Ya en la década de 1960, Santiago García estaba empezando a hacer su gigantesco aporte a la construcción de lo que luego llamaríamos el Nuevo Teatro Colombiano. A sentar sus sólidas bases, arquitecto como era. Desde entonces, fue consolidando alianzas fecundas con otros maestros de obra virtuosos como él en el oficio: Enrique Buenaventura, Carlos José Reyes, Jorge Alí Triana, Luis Alberto García, entre otros notables como Ricardo Camacho, Gilberto Martínez, Miguel Torres, Eddy Armando y, después, entre otros que también fundaron el modelo del teatro independiente con sala, Rodrigo Saldarriaga y Fabio Rubiano, paradigmas que tuvieron algunos cómplices y compañeros en la escena y en la letra; finalmente, todo pensado con un profundo sentido de lo político: caracterizados por una vasta cultura de las humanidades y del Arte, de todas las artes; un énfasis particular en la historia de Colombia y en la universal de las luchas sociales por los derechos de los pueblos; ejemplos de trabajo incesante y de ética. En el caso de Santiago, quien siempre hizo parte de su elenco, ha perpetuado su lucha artística y gremial y su ejemplo de tenacidad en el trabajo, es Patricia Ariza. Al lado de estos, sería infinita la lista de los actores de cuatro décadas que ellos formaron en la práctica directa y en la formulación de sus propias teorías del Teatro, unidas al corpus enorme del oficio dondequiera y en el repertorio de todas las épocas y procedencias, que ellos nos señalaron y pusieron en las manos y ante los sentidos. Pero fue justamente el repertorio que ellos escribieron en la escena y en el papel –también en la televisión con series tan trascendentes como Revivamos nuestra historia, de Reyes y Triana– la obra perdurable que está en nuestra memoria y en la de públicos de todo este país y de otros numerosos que visitaron con sus grupos.
Volver a estos ejemplos de vida y de obra y, en no pocos casos de las nuevas generaciones del teatro conocerlos por primera vez, sería imperativo para un resurgimiento de la dramaturgia colombiana con efecto en un ideal de sociedad democrática y consciente de la necesidad del arte. Y algún día se tendrá que hacer una minuciosa lista de otros nombres (actores, técnicos, compositores) en la historia de esta etapa privilegiada, como complemento de la que han escrito el propio Carlos José Reyes, María Mercedes Jaramillo, Marina Lamus Obregón y Enrique Pulecio Mariño; la de Mayra Parra y Sebastián Maya; o la de Fernando Duque Mesa y Jorge Prada en particular sobre Santiago García
Recuerdo mis primeros encuentros con la obra teatral de Santiago García. Leo (¿1965?) en el Magazin Dominical de El Espectador una nota de Gonzalo Arango: “Santiago García, un Galileo con toda la barba”. Hago el peregrinaje, como lo haría otras veces para ver lo que hacía el Teatro Experimental de Cali. Este novato aficionado al Teatro de Medellín, Colombia, se monta en los buses de colegio, torturantes, en los cuales se viajaba entonces por aquellas carreteras que simplemente no existían, y se dirige a Bogotá sólo para ver el montaje de Galileo Galilei en el Teatro Colón. Con el grupo de la Universidad Nacional, Santiago se embarca en la obra profunda, didáctica, en su momento de efecto coyuntural para tratar el conflicto de la ciencia y la política (tratado cuando tanto se discutía el conflicto del arte y la política que definirá a Santiago para toda la vida) y allí descubro a otro grande maestro de la teoría y la dramaturgia que modelaría el Nuevo Teatro Colombiano con su ejemplo literario, político y estético: Bertolt Brecht. Como Buenaventura, Reyes, Gómez y Martínez, Santiago escribe y publica, y además se extenderá en innumerables exposiciones orales de su magisterio, su propia lectura de los escritos del alemán, no sólo de la teoría sino de los textos para la escena (incluídas sus magistrales reescrituras de clásicos del teatro) sus cuentos, novelas y poesías. Más tarde vivirá de cerca en el Berliner Ensemble el modo de producción heredado de Brecht. Ya en los años setenta pondrá en escena otra de sus obras, El Alma buena de Se-Chuan, con la actuación sobria y conmovedora de Lucy Martínez.
