PRÓLOGO
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La democracia es una forma de gobierno muy complicada. Siempre ha sido la más difícil en cualquier periodo histórico o sociedad que se consideren. Se comprende que exhiban una orgullosa superioridad cultural y política las naciones en las que prevalece la voluntad general, se mantiene en términos razonables la separación de poderes, funcionan las instituciones que los ejercen, y pueden mostrar prestigiosas declaraciones de derechos y libertades, civiles, políticos y sociales, protegidos por garantías efectivas que previenen y evitan su vulneración.
Es razonable este orgullo de privilegiados porque la consagración de los principios y valores del constitucionalismo y la democracia liberal, que son los que acabo de resumir, ha sido el resultado final de una lucha de muy largo recorrido. Solo las naciones más tenaces han podido desplegar sus reglas en plenitud. Hay clasificaciones de la calidad de las democracias que advierten con meticulosidad de los déficits. Son observatorios de los desfallecimientos.
Estados Unidos, y los países agrupados hoy en la Unión Europea, lideran, junto con el Reino Unido, Canadá y pocos Estados más, la democracia en el mundo. Pero conviene no perder de vista que este éxito es muy reciente. Estados Unidos tenía un régimen democrático desde que se aprobó su Constitución en 1787, pero tuvo luego que superar la guerra civil más dura que ha tenido lugar en aquel hemisferio para consolidarse como nación y, una vez concluida, necesitó un siglo más para que se abrieran paso libertades esenciales como la de comunicación o se generalizaran los derechos civiles, la igualdad de acceso a la educación o a los transportes, superando la discriminación por razón de la raza. Todavía en la actualidad es una democracia muy deficitaria desde el punto de vista de los derechos sociales.
Europa continental recuperó un constitucionalismo muy brillante y ejemplar después de la Segunda Guerra Mundial, pero montó sus firmes instituciones democráticas sobre un grueso manto de destrucción y muerte, y de las más espantosas ofensas a la dignidad de las personas. En la actualidad, la Unión Europea, que no permite desviación alguna a sus socios en cuanto concierne a la separación de poderes y las garantías de la libertad, cuenta con las democracias liberales más ejemplares del mundo, aun a pesar de las crisis que afectan a algunas de sus instituciones. España, entre estos Estados de la Unión, que aprobó tardíamente su Constitución, en 1978, al salir de la larga dictadura del general Franco, también exhibe sus galones de gran democracia consolidada.
Todas estas naciones, pese a las enormes dificultades y enfrentamientos vividos, que han implicado reajustes de fronteras, creación de nuevos Estados, emigraciones, tiempos de excepción, dictaduras y retos imperialistas, han perseverado en la idea de la democracia liberal, como la forma más justa para el gobierno humano.
He acometido en este libro el estudio de la democracia en Hispanoamérica estimulado, antes que por cualquier otra curiosidad intelectual, por el hecho de que, en lo que va corrido del siglo XXI, se ha puesto de moda en aquel espacio renegar de la democracia liberal y promover fórmulas de gobierno que, aunque no desplacen del todo sus instituciones y valores, los complementen. No es la primera vez en la historia que se desarrollan corrientes de pensamiento que advierten contra las perversiones del modelo. Algunas veces, como ocurrió con la Revolución cubana, se implantó una alternativa absoluta de carácter marxista. Pero, sin abandonar los valores del constitucionalismo, los movimientos políticos a que aludo han tratado de crear un nuevo paradigma, es decir, un modelo diferenciado, con sus propios principios y reglas, concretado en constituciones de nueva planta, que han fundado el llamado «nuevo constitucionalismo latinoamericano».
Los textos contienen innovaciones interesantes y muchas apuestas atrevidas; tantas, en realidad, que algunos de sus mentores han hablado de «constitucionalismo experimental» para referirse a ellas.
Me ha interesado mucho explorar lo que tiene realmente de nuevo ese material político y la medida de sus aportaciones para renovar y mejorar en profundidad la democracia y la protección de los derechos en los países que han aceptado la receta. En el primer decenio del siglo hubo un momento en que pareció que la conversión al neoconstitucionalismo y la neodemocracia sería general en pocos años, dado el animado ritmo con que habían progresado en diferentes Estados. Hasta que el siempre reflexivo Chile, también incitado a sumarse a la novedad, puso a dormir estas ideas o, al menos, les impuso una pausa.
Para estudiar lo que está pasando con la democracia en Hispanoamérica, me pareció que el rigor mandaba estudiar antes su aventura desde que empezó a instalarse en el pasado. Al fin y al cabo, se ha adoptado, donde la han aceptado, la decisión de renovar la democracia representativa partiendo de la conclusión de que es una forma de gobierno que no ha llegado a adaptarse a las peculiaridades del subcontinente. Si se sostiene que los principios de la democracia liberal no funcionan en aquellos países, resulta pertinente estudiar lo ocurrido.
Esta imprescindible curiosidad me ha conducido a recorrer la impresionante historia de las ideas y los hechos políticos en Latinoamérica desde el comienzo de las independencias y la creación de las nuevas repúblicas. Muchos de los personajes que la han protagonizado forman un retablo fascinante, y sus políticas, hechos y ocurrencias forman parte de esa realidad histórica maravillosa que ha inspirado a tantos escritores desde mediados del pasado siglo. A los efectos de lo que era pertinente analizar, se suceden en mi personal relato los momentos gloriosos y también los decaimientos o los tiempos turbios de desaparición de cualquier brizna de libertad. El ejercicio se desarrolla durante los dos siglos completos transcurridos desde las primeras constituciones hasta llegar a examinar en el capítulo final, el más extenso de la obra, el neoconstitucionalismo latinoamericano y sus aportaciones.
Los líderes de las insurgencias conocieron bien las ideas políticas que habían triunfado en Europa y Estados Unidos y se dispusieron a aplicarlas con sinceridad y exactitud; acaso incurriendo en el error de no adaptarlas a las peculiaridades de sus repúblicas, sino aceptándolas en crudo, tal y como se habían perfilado en origen. Pero, durante todo el siglo, la implantación de ese modelo de gobierno resultó imposible en casi todas las emergentes naciones. El poder, cuando se inició el proceso, estaba en manos de las oligarquías criollas, amparadas en su dominio de la tierra o en su prestigio militar durante las guerras de independencia, que no aceptaron someterse a la disciplina de la democracia. El XIX fue el siglo de los caudillos: los hubo en todos los Estados, sostuvieron políticas conservadoras y fueron, cada uno de ellos, personalidades, admiradas u odiadas, que gobernaron de forma autocrática. Los regímenes políticos del siglo estuvieron determinados por su exclusiva voluntad.
No obstante, para comprender el retraso en la puesta en funcionamiento de las instituciones democráticas, también hay que considerar un hecho que no suele resaltarse en las historias de la época: se estaba organizando el gobierno de territorios sin Estado. Para que pueda considerarse que existe un Estado, la doctrina política clásica más aceptada indica que tiene que estar definido a quién corresponde la soberanía, el territorio ha de estar demarcado y la población concretada. Ninguno de los tres elementos esenciales llegó a consolidarse, en toda Hispanoamérica, hasta bien avanzado el siglo, ya que estuvieron inicialmente sometidos a una extraordinaria inestabilidad.
El siglo XX político comenzó en Hispanoamérica dos años antes de cuando determinaba el calendario, en 1898. Este fue el año del «Desastre», en el que España dejó de ser potencia colonial y Estados Unidos tomó el control del Caribe, e inmediatamente de Centroamérica. Empezó entonces, de manera amplia, una política de control de los gobiernos latinos, amparada en diversos tipos de acciones calificadas, críticamente, de imperialistas. Reaccionaron, contra este aumento de la influencia norteamericana, algunos intelectuales significados que fueron los pioneros de un pensamiento latinoamericanista que reivindicó las peculiaridades históricas y culturales de la América hispanohablante y el derecho a gobernarse sin interferencias. Emergió también con fuerza el pensamiento indigenista, que tendría largo recorrido en el siglo hasta conseguir reconocimientos de las reivindicaciones esenciales.
Fue el siglo de las guerras y los populismos. Y el siglo de las revoluciones: las hubo de todas clases y de todas las ideologías, se extendió la costumbre de autodenominar revolucionario a cualquier gobierno con ideas; pero las dos que marcaron el siglo fueron, a partir de 1910, la Revolución mexicana, y a mediados, la Revolución cubana, que no solo implantó un régimen totalitario marxista sino que hizo lo posible para que el modelo se difundiera por todo el continente. También surgen en Hispanoamérica populismos tan vigorosos como el peronismo, que influyó durante años en los países del entorno de Argentina. Prescindieron unos y otros, marxistas y profascistas, de la democracia, como ocurrió también en Europa.
A partir de los años ochenta dio la impresión de que las tendencias políticas extremas se habían calmado en Hispanoamérica. Las dictaduras militares habían cedido finalmente y parecía que la democracia estaba ocupando el terreno de la política en todo el Centro y Sudamérica. Se hicieron visibles algunos problemas sempiternos como la partitocracia y la corrupción y, para frenar todos los abusos, mejorar la credibilidad de la política y animar la fe ciudadana en las instituciones, empezaron a ocupar lugar en el discurso público algunas reivindicaciones perseverantemente mantenidas al menos desde principios del siglo XX. Destacan dos: la recuperación del poder por el pueblo para poder ejercerlo directamente, sin intermediarios, