Agustín de Hipona nació en una provincia del Imperio romano en el norte de África en el año 354, cuando el cristianismo todavía era una comunidad minoritaria y perseguida. Cuando era un joven incrédulo, impetuoso y entregado a los placeres mundanos, en Roma tuvo lugar un evento que cambió el rumbo de la historia del mundo: en el año 380, el emperador Teodosio declaró al cristianismo la religión oficial del Imperio. Este pecador convertido a la fe no pudo haber imaginado que sus ideas y creencias serían fundamentales en un prolongado e incontenible proceso global de cristianización. El núcleo de la teología agustiniana, la noción platónica y cristiana de una única verdad, le dio sentido religioso al talante imperial del mundo occidental.
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La obra de Agustín de Hipona (354-430), como la teología en general, tuvo el propósito de buscar una defensa racional de la fe. Los fundamentos filosóficos del pensamiento de san Agustín y en gran medida de la teología cristiana se encuentran en su particular interpretación de la filosofía de Platón. El platonismo supone que el mundo material es una simple apariencia transitoria y que todo lo que percibimos con los sentidos es el reflejo de un mundo de ideas eternas e inmutables. De manera que es la razón, y no la experiencia, la que nos conduce a la verdad. No obstante, las ideas de Platón tuvieron que ser ajustadas al dogma cristiano. Las formas inmutables que conforman la realidad no podrían preceder al creador, de manera que las ideas eternas del platonismo debieron ser entendidas como las ideas de Dios.
Philippe de Champaigne, en su retrato del santo pintado en 1650, nos enseña elementos centrales de su pensamiento. Agustín, con un ostentoso traje de obispo y rodeado de libros, sostiene en la mano izquierda un corazón en llamas, emblema de su pasión por la verdad. El corazón inflamado también evoca la idea del Sagrado Corazón de Jesús, que se comunica con la mente de Agustín. La razón humana a su vez se conecta con una fuente divina de luz de la cual emana la verdad. La imagen muestra la conexión entre el amor por el conocimiento, la fe, la iluminación divina y la inteligencia humana. Para Agustín, la verdadera religión se fundamenta en esta relación entre fe, razón y amor a la verdad, que en últimas es el mismo amor de Dios y el amor a Dios.
El obispo de Hipona tiene en la mano derecha una pluma, que le permite poner en palabras la sabiduría divina encarnada en Cristo, quien ha dicho: “Yo soy la luz del mundo”. Con sus pies parece mancillar algunos libros o papiros cuyos autores son visibles: Pelagio y sus seguidores, quienes negaban la necesidad de la gracia divina para alcanzar la salvación, lo cual era contrario a la experiencia de Agustín, quien nos narra cómo fue liberado del pecado gracias al poder de la gracia de Cristo. Las ideas de Pelagio sobre la bondad natural de los hombres y su versión del libre albedrío fueron condenadas como herejías por la Iglesia católica.
Parte del encanto de la obra de Agustín se debe a elementos biográficos que definen la retórica de su libro Confesiones. De primera mano, cuenta la historia de un ser humano, muy humano, seducido por los placeres terrenales y la filosofía pagana; un alma perdida que, a pesar de las enseñanzas de su piadosa madre, repudia la religión, lo cual lo hace profundamente infeliz. Su madre, Mónica, hoy considerada santa por la Iglesia católica, se convirtió en la imagen de una devota madre que le ayuda a su hijo a encontrar la salvación en el amor de Cristo. El mismo Agustín, arrepentido de no haberla escuchado antes, se refiere a sí mismo como “el hijo de las lágrimas de su madre”. Confesiones es una conmovedora historia de conversión moral, filosófica y religiosa; una apasionada historia de amor escrita para mostrar el camino a la verdad, la belleza y el bien, que para su autor son una y la misma cosa.
En primera persona, Agustín le escribe a Dios y en un tono sincero narra sus vivencias y reflexiones para recrear una épica batalla entre el bien y el mal que vivió en carne propia y que, de forma poética y profunda, le permitió compartir con sus lectores el camino a la verdad, el amor y la plenitud. Confesiones es un testimonio personal de quien se rindió frente a las tentaciones mundanas, pero también la lucha de una mente obstinada que nos muestra la tortuosa, aunque gratificante, búsqueda de sentido existencial. La verdad revelada por Jesús es a la vez la belleza y el bien absolutos y, por lo tanto, la fuente de una vida plena y feliz. Su único reproche fue no haberla descubierto antes y arrepentido se lamenta: “Tarde te amé”.
Agustín viajó a Italia y se familiarizó con autores seguidores del platonismo como Plotino (205-270), en quien encontró el camino para combatir la incertidumbre y las ideas paganas que adoptó en su juventud. El primer gran obstáculo en el arduo camino a la verdad es el escepticismo de quienes niegan la posibilidad de conciliar la razón y la fe. “Muchas veces me pareció que nunca podemos encontrar la verdad; pero otras veces, haciendo uso de mis mejores capacidades, reflexioné sobre la fuerza de la mente humana, lo sabia y profunda que puede ser…”. Esta primera dificultad la supera anticipándose a René Descartes al descubrir que hay una primera verdad incuestionable en la necesaria existencia de la mente que duda. La afirmación “si me engaño existo” es una verdad incuestionable con la cual se contradice la máxima del escepticismo académico: la verdad es inalcanzable. Es posible vencer la frustración de los académicos; pero, a diferencia de Platón y la filosofía secular, Agustín consideró que la razón sola no es suficiente para encontrar la verdad y nos recuerda la sentencia bíblica: “Si no crees, no entenderás” (Isaías, 7-9).
En la búsqueda de la verdad, la fe precede a la razón, pero no la sustituye; es la fe la que prepara a la razón para entender. De manera que las dos máximas agustinianas: Crede ut intelligas (cree para comprender) y Intellige ut credas (comprende para creer) se presentaron como compatibles y complementarias.
La posibilidad misma de creer y entender tiene una estrecha relación con el amor. En su sermón sobre la epístola de san Juan nos dice: “El amor es una perla preciosa que, si no se posee, de nada sirven el resto de las cosas, y si se posee, sobra todo lo demás”. De manera que la filosofía adquiere en Agustín un sentido particular: “Filósofo, según lo indica el nombre, quiere decir amante de la sabiduría. Ahora bien, si la sabiduría es Dios, por quien todo ha sido hecho, como nos lo dice la autoridad y verdad divinas, el verdadero filósofo es el que ama a Dios”.
La influencia de san Agustín es única en la historia del pensamiento occidental no solo porque ha sido un referente obligado para la teología cristiana, sino porque su obra también ha sido de central importancia para pensadores como Lutero, Descartes, Hegel, Comte, Kierkegaard, Wittgenstein y Arendt, entre otros.