Lo importante es que para estos maestros fundamentales, esa transferencia de conocimientos y de oficio no es tan sólo poner en escena el repertorio contemporáneo y el de la identidad ideológica o las afinidades electivas con los maestros de otras latitudes; es la del ejemplo vital, la del trabajo, la de la renovación de una escena anquilosada como la que teníamos aquí, con monstruosas excepciones, y, siguiendo a Brecht, producir un “teatro de la era científica”.
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Con el grupo que ya lo acompaña después de su renuncia forzada a la Universidad Nacional, que sería su respuesta a la censura fallida, García dirige su propia traducción de Persecución y asesinato de Jean Paul Marat, tal como fue representado por los alienados del asilo de Charenton dirigidos por el Marqués de Sade (“Marat-Sade”), pocos días después del estreno mundial de la obra de Peter Weiss por Peter Brooks en Londres y en París. Ya el solo título es un imán. Repito el peregrinaje a Bogotá. Inolvidables las actuaciones de Consuelo Luzardo y de Gustavo Angarita. Toda una revelación de un concepto desconocido de la puesta en escena y de una dramaturgia que, como la de Weiss que él mismo llamaba documental, sería tan influyente en la colombiana de los años siguientes. Desde entonces, Santiago trabajará con Carlos José Reyes y el elenco que habría de formar más tarde el Teatro de la Casa de la Cultura, de Bogotá, para transformarse en teatro independiente, en la sede definitiva del Teatro La Candelaria.
Esa experiencia de haber presenciado estas obras esenciales del teatro del siglo XX en las versiones de Santiago también fue inolvidable para otras muchas personas y una enseñanza de largo alcance. Pero su obra más trascendente y que llegará a las dos generaciones siguientes durante su vida fecunda, es la que parte del momento de su peripecia vital que es la misma de los colegas que he mencionado: el de su convicción de la necesidad de “un nuevo público para un Nuevo Teatro”: los obreros, los estudiantes, los campesinos, los indígenas, los marginados perpetuos de esta sociedad, la clase media proletarizada. La propuesta de la creación colectiva sería una parte fundamental de ese pensamiento rápidamente convertido en acción y en resultados. Porque se trataba, como lo proclamó Buenaventura, de “una nueva dramaturgia para una nueva sociedad”.
Aquellos son años de incansable trabajo de Santiago. Aparte de lo que se propone con su grupo, está adelantando su propia formación. A diferencia de algunas poses extremistas tan comunes entonces, Santiago bebe de toda fuente probadamente seria y eficaz; la había iniciado con Seki Sano, alumno de Stanislavsky llegado a Colombia con el fin de formar actores y directores para la naciente televisora nacional y después expulsado del país: su recorrido en el Teatro del Arte de Moscú bastaba para que la mente estrecha de los censores del teniente general jefe supremo (y “uñilargo”, apodo que recogen Alberto Donadio y Silvia Galvis) lo consideraran comunista peligroso. Después, García irá a la Universidad de Praga, a la Universidad del Teatro de las Naciones de la Unesco y el Instituto Internacional del Teatro en París (donde coincide con Enrique Buenaventura), además de estancias en Londres y en el Actors’ Studio con Lee Strassberg. Alguna vez me contaba de sus difíciles días en Londres (pero feliz viendo teatro y estudiando) y a mi pregunta de cómo sobrevivió allí, me dijo: Usted sabe que yo soy arquitecto… Le pregunto: ¿Diseñando? –No, me contestó: como brick liner; hay que aprender de todo en estos oficios. Y bien que lo hizo así en el teatro.
En Bogotá trabajó también en publicidad y en televisión. Me asalta de pronto la memoria de algunos programas en los cuales montaba, con Bernardo Romero Pereiro, obras cortas adaptadas para ese medio. Una inolvidable: La Mujer Judía, con Judy Hernríquez, drama que hace parte de Terror y Miserias del Tercer Reich, de Brecht. Antes había puesto con Kepa Amuchastegui esa maravilla de montaje que fue La Historia del Zoológico, de Edward Albee, en un verdadero duelo de actuación: cada noche intercambiaban los dos únicos personajes de la obra y a algunos nos dejaron esa clase de impresión que uno sólo se puede sacudir apropiándose del fantasma, cuando se atreve a montar la obra. En la Escuela de Teatro de la Universidad de Antioquia (U. de A.), a punto de nacer por entonces, en 1974 repetimos la lección de Santiago con cuatro actores que se podían cruzar y elegir reparto en cada función: Mauricio Duque, Jairo Osorio, Carlos Mario Aguirre y Mario Agudelo.
También recuerdo a Santiago en tres de las más sólidas películas del cine colombiano de los años heroicos: Cóndores no entierran todos los días, de Francisco Norden, sobre la novela de Alvarez Gardeazábal, donde comparte actuación con dos grandes: Vicky Hernández y Frank Ramírez. Con Gustavo Angarita, Sebastián Ospina y María Eugenia Dávila también estaría en Tiempo de morir, de García Márquez y Jorge Alí Triana. Luego vendría Milagro en Roma, de Lisandro Duque, en la serie de García Márquez de los Doce Cuentos Peregrinos realizados por notables directores latinoamericanos.
En una de sus incursiones de teatro musical, Santiago monta ese clásico de Ramuz y Stravinsky: La historia del soldado, con la Filarmónica de Bogotá dirigida por Gustavo Yepes.
Santiago y las Escuelas
Cuando iniciábamos la aventura de la Escuela de Teatro en la U. de A., primera universitaria en el país, la Corporación Colombiana de Teatro fue un apoyo clave para que se produjera el acuerdo con otras iniciativas iguales: Enrique Buenaventura estaba iniciando el Taller que conduciría a la creación de la Escuela de la Universidad del Valle, con el concurso de actores tan notables como Helios Fernández, Guillermo Piedrahíta, Diego Vélez y Gabriel Uribe; Gloria Zea le había pedido a Santiago García que reviviera la decaída Escuela Nacional de Arte Dramático (ENAD) que fundara Víctor Mallarino en Bogotá; también en la capital, Carlos José Reyes dirigía la Escuela Distrital de Arte Dramático. Todos los dichos y Giorgio Antei estuvieron entre los primeros profesores visitantes en la Universidad de Antioquia.Por iniciativa común en uno de los Festivales del Nuevo Teatro, los promotores nos reunimos a partir de entonces en las distintas sedes. El recuerdo risueño es el de la impaciencia de Santiago con nuestra inacabable charla especulativa sobre cómo debía ser un programa común de disciplinas para las Escuelas, fueran ellas universitarias o no. Después de una larga discusión en Cali, Santiago se levanta, enérgico y terminante, y suelta: ¿Disciplinas? ¡Disciplina es lo que hace falta aquí para que concretemos algo! Y se dirige al tablero varias veces borrado, y con su pericia de dibujante, en silencio, traza una plantilla de diez semestres y la empieza a llenar de nombres de cursos, una síntesis de lo más sustancioso que se había propuesto hasta el momento. Se sacude la tiza de las manos, nos mira serenísimo y, en medio del silencio de los demás, susurra: Ahora, ¡a almorzar! Acuerdo fulminante. Durante años, ese programa que consultaba lo más urgente de la formación actoral para este país, fue acatado por todas las Escuelas y por el Ministerio. Luego, la dispersión colombiana y la visión miope para desconocer la importancia de las humanidades y, como consecuencia, de una visión universal del teatro que ha cundido en la educación superior, lo hizo desaparecer.
Después de dejar la ENAD, Santiago se dedicó a su Taller en la sede de la Corporación Colombiana de Teatro, que para quienes lo vivieron fue su máxima etapa de estudios. Sobre esta historia de la formación teatral en Colombia, durante años no habrá nada mejor que la tesis de doctorado de Víctor Manuel López en la Universidad de Antioquia.
Santiago era un hombre severo y riguroso, nunca rígido: conviviente como pocas personas que haya conocido, por todo ello era eficaz y la vida le rindió de una manera asombrosa para el bien de la sociedad que lo desvelaba, para la cual trabajó con una entrega y una sabiduría con escasos pares en nuestro oficio. Ese hombre serio y concentrado podía ser gozón, tierno y rumbero; y rumboso sin alardes aunque nunca tuvo bienes de fortuna.
Una anécdota de entonces: El Consejo Británico nos propone a la ENAD y a la Universidad de Antioquia traer como profesor visitante a un joven y ya notable director inglés titular del Royal Court Theatre, para realizar sendos talleres en ambas Escuelas. Santiago me llama: -Oiga Yepes: ¿Usted ya se comunicó con el británico? -No, le respondí. Espero que nos encontremos los tres en Bogotá cuando llegue el hombre. Santiago insiste: -¿Pero usted ya sabe que el hombre se llama Gregorio Moreno? Yo: -¿Cómo? ¿Es que no es inglés? Santiago: - Claro que sí. El hombre se llama Gregory Dark…
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El Teatro La Candelaria se convertiría en una verdadera fábrica de espectáculos de la creación colectiva, fábrica, como ocurre en la mayor parte del teatro independiente colombiano, que produce con la “irracionalidad” económica de la producción sin la eficiencia y menos el capital y la renta capitalistas, y descafeinada de política (la grotesca pretensión del uribismo de la “economía naranja” para redimirnos por medio del arte oficial), pero sí con la eficacia de la elaboración artística plena de racionalidad cuando al frente hay un supervisor como Santiago et alii y una estética políticamente comprometida, pero plenamente consciente de que se hace arte y no agitación partidista.
