El Magazín Cultural

Sangre, chiflidos y arena

La noticia no salió reseñada en ningún medio colombiano, como si los 50 o más muertos de aquella tarde de domingo de febrero del 56 hubieran sido la simple locura de un novelista.

Fernando Araújo Vélez
28 de mayo de 2019 - 08:33 p. m.
La noticia, publicada en El Colombiano, uno de los pocos diarios no censurados por el gobierno de Rojas Pinilla, reseñó los sucesos de febrero del 56 en una página interna.  / Archivo
La noticia, publicada en El Colombiano, uno de los pocos diarios no censurados por el gobierno de Rojas Pinilla, reseñó los sucesos de febrero del 56 en una página interna. / Archivo

La persona que no había gritado era rodeada y agredida a patadas, puños y manoplazos. Después la entregaban a la policía uniformada que en muchos casos continuaba con el mismo tratamiento. Los cuerpos ya inanimados de las víctimas eran arrojados, graderías abajo, y luego tirados abajo al callejón (Carlos Villar Borda).

Después lo empujaron y cayó sobre la baranda y ahí quedó colgado mientras estos hombres lo seguían golpeando (Luz Bernal).

“Se los tragó la tierra”, diría décadas más tarde el historiador Antonio Montaña. Se los llevaron de la plaza en carretillas, como a los toros de lidia, y luego los subieron a camiones fantasmas que los depositaron en los hospitales más lejanos de Cundinamarca. La orden del Presidente había sido que les dieran a los irrespetuosos “un escarmiento”. Por lo menos, eso fue lo que dijeron los generales. No obstante, el ejército molió a punta de palos, cachiporras, manoplas y varillas a quienes ese 4 de febrero silbaron en los tendidos de la Santamaría a María Eugenia Rojas, la hija del general.

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La historia había comenzado a desarrollarse una semana antes. Germán Espinosa escribiría que “cierto domingo, cuando todos esperaban el toque de clarín con que habría de iniciarse el espectáculo, María Eugenia hizo entrada en uno de los tendidos de sombra. El público, por una de esas reacciones que se producen cuando el individuo se constituye en masa, la rechifló por largo rato”. Siete días más tarde todo sería distinto, porque el ejército infiltró a varios de sus agentes y los regó por la gradería. Entonces apareció de nuevo la hija del general, y Espinosa escribió: “El muy equilibrado y objetivo periodista Carlos J. Villar Borda —presente en el coso— me aseguraba, años después, que no hubo menos de 600 muertos aquella tarde”.

Los cadáveres eran arrojados en la arena y sacados luego en camiones, sin que jamás se supiera dónde fueron sepultados o, acaso, abandonados. Amordazaron a los médicos y las enfermeras, desaparecieron los rastros. Montaña relató que la mayor preocupación de los militares y del mismo Rojas Pinilla eran los corresponsales de la prensa extranjera, que podrían enviar sus despachos al mundo por telégrafo y evadir así la censura. Intentaron callarlos, recordándoles ciertos favores o ciertas debilidades. Sin embargo, no todos eran comprables o silenciables. Espinosa recordaba que Villar Borda, director de corresponsales de la UPI, “transmitió al mundo la información, mas —para salvar la vida— debió abandonar el país esa misma noche”.

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Esa noche, poco antes de las siete, el ministro de Gobierno, Lucio Pabón Núñez, dijo por la radio que “lo sucedido en la plaza de toros esta tarde se trata de un complot comunista para desacreditar el país internacionalmente. No es cierto que hubiera habido muertos. Los hechos se sucedieron cuando, a la entrada de la hija de Su Señoría, el Excelentísimo señor Teniente General Presidente, la plaza entera se puso en pie dando vivas al gobierno y a la familia presidencial, ocasión ésta que aprovechó un minúsculo grupo para provocar desórdenes que fueron dominados sin violencia”.

El Diario de Colombia, periódico oficial de la dictadura, calificó los hechos como “triviales y baladíes, de ocurrencia cuotidiana”. El Catolicismo, mientras tanto, se preguntaba: “¿En qué cabeza civilizada pudo nacer la idea de aleccionar a golpes de manopla y cachiporra?”. Para el cardenal Crisanto Luque, la Santamaría se convirtió ese día “en el escenario de un espectáculo harto más sangriento que las suertes de la tauromaquia”.

Los rumores de sangre y muerte desbordaron las calles, hasta que la situación se hizo imposible para Rojas. Ya antes, en junio del 54, había tenido que cargar con la cruz de los cientos de estudiantes asesinados por sus fuerzas del orden durante una manifestación en el centro de Bogotá. En enero del 58, la Plaza de Toros se deshizo en ovaciones hacia Alberto Lleras Camargo, quien algunos meses después asumiría la Presidencia. Rojas era historia. Los turbios sucesos protagonizados por sus fuerzas de represión, más algunos negocios que se hacían y deshacían en sus haciendas de Melgar, habían ido minando su popularidad. Poco antes de que le cediera el poder a una Junta (compuesta por el general Gabriel París Gordillo, el brigadier general Rafael Navas Pardo, el brigadier Luis Ernesto Ordóñez Castillo, el mayor General Deogracias Fonseca Espinosa y el contralmirante Rubén Piedrahíta Arango) en junio del 57, los círculos periodísticos e intelectuales cantaban bajo cuerda: “El 13 de junio, la Virgen María, cambió al Presidente, por un policía”.

Pasado el tiempo, fallecidos ya Rojas Pinilla y algunos de los protagonistas de la masacre de la Santamaría, la plaza se encendió en varias oportunidades más. En unas, porque las asociaciones defensoras de animales protestaron con pancartas y altavoces por lo que consideraban una barbarie. En otras, por la presencia en los tendidos de figuras públicas cuyas declaraciones o gestos habían sido mal tomados, como Ana Milena Muñoz de Gaviria en los 90, poco después de que ciertos medios difundieran que la entonces Primera Dama había propuesto que se le donaran algunas piezas del Museo del Oro a Gran Bretaña.

La última rechifla tuvo como destinatario a Andrés Pastrana Arango, pero no pasó de ser eso, una resonante rechifla. Esa tarde de domingo no hubo atropellos ni heridos ni muertos ni camiones fantasmas.

El 27 de enero de 2008, desde los tendidos de sombra, una señora increpó a César Rincón porque el maestro no pudo redondear la faena que deseaba. A su primer toro manso, demasiado manso e irregular, le siguió otro similar. Rincón no le dio demasiadas vueltas a su asunto en el ruedo, y despachó, rápido, a sus dos enemigos. La señora le gritó que se retirara, que ya era tiempo de que se fuera, que le dejara su lugar a quienes venían detrás, y se largó en una serie de improperios.

Por un instante, los antiguos y crudos sucesos retornaron a la plaza. Hubo un silencio, roto después por silbidos y abucheos que bajaban de las graderías de sol, primero, y de las localidades de sombra. A la señora le gritaron, “irrespetuosa”, “ignorante”. En esos momentos Rincón era mucho más que un torero. Era la encarnación de la patria metido en un traje de luces. El bochorno terminó con la noche. No obstante, por los alrededores de La Santamaría se respiraba un agrio tufillo a nacionalismo exacerbado, que como decía Espinosa, “se debía a una de esas reacciones que se producen cuando el individuo se constituye en masa”.

Por Fernando Araújo Vélez

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