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Hablar de El Espectador es hablar de periodismo. Esta perogrullada inicial, que tiene pinta de greguería, intenta señalar que el periodismo, así a secas, ha sido, es y será el único principio y fin de este periódico que el pasado 22 de marzo cumplió 135 años de existencia. Ese periodismo es naturalmente investigativo, ético, innovador, comprometido con la sociedad, y, así hoy quieran poner separaciones radicales, también es militante, su causa es la búsqueda de la verdad.
El primer ejemplar de El Espectador se imprimió en la Calle del Codo en Medellín. Y apenas el periódico incomodó a los poderosos fue censurado. Incluso, el clero señaló que quien lo leyera cometía el pecado de informarse y quedaba muy cerca de la excomunión. Las banderas liberales, que en aquel momento sí eran de pensamiento y de partido, se trasladaron a Bogotá en 1914. Luego, la violencia que siempre estuvo en las trochas llegó a las calles de la capital. Asesinaron a Gaitán, incendiaron el periódico y en 1952 llegó el director, a mi gusto, más emblemático de su historia: Guillermo Cano.
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Guillermo Cano formó un dream team. En esa sala de redacción, hoy seminal para cualquier escuela de periodismo latinoamericano, se unieron Guillermo Cano, Eduardo Zalamea Borda y José Salgar. Estos tres pilares marcaron la ética, la estética –muchas veces con préstamos literarios– y la investigación como deberes fundamentales del trabajo periodístico. Por eso, si existe una religión periodística en Colombia, estos tres son su santísima trinidad; eso sí, de Santos, ni el apellido.
El olfato de Guillermo Cano y “Relato de un náufrago”
En 1954 Colombia estaba bajo el régimen militar de Rojas Pinilla. La prensa libre peligraba y la mordaza se imponía. Cuanto más brillaban los soles y las estrellas militares, más se oscurecían las libertades. Ese escenario fue el que se encontró un joven cuentista/periodista cataquero, Gabriel García Márquez. Gabo llegó a pulirse con Cano, Zalamea y Salgar. Eduardo Zalamea era quien más animaba la vena literaria de Gabo. Salgar le entrenaba la escritura periodística. Y Cano le enseñó a buscar nuevas formas de contar historias ya contadas.
“Tal vez en ninguna ocasión me incliné con tanto respeto ante el olfato profesional de Guillermo Cano… Solo Guillermo Cano se empecinó en que se hiciera el reportaje, en la que fue quizás la única ocasión en que casi me obligó a cumplir una orden”.
Gabriel García Márquez
Unos meses después del estreno de Gabo en la redacción, ya en 1955, llegó el marinero Luis Alejandro Velasco a contar su historia refrita. El mismo García Márquez lo reseñó: “Tal vez en ninguna ocasión me incliné con tanto respeto ante el olfato profesional de Guillermo Cano… Solo Guillermo Cano se empecinó en que se hiciera el reportaje, en la que fue quizás la única ocasión en que casi me obligó a cumplir una orden. Nunca en mi vida he empezado algo con menos ganas, seguro de que nadie lo iba a leer, y hasta con un deseo de fracasar para demostrar mi razón”.
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Guillermo Cano era un sabueso. Le entregó, a un Gabo desganado, la historia periodística de su vida, al menos hasta ese momento. El resultado fue una narración por entregas que se publicó durante 14 días ininterrumpidos. Con “Relato de un náufrago” los géneros periodísticos entraron en tensión, porque lo que fue noticia se contó con escenas de crónica, datos de reportaje, ángulos de perfil, adjetivos de columna de opinión, estructura de entrevista y préstamos de la literatura de ficción. El periodismo empezó a abandonar la rigidez.
