentos en los que se logra auscultar en la sociedad que nos interpela y nos hace reclinar cualquier esperanza hacia la bondad de los desconocidos.
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Su mayor logro fue mostrar que los submundos resultan no estar bajo la superficie y, por ende, dejan de ser submundos en el momento mismo en que se reconoce que la pobreza, la marginalidad y la muerte son paisajes recurrentes, verdades de una inmensa mayoría, y no una realidad lejana que pretende ser mostrada de esa manera por el capital y la misma vergüenza que expresan los mismos individuos frente al carecer, pues el mismo sistema hizo creer que el pecado era no enaltecer la opulencia.
Un orden contrario, un orden cuestionado en personajes que reflejan que el mal del mundo habita más en las esferas del Estado que en las casas de aluminio y en los callejones sin luz. Los personajes que visten uniformes que aparentan justicia y los hombres de vestido que parecen ser inocentes y cuerdos son los que terminan volcando cualquier intención de mostrar que el bien perdura y que la locura y la muerte solo llegan como consecuencias naturales de nuestra finitud.
Desde los 38 años no dejó de escribir. Dedicó más de la mitad de su vida al ejercicio que termina por ser la catarsis de los vencidos, de los que saben reconocer que también se es grande cuando se es capaz de habitar con el cansancio de una época enmarañada por lo superficial.
En Corazones solitarios, cuento escrito en 1975 por Rubem Fonseca, uno de los personajes dice: “Graba esto en tu corazón, Solitaria de Santa Cruz: ni dinero, ni belleza, ni juventud, ni una buena dirección dan felicidad. ¿Cuántos jóvenes ricos y hermosos se matan o se pierden en los horrores del vicio? La felicidad está dentro de nosotros, en nuestros corazones. Si somos justos y buenos, encontraremos la felicidad. Sé buena, sé justa, ama al prójimo como a ti misma, sonríe al tesorero del INPS cuando vayas a recibir tu pensión”.
Pequeños resquicios de enseñanzas que quedan tras ver cómo el éxito que señalan en la publicidad termina siendo la condena a un sinsentido, a un hades que se ha instalado sin que lo hayamos notado en nuestro contexto. Esas verdades negras y crudas, atravesadas por un humor y unas ideas de las mismas características, conquistan las novelas y los cuentos de un brasileño que reinventó el llamado género noir, y que más que reinventarlo desde América Latina, lo terminó de situar como una narrativa más de estos territorios despojados de toda ética. Un relato pesimista es lo que termina reflejándose, pero ni Mandrake, las balas, las puñaladas, los dineros sucios y la indiferencia permiten cambiar la perspectiva. Una sensación de escalofrío y un escozor como sensaciones que acompañan las lecturas que hacemos de Fonseca son las que se normalizaron en todo este tiempo. La violencia del día a día, la que resulta más cruel y sangrienta que la de la guerra, se vuelca a una literatura que durante el siglo XX se hizo visible por su misma correspondencia con los hogares y los pasadizos que recorremos mientras la vida se pasa en cumplir con los mandamientos de un triunfo ausente de trascendencia.