María Paula Lizarazo
Recuerdo que estaba comiendo postre con Luis Alejandro Díaz, en el norte de la ciudad, a eso de las cuatro de la tarde, en medio de uno de esos aguaceros torrenciales y decembrinos que acaban con la pasividad —si es que hay alguna— bogotana. Empezó contándome sus viajes por Europa en plena Champions y sus viajes futboleros a la Argentina, su paso por el Mundial y el gol de James de frente, en el partido contra Uruguay. Después, de su carrera de literatura en Bogotá y sus estudios doctorales en Barcelona. Toda su vida era una mezcolanza, encantadora a su medida, entre fútbol y literatura, entre pasiones y dolores, entre emociones y referencias, entre recuerdos y ficciones, entre sueños y sueños en los sueños, entre injusticias y derrotas, entre caídas y lágrimas.
Tras unas buenas anécdotas y dos o tres chistes, me contó de su editorial, Caballito de Acero, de sus apuestas y sus luchas frente a la industria que al día de hoy tiene una hegemonía consagrada entre los círculos de las letras. Me habló de su encanto por la yuxtaposición de juegos, de cómo una ficción se va construyendo en el interior de otra; me contó también cómo trasladó a la literatura toda la energía que no pudo dedicarle a jugar fútbol. Entonces vino el momento crucial: “Voy a hacer una convocatoria para que en la Feria del Libro salgan 11 cuentos de Millonarios y 11 de Santa Fe, juntos, a ver si volvemos juntos a los clásicos”. ¿Podemos participar?, le dije... “Claro”.
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Andrés Osorio Guillot.
Por un momento me quité los lentes que me hacían ver la cancha y la pelota con el color azul de Millonarios. Quise ver el mundo y su carácter rotatorio como un amante del fútbol, como lo que al fin y al cabo somos los hinchas de este deporte. Hemos compartido el mismo recinto centenares de veces. Ese famoso Coloso de la 57 ha sido nuestro segundo hogar, nuestra iglesia y nuestro refugio. Rojos y azules, no de los conservadores y liberales (aunque sabemos que también se llegó a marcar esa distinción en las épocas más álgidas del Frente Nacional y de la violencia bipartidista) hemos llorado, hemos reído y hemos entendido la vida alrededor de la pelota.
Han sido domingos amargos, lunes de resurrección y semanas enteras de incertidumbre. Pero hemos vuelto, porque ese es el código del hincha que se expande a la vida: lealtad. Si vamos bien, no nos desconcentramos; si vamos mal, nos levantamos. Siempre remamos al mismo lado con el ritmo del bombo. Nos hemos burlado del otro por resultados abultados o por series que han quedado a nuestro favor. En las graderías está permitido el madrazo; por fuera de ellas se vuelve al abrazo y a la espera de una nueva revancha.
Escribí mi cuento pensando en las viejas glorias, en aquellas que permiten que exista una historia que no se puede borrar. Aquellos jugadores que fueron gladiadores y que conquistaron terrenos con goles, fintas y túneles. Sus invictos y copas crean una historia oficial —y aclaro otra vez que hablo de leones y de gallinas—, una que deja testimonios de grandes gestas y de largas jornadas donde las botas nunca se colgaron y donde la enjundia y el valor de defender el escudo no eran esta vez enmarcados por la violencia sino por la victoria en el fútbol.
Seguramente todos los autores y yo escribimos estos cuentos con algo de orgullo, con algo de alegría y de nostalgia. Creería que todos escogimos el momento de escribir el cuento como un momento sagrado, todos sabíamos que estos textos eran algo similar a escribirle una carta a nuestra mamá o a nuestra pareja. Era todo o nada. Era decirlo todo, expresarlo todo, exigirlo todo y agradecerlo todo. Necesitábamos cerrar los ojos y evocar un 7-3, un 4-3, un 2-2 o un sinfín de resultados que simbolizan nuestra primera vez, nuestra mayor derrota, nuestra mayor victoria, nuestro mejor recuerdo o nuestro sentimiento eterno.
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M.P.L.
Recuerdo que me emocioné. Sabía que era una voz instándome —por fin— a escribir un cuento sobre lo que más me ha quitado el sueño en la vida. No empecé a escribir nunca, salvo en la última semana de la convocatoria. Antes sólo esbozaba la historia, leía una y otra vez sobre las grandes figuras que pasaron por nuestras filas, evocaba los juegos de espejos y ficciones yuxtapuestas que tan magnamente escribió Borges, y trataba de darle algún sentido a mi idea.
Qué confrontante es escribir, pensaba, cuánta otredad se crea en medio de las palabras, de los párrafos y las páginas, cuántas obsesiones humanas se evidencian a la luz de un simple narrador. Sólo anhelaba acabar el cuento y enviarlo antes de las 12 de la noche, pero los mismos personajes me susurraban que aún no, que así no, que mejor de tal modo: entonces corroboré que es la literatura haciéndose a sí misma la que nos crea como lectores necesitados de ella.
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A.O.G.
Fue un día especial. Era la primera vez que pisaba una sala de redacción. El olor a periódico, el olor al “primer borrador de la historia” y el aire que viajaba por todo el lugar para abrir una ventana de posibilidad y de esperanza. Realizaba un texto que abría el debate sobre el papel del teatro colombiano en el Festival Iberoamericano de Teatro. De la nada, a mi correo llegan las siguientes palabras: “Tu cuento de Millonarios fue escogido y saldrá publicado en el libro: Soy gallina, once cuentos de fútbol azules”. Y aplaudí y celebré como si hubiera anotado un gol al 90’. Agité la bandera que me recuerda a diario a esa otra familia que uno conforma alrededor del fútbol. Supe que mis dos pasiones se verían reflejadas en 10 páginas y un pequeño fragmento del infinito que he vivido entre los goles que he gritado en el estadio Nemesio Camacho El Campín y los libros con los que me he cruzado en la Virgilio Barco, en la Feria del Libro y en las librerías de antaño que resisten en la carrera Octava, cerca a la Av. Jiménez, en el centro de la ciudad.
Entre la ficción y la realidad hallé el punto medio que me permitió crear un personaje como el profe Ochoa, pero no aquel que ganó títulos con Millonarios, Santa Fe y América, sino como un ciudadano de a pie, que por situaciones adversas resulta ser un personaje y una trama con diversas incógnitas que dejan al lector sumergido en varias preguntas, pero también en algunos recuerdos que nos transportan a un pasado “mejor”, o por lo menos a un pasado con episodios memorables y queridos por todos los hinchas del club Embajador.
Resulta grato compartir letras con quienes vestimos la misma pasión. Hemos logrado converger en un mismo espacio para hablar de fútbol, de “la cosa más importante de las menos importantes”, como diría Jorge Valdano. No sé cuántas veces iremos a renacer después de un partido de fútbol. No sé cuántos partidos más esperan por un estadio azul y rojo, pero sé que la vida no sería la misma sin ambas escuadras y ambas historias. Sin Di Stéfano, Sekularac, Brand, el Tren Valencia, el Guajiro Iguarán, Alfonso Cañón, Bonner Mosquera, Hugo Gottardi, Gabriel Ochoa y otros más, los bogotanos, los colombianos, la gente “divinamente”, jamás habría podido entender el valor de dedicar un espacio en la vida y en la tierra al fútbol y a su épica y a su lírica y a su tragedia, como diría el futbolero Sacheri.
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M.P.L.
Era domingo, estábamos terminando de preparar un especial sobre Germán Espinosa. No quería revisar el correo, temía, temía, como la primera vez de todo, y más cuando no tienes ni veinte años cumplidos... Pero tocó, entonces, lo vi, tuve que verlo, y supe que sería —y espero no equivocarme— el bautismo mediante el cual no tendría vuelta atrás un camino consagrado a la literatura y al fútbol, tal como ha venido siendo mi paso por este mundo, pero ahora un poco más oficial, ergo más cauteloso, más devoto, más enigmático. Comprendí que le habían dado el chance a mi personaje (Madame Bovary c’est moi, diría alguna vez Flaubert) de demostrar por qué Millonarios era el gran sacrificado universal por el cual este tiempo y este espacio tienen un orden; comprendí que me dieron la revancha contra el jugador que hace unas décadas nos lesionó a Alejandro Brand y nos cambió con ello la historia del fútbol colombiano; además, me dieron la oportunidad de decirles que, a diferencia de ellos, un 7-3 o un 8-0 no se compara con las grandes gestas de los clásicos que Millonarios tiene a su favor… Pero, sobre todo, y más que tener la opción de un artificio para salvar a mi equipo, comprendí que, como me dijo Díaz Granados, un libro nos hermanaría eternamente a un grupo de hinchas que hicieron de su pasión una ficción prófuga del alma y eso, al igual que la poesía, vale más que nada.