Toneladas de tinta se han escrito sobre este relato, pero una voz más que autorizada para testificar lo que sucedió es la de José Salgar. Gracias a un pedido del escritor puertorriqueño Héctor Feliciano, el jefe de redacción de Gabo escribió: “Difícil decir algo nuevo, porque ese cuento está tan refrito como estaba el del náufrago el día que fue a ofrecerlo a El Espectador. Incontables veces se ha descrito una noticia que tuvo impacto rutinario, pasó pronto a la nevera de los diarios y fue rescatada, con recursos literarios y emoción caribe, con tres resultados sorprendentes. El primero, elevar la circulación del periódico. El segundo, revelar secretos sobre el contrabando en el barco en que viajaban los náufragos, lo que contribuyó al derribamiento del gobierno dictatorial de ese momento en Colombia. El tercero, y más importante, fue dejar un documento ejemplar de la elevación del periodismo a la categoría de nuevo género literario. Si el ángel de la guarda de Gabo me lo permite, puedo agregar que del relato del náufrago saltó la chispa literaria que veintisiete años después lo llevó a recibir el Nobel”.
El lápiz rojo de Salgar y la nueva pirámide de Gossaín
Es imposible hablar de 135 años de El Espectador sin mencionar al mítico jefe de redacción José Salgar. Para recordarlo, la palabra de uno de sus alumnos más destacados es fundamental. Dicen que el lugar de nacimiento marca el destino de cada quien y esta premisa se comprobó con Juan Antonio Gossaín Abdallah, quien nació en uno de los pueblos con el nombre más poético de América: San Bernardo del Viento.
“Cuando le llevé mi primera crónica me preguntó: ‘¿Cuál es el párrafo más genial?’, le señalé uno y lo borró con el lápiz rojo. Me dijo que el periodismo no es para párrafos geniales, sino para contar las cosas”.
Juan Gossaín
Juan Gossaín aterrizó en Bogotá el 1 de septiembre de 1969. El aprendiz de periodista tenía 20 años y llegó a las manos de Salgar y compañía. Ya no era la Bogotá de Rojas Pinilla, ahora el Frente Nacional gobernaba. El poder cambiaba del trapo rojo al azul sin vergüenza alguna. Gossaín, sin estudiar periodismo en una facultad universitaria, aprendió de dos maestros. Él mismo les contó hace poco esos inicios a los periodistas y académicos Alberto Martínez y Óscar Durán. Ellos escribieron el libro Juan, el hijo de Juan: Gossaín según Howard Gardner. El alumno de Salgar, cuando supo de esta mezcla periodística y académica, les dijo a los autores con honestidad y sello caribe: “Confieso que no conocía a Gardner y su estupenda teoría sobre la creatividad y los seres excepcionales (lo que no entiendo es qué hago yo ahí)”.
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En los diálogos de ese texto, Gossaín dejó huella de su época de novicio periodístico: “Cuando jóvenes, los periodistas caminamos tanteando la pared para no tropezarnos, tocando para que no haya un mueble atravesado, y si usted encuentra un lazarillo como los que yo encontré en ese comienzo, queda infinitamente agradecido. Imagínese, yo tuve a los 20 años al mártir Guillermo Cano de primer director, y tuve a José Salgar, que es el más grande formador de periodistas que ha habido en la historia de Colombia, como jefe de redacción. Imagínese los debates sobre ética profesional que lideraba Guillermo Cano o las lecciones de rigor periodístico que impartía Salgar”.
Salgar, diría Gossaín, fue quien le enseñó esa máxima del periodismo que, aunque use los recursos literarios para su estética, nunca debe confundirse con la ficción, pues en el periodismo no se escribe sobre personajes, se escribe sobre personas. El mismo Salgar le capó, como se decía en esa redacción, la elucubración literaria a Gossaín. El hijo de San Bernardo del Viento se lo contó así a la periodista María Alexandra Cabrera en entrevista para la revista Bocas: “Cuando le llevé mi primera crónica me preguntó: ‘¿Cuál es el párrafo más genial?’, le señalé uno y lo borró con el lápiz rojo. Me dijo que el periodismo no es para párrafos geniales, sino para contar las cosas”.
