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                                                                                                                              Sangre, chiflidos y arena

                                                                                                                              La noticia no salió reseñada en ningún medio colombiano, como si los 50 o más muertos de aquella tarde de domingo de febrero del 56 hubieran sido la simple locura de un novelista.

                                                                                                                              Fernando Araújo Vélez

                                                                                                                              La noticia, publicada en El Colombiano, uno de los pocos diarios no censurados por el gobierno de Rojas Pinilla, reseñó los sucesos de febrero del 56 en una página interna. / Archivo

                                                                                                                              La persona que no había gritado era rodeada y agredida a patadas, puños y manoplazos. Después la entregaban a la policía uniformada que en muchos casos continuaba con el mismo tratamiento. Los cuerpos ya inanimados de las víctimas eran arrojados, graderías abajo, y luego tirados abajo al callejón (Carlos Villar Borda).

                                                                                                                              Después lo empujaron y cayó sobre la baranda y ahí quedó colgado mientras estos hombres lo seguían golpeando (Luz Bernal).

                                                                                                                              “Se los tragó la tierra”, diría décadas más tarde el historiador Antonio Montaña. Se los llevaron de la plaza en carretillas, como a los toros de lidia, y luego los subieron a camiones fantasmas que los depositaron en los hospitales más lejanos de Cundinamarca. La orden del Presidente había sido que les dieran a los irrespetuosos “un escarmiento”. Por lo menos, eso fue lo que dijeron los generales. No obstante, el ejército molió a punta de palos, cachiporras, manoplas y varillas a quienes ese 4 de febrero silbaron en los tendidos de la Santamaría a María Eugenia Rojas, la hija del general.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              La historia había comenzado a desarrollarse una semana antes. Germán Espinosa escribiría que “cierto domingo, cuando todos esperaban el toque de clarín con que habría de iniciarse el espectáculo, María Eugenia hizo entrada en uno de los tendidos de sombra. El público, por una de esas reacciones que se producen cuando el individuo se constituye en masa, la rechifló por largo rato”. Siete días más tarde todo sería distinto, porque el ejército infiltró a varios de sus agentes y los regó por la gradería. Entonces apareció de nuevo la hija del general, y Espinosa escribió: “El muy equilibrado y objetivo periodista Carlos J. Villar Borda —presente en el coso— me aseguraba, años después, que no hubo menos de 600 muertos aquella tarde”.

                                                                                                                              Los cadáveres eran arrojados en la arena y sacados luego en camiones, sin que jamás se supiera dónde fueron sepultados o, acaso, abandonados. Amordazaron a los médicos y las enfermeras, desaparecieron los rastros. Montaña relató que la mayor preocupación de los militares y del mismo Rojas Pinilla eran los corresponsales de la prensa extranjera, que podrían enviar sus despachos al mundo por telégrafo y evadir así la censura. Intentaron callarlos, recordándoles ciertos favores o ciertas debilidades. Sin embargo, no todos eran comprables o silenciables. Espinosa recordaba que Villar Borda, director de corresponsales de la UPI, “transmitió al mundo la información, mas —para salvar la vida— debió abandonar el país esa misma noche”.

                                                                                                                              Read more!

                                                                                                                              Si desea leer más sobre memoria y cultura, ingrese acá: Una pieza de teatro da luz a la historia de la emigración española a Brasil

                                                                                                                              Esa noche, poco antes de las siete, el ministro de Gobierno, Lucio Pabón Núñez, dijo por la radio que “lo sucedido en la plaza de toros esta tarde se trata de un complot comunista para desacreditar el país internacionalmente. No es cierto que hubiera habido muertos. Los hechos se sucedieron cuando, a la entrada de la hija de Su Señoría, el Excelentísimo señor Teniente General Presidente, la plaza entera se puso en pie dando vivas al gobierno y a la familia presidencial, ocasión ésta que aprovechó un minúsculo grupo para provocar desórdenes que fueron dominados sin violencia”.

                                                                                                                              El Diario de Colombia, periódico oficial de la dictadura, calificó los hechos como “triviales y baladíes, de ocurrencia cuotidiana”. El Catolicismo, mientras tanto, se preguntaba: “¿En qué cabeza civilizada pudo nacer la idea de aleccionar a golpes de manopla y cachiporra?”. Para el cardenal Crisanto Luque, la Santamaría se convirtió ese día “en el escenario de un espectáculo harto más sangriento que las suertes de la tauromaquia”.

                                                                                                                              No ad for you

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                                                                                                                              No ad for you

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                                                                                                                              La última rechifla tuvo como destinatario a Andrés Pastrana Arango, pero no pasó de ser eso, una resonante rechifla. Esa tarde de domingo no hubo atropellos ni heridos ni muertos ni camiones fantasmas.