Llegar a esas conclusiones no fue fácil en el teatro colombiano y latinoamericano de entonces, en plenas confrontaciones de la Guerra Fría y, dentro de la izquierda, de las múltiples alineaciones internacionales y marcas ideológicas consecuentes con aquella. Pero el balance muestra que las obras insignes, dondequiera en el país, fueron aquellas que lograron el equilibrio y la identidad indudable del Arte. En esto, la enseñanza y la confrontación permanente que partía especialmente de Santiago y de Buenaventura fueron concluyentes; ahí están sus escritos polémicos de entonces, incluso en la prensa de la izquierda.
Hablo de obras de La Candelaria que muchos mantenemos en la memoria de la retina, del oído y del corazón: Vida y muerte Severina (de Joao Cabral de Melo Neto), La ciudad dorada, Nosotros los Comunes, Golpe de suerte, El baño (de Maiacovsky), Los diez días que estremecieron al mundo (adaptación del libreto del Teatro Taganka de Moscú, basado en la crónica de John Reed); El Quijote, Diálogo del rebusque (basado en El Buscón, de Quevedo con un Santiago portador de quevedos); todo ello fue para nosotros, los principiantes, una cátedra de dramaturgia, de actuación y de puesta en escena.
Pero el centro de toda esa etapa entre 1975 (el mismo año privilegiado en el cual el Teatro Experimental de Cali estrena la cuarta versión de A la diestra de Dios Padre, con la dramaturgia de Buenaventura) será la obra que afirmaría de una manera rotunda el propósito del movimiento del Nuevo Teatro de escribir la historia de Colombia paralela a la nueva historiografía que por entonces también se agita en la academia: la obra es Guadalupe años sin cuenta. La historia de la guerrilla de los Llanos Orientales, y de su comandante Guadalupe Salcedo Unda, presente en la escena sólo como muerto después de reinsertado pero animando la épica colectiva que es la protagonista. Santiago explicaba el título: se trata de un hecho crucial de la década de 1950 y de la historia que no ha tenido “cuenta”, la que no se ha contado a la población colombiana que no vivió la época de la Violencia.
García dirige un proyecto ejemplar que empieza por la investigación: aparte de la libresca indispensable, la de los textos (publicada, inédita o censurada) sobre la que se proponía como revolución de los Llanos, vendría la consulta de toda fuente primaria que fuera posible, con la ayuda de Arturo Alape, un autor ya probado en la historia de la guerrilla subsiguiente, la de las Farc y sus antecedentes. Durante varios meses todos los actores están viajando a los Llanos y dialogan con sobrevivientes, parientes de Guadalupe “y sus centauros”, como dice Reinaldo Barbosa, uno de sus historiadores. Información histórica, anecdótica, de historias de vida; y un aspecto principalísimo, que fue clave para la comunicación con el público y de paso para la formación de sus actores como lo reconocían ellos mismos: a estudiar la música del Llano; aprenden a tocar arpa llanera, cuatro y capachos, pero sobre todo los “modos” de ese folclor: pajarillo, seis por derecho, pasaje, pasaje sabanero, bambuco, kirpa, contrapunteo… La maestría que llegan a exhibir todos ellos al tocar y al cantar las canciones de la obra se vuelve elemento inseparable, como el coro de la tragedia griega, de la identificación a veces emocional y también del distanciamiento crítico que el montaje está induciendo a cada paso. La obra, en su versión original y en la reposición lograda por Patricia Ariza, es un hito de nuestra historia, no sólo del teatro sino de la crónica de un tiempo que, a partir de la “cuenta”, ya no hay excusa para olvidar y representa un ejemplo concreto de la obra épica, dialéctica y didáctica propuesta por Brecht.
La supervivencia del Teatro La Candelaria, de sus montajes y trabajo de formación, de sus publicaciones, prolonga la vida y la influencia de Santiago García en el teatro colombiano.