El martes pasado, en el partido de ida de la final entre Santa Fe e Independiente Medellín, el estadio El Campín fue testigo de un momento que intentó ser silencio. Los cánticos, las arengas, los nervios colectivos, la identidad que nace de una camiseta, un escudo y una historia se convirtieron en susurros por un instante. Con luces encendidas y un mensaje proyectado en las graderías —“Fuerza, Miguel”—, se le rindió homenaje al precandidato presidencial herido semanas atrás.
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El fútbol es un deporte, un sentido de pertenencia y una forma de habitar lo colectivo. Personas que fuera del estadio no tienen nada en común, dentro de él forman comunidades ilusorias y efímeras que se reúnen en torno a un balón como símbolo. Las rivalidades, los cánticos y los colores crean mitologías modernas cuyos personajes principales son héroes que se enfrentan en el campo de juego. El estadio es el lugar simbólico en el que se dramatizan los conflictos sociales en forma de poemas épicos cinéticos.
El martes pasado, el poema que es el fútbol se suspendió durante un instante. El homenaje a Miguel Uribe resignificó el espacio para convertirlo en un altar. El Campín no dejó de ser un espacio de rebeldía y confrontación, ni siquiera durante el breve homenaje, sin embargo, dejó un resquicio para la solidaridad que se dejó ver entre algunos aplausos dispersos.
En su libro Cuerpos que importan, Judith Butler planteó que el cuerpo adquiere sentido en la medida en que es reconocido públicamente; en que su existencia convoca emociones, normas o duelos. No todos los cuerpos, dice Butler, reciben la misma atención o dignidad: solo algunos son llorados, recordados y cuidados.
El cuerpo de Miguel Uribe fue marcado por la violencia, expuesto en el debate público y usado en el ámbito político. Si bien ha sido llorado y podría decirse que es un ejemplo paradigmático de lo que significaría un “cuerpo que importa”, irónicamente podría concluirse lo contrario.
En la tragedia griega Antígona, el cadáver de Polinices fue dejado sin sepultura por orden del rey Creonte, como castigo por traición. Antígona, hermana del fallecido, desafió esta orden apelando a las leyes divinas que exigen honrar a los muertos. La exposición del cuerpo representó la deshumanización política y el conflicto entre ley civil y ley moral. El cadáver se convirtió en símbolo de resistencia y de lo que Judith Butler llamaría un “cuerpo que no importa” dentro del orden estatal. De igual forma, el cuerpo de Miguel Uribe ha sido expuesto de tal forma que alrededor de él se han reunido personas, pensamientos y sentimientos encontrados. Cuando sobre un cuerpo se dan incontables interpretaciones, lo vacían de contenido hasta hacerlo irreconocible.
Y, sin embargo, dentro de un lugar históricamente en conflicto, dos hinchadas enfrentadas recogieron los pedazos de aquel cuerpo despedazado. El poema épico se transformó parcialmente en un mensaje de vulnerabilidad, no solo de quien aún se debate dentro de un hospital, sino también de quienes ven en este episodio un recordatorio de que en Colombia nunca se ha dado la vida por sentada.
El fútbol, como parte de la cultura popular, funciona también como un barómetro emocional del país. En el estadio se han presentado otras expresiones de duelo colectivo: por víctimas del conflicto armado, líderes sociales o tragedias naturales. Estos actos demuestran que el estadio es uno de los marcos en los que se desarrolla el mito nacional. Las tensiones, esperanzas y duelos confluyen en el estadio como el reflejo de un espejo.
El martes pasado, el poema épico y cinético que es el fútbol tuvo una estrofa calma que se rebeló momentáneamente a la naturaleza del fútbol, porque las guerras que no acaban deben suspenderse de tanto en tanto para enterrar a sus muertos.