                                                                                                                              No ad for you

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                                                                                                                              No ad for you

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                                                                                                                              La noticia, publicada en El Colombiano, uno de los pocos diarios no censurados por el gobierno de Rojas Pinilla, reseñó los sucesos de febrero del 56 en una página interna. / Archivo

                                                                                                                              La persona que no había gritado era rodeada y agredida a patadas, puños y manoplazos. Después la entregaban a la policía uniformada que en muchos casos continuaba con el mismo tratamiento. Los cuerpos ya inanimados de las víctimas eran arrojados, graderías abajo, y luego tirados abajo al callejón (Carlos Villar Borda).

                                                                                                                              Después lo empujaron y cayó sobre la baranda y ahí quedó colgado mientras estos hombres lo seguían golpeando (Luz Bernal).

                                                                                                                              “Se los tragó la tierra”, diría décadas más tarde el historiador Antonio Montaña. Se los llevaron de la plaza en carretillas, como a los toros de lidia, y luego los subieron a camiones fantasmas que los depositaron en los hospitales más lejanos de Cundinamarca. La orden del Presidente había sido que les dieran a los irrespetuosos “un escarmiento”. Por lo menos, eso fue lo que dijeron los generales. No obstante, el ejército molió a punta de palos, cachiporras, manoplas y varillas a quienes ese 4 de febrero silbaron en los tendidos de la Santamaría a María Eugenia Rojas, la hija del general.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              La historia había comenzado a desarrollarse una semana antes. Germán Espinosa escribiría que “cierto domingo, cuando todos esperaban el toque de clarín con que habría de iniciarse el espectáculo, María Eugenia hizo entrada en uno de los tendidos de sombra. El público, por una de esas reacciones que se producen cuando el individuo se constituye en masa, la rechifló por largo rato”. Siete días más tarde todo sería distinto, porque el ejército infiltró a varios de sus agentes y los regó por la gradería. Entonces apareció de nuevo la hija del general, y Espinosa escribió: “El muy equilibrado y objetivo periodista Carlos J. Villar Borda —presente en el coso— me aseguraba, años después, que no hubo menos de 600 muertos aquella tarde”.

                                                                                                                              Los cadáveres eran arrojados en la arena y sacados luego en camiones, sin que jamás se supiera dónde fueron sepultados o, acaso, abandonados. Amordazaron a los médicos y las enfermeras, desaparecieron los rastros. Montaña relató que la mayor preocupación de los militares y del mismo Rojas Pinilla eran los corresponsales de la prensa extranjera, que podrían enviar sus despachos al mundo por telégrafo y evadir así la censura. Intentaron callarlos, recordándoles ciertos favores o ciertas debilidades. Sin embargo, no todos eran comprables o silenciables. Espinosa recordaba que Villar Borda, director de corresponsales de la UPI, “transmitió al mundo la información, mas —para salvar la vida— debió abandonar el país esa misma noche”.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              Esa noche, poco antes de las siete, el ministro de Gobierno, Lucio Pabón Núñez, dijo por la radio que “lo sucedido en la plaza de toros esta tarde se trata de un complot comunista para desacreditar el país internacionalmente. No es cierto que hubiera habido muertos. Los hechos se sucedieron cuando, a la entrada de la hija de Su Señoría, el Excelentísimo señor Teniente General Presidente, la plaza entera se puso en pie dando vivas al gobierno y a la familia presidencial, ocasión ésta que aprovechó un minúsculo grupo para provocar desórdenes que fueron dominados sin violencia”.

                                                                                                                              El Diario de Colombia, periódico oficial de la dictadura, calificó los hechos como “triviales y baladíes, de ocurrencia cuotidiana”. El Catolicismo, mientras tanto, se preguntaba: “¿En qué cabeza civilizada pudo nacer la idea de aleccionar a golpes de manopla y cachiporra?”. Para el cardenal Crisanto Luque, la Santamaría se convirtió ese día “en el escenario de un espectáculo harto más sangriento que las suertes de la tauromaquia”.

                                                                                                                              No ad for you

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                                                                                                                              No ad for you

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                                                                                                                              La última rechifla tuvo como destinatario a Andrés Pastrana Arango, pero no pasó de ser eso, una resonante rechifla. Esa tarde de domingo no hubo atropellos ni heridos ni muertos ni camiones fantasmas.

                                                                                                                              No ad for you

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                                                                                                                              No ad for you

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                                                                                                                              Por Fernando Araújo Vélez

                                                                                                                              Ver todas las noticias
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