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La poética periodística de Gossaín terminó la tarea iniciada por Gabo. Sus recursos literarios –aterrizados por el lápiz rojo–, su sabor caribe y su rigor periodístico se fundieron y revolvieron el periodismo de géneros rígidos y pirámides invertidas. Aun hoy muchos teóricos insípidos no se han percatado que desde 1969 se hace un periodismo diferente que se resistió a los géneros y tomó lo que más le servía de cada uno para innovar; eso hizo Gossaín. Así se lo narró a Martínez y Durán: “Al mes de estar trabajando en el periódico de los Cano, salió publicada una nota en el Magazín Dominical del mismo diario, firmada por un intelectual de nombre Gonzalo González, GOC, con el título: ‘Juan Gossaín, el hombre que enderezó la pirámide’. Yo no entendía nada [...] y me puse a leerlo: ‘El periodismo –decía la nota– es una pirámide invertida, la base de la parte ancha queda hacia arriba. ¿Qué pasó?, ¿dónde pasó?, y ¿cómo pasó? Y se va angostando hasta extinguirse en el vértice. Y este señor la enderezó, empezó por lo menos importante y la base la dejó al final’. Le confieso que yo no comprendí, porque no me alcanzaba la entendedera para eso. Mucho tiempo después vine a saber qué era”.
La cobardía del terrorismo y la inmortalidad de la ética de Guillermo Cano
Gossaín, por simpatizar con la Revolución Cubana, tuvo que dejar El Espectador. Llegaron los setenta y ochenta. El narcotráfico se tomó Colombia. Las bombas, los atentados y el dinero de la droga intentaron amedrentar al país y comprar la dignidad, la ética y la libertad de prensa. Muchos se vendieron, pero El Espectador no. Los carteles mandaban y la coca creció como arroz. El Espectador señaló, más que a periodismo puro, a puro periodismo, el enorme problema que tendría la sociedad colombiana si se doblegaba ante el dinero del narco. A Guillermo Cano no le tembló el pulso jamás y reveló los nexos del narco con la política. Denunció con nombre propio, como debe ser, al capo Pablo Escobar. Escobar lo anotó en su agenda…
“Oí, casi en secreto, la voz trémula de Mercedes: “Mataron a Guillermo Cano”...Lo único que se me ocurrió entonces, ofuscado por la conmoción, fue el mismo impulso instintivo de siempre: llamar por teléfono a Guillermo Cano para que me contara la noticia completa, y para compartir con él la rabia y el dolor de su muerte”.
Gabriel García Márquez
Entre tanto, el periódico de la Calle del Codo estaba próximo a cumplir un siglo. Guillermo Cano preparaba un especial y contactó, vía María Jimena Duzán, a Gabo para que escribiera en esa edición centenaria. El contacto se dio el 17 de diciembre de 1986. Todos, menos Pablo Escobar y sus sicarios, ignoraban que ese sería el último día de Guillermo Cano. Las balas cobardes del narco mataron a Guillermo Cano, pero ignoraron que no existe suficiente plomo en el mundo para eliminar el periodismo digno, ético e investigativo, prueba de ello es que 36 años después, El Espectador sigue de pie y vigente.
García Márquez le cumplió a Guillermo Cano y, en la edición centenaria del 22 de marzo de 1987, publicó: “Durante casi cuarenta años, a cualquier hora y desde cualquier parte, cada vez que ocurría algo en Colombia, mi reacción inmediata era llamar a Guillermo Cano por teléfono para que me contara la noticia exacta. Siempre, sin una sola falla, salía al teléfono la misma voz: ‘Hola, Gabo, qué hay de vainas’. Un mal día del diciembre pasado, María Jimena Duzán me llevó a La Habana un mensaje suyo, con la solicitud de que escribiera algo especial para el centenario de El Espectador. Esa misma noche, en mi casa, el presidente Fidel Castro estaba haciéndome un relato absorbente en el curso de una fiesta de amigos, cuando oí, casi en secreto, la voz trémula de Mercedes: “Mataron a Guillermo Cano”. Había ocurrido quince minutos antes, y alguien se había precipitado al teléfono para darnos la noticia escueta. Apenas si tuve alientos para esperar, con los ojos nublados, el final de la frase de Fidel Castro. Lo único que se me ocurrió entonces, ofuscado por la conmoción, fue el mismo impulso instintivo de siempre: llamar por teléfono a Guillermo Cano para que me contara la noticia completa, y para compartir con él la rabia y el dolor de su muerte”.
El periodismo de Silvia Galvis
El Espectador siguió batallando y por intermedio del jefe de redacción de los noventa, Juan Pablo Ferro, Silvia Galvis Ramírez llegó a opinar con criterio, enciclopedia y verraquera. Entre 1991 y 1997, la columna de Silvia dictó cátedra de periodismo, pero, sobre todo, defendió el oficio que ya en esa época era profesión. Su disciplina periodística hizo que Lola Salcedo escribiera que Silvia era “la mujer con los ovarios mejor puestos” y que sus columnas son “un curso de ciudadanía, de derechos civiles y valentía, y por supuesto de periodismo”.
“(Un) periodismo en contravía, irreverente, impopular, libre y antioficialista… nos pertenece a todos los que creemos en la libertad, en la crítica, en el ejercicio de la inteligencia, en el derecho de disentir, en la irreverencia y en el recurso providencial del humor”.
Silvia Galvis
Silvia fue enfática y frentera. Nacer con privilegios y dentro de la clase gobernante nunca le impidió señalar, con argumentos y razón, a esa misma clase dominante. En 1995, afiló sus palabras y redactó: “En síntesis, lo que la politiquería quisiera sería llevar la libertad de prensa en el bolsillo trasero del pantalón para sentarse en ella… Es que a los dueños del poder (cuya autoridad anda por ahí, vuelta hilachas) no les cabe en la cabeza que la prensa consagrada a la defensa de los intereses de la política es, por naturaleza, la negación misma del periodismo. Claro, periodistas hay que con los poderosos son sólo inclinaciones y sonrisas, pero por el bien de Colombia, esperemos que sean la excepción y no la regla”.
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Sus palabras, definitivamente, tienen vigencia absoluta. Hoy vemos cómo el periodismo, en muchas ocasiones, calla por conveniencia, por pauta, por puestos en ministerios y embajadas, o por cercanía familiar con delincuentes. Silvia lo vio y lo anticipó. Por eso, es fundamental traer sus reflexiones al presente, en el que la labor periodística está cada vez más desprestigiada: “Un par de cosas deben quedar claras: que la responsabilidad social del periodista consiste en decir lo que sabe y la irresponsabilidad radica en guardar silencio; que un país sin prensa libre -o por lo menos locuaz- es un país donde los ciudadanos no tienen posibilidad de participar en la vida nacional ni ejercer la fiscalización moral a que tiene derecho ni siquiera rajando de los gobernantes en el café”.
Leer a Silvia, bien podría verse como si el Cano de hoy, Fidel, la hubiese invitado para escribir en la edición especial de estos 135 marzos. Silvia le cumplió antes y publicó un 17 de diciembre, fecha dolorosa e histórica para la memoria, pero de 1995. En su columna dejó de puño y letra sobre El Espectador: “La posibilidad, por remota que sea, de que empiece a tambalear esta tribuna por desgaste de sus cimientos económicos, que no periodísticos, preocupa, e inclusive angustia, a quienes vivimos con la convicción de que no existe un medio de comunicación similar en el país”. A esta conclusión, la bumanguesa llegó porque consideraba que El Espectador era más que crucial para la sociedad, pues para ella ahí se hacía [hace] un “periodismo en contravía, irreverente, impopular, libre y antioficialista… nos pertenece a todos los que creemos en la libertad, en la crítica, en el ejercicio de la inteligencia, en el derecho de disentir, en la irreverencia y en el recurso providencial del humor”.
Solo me resta por decirles a todos los que han creado lo que hoy es El Espectador, de veras, muchas gracias por estos 135 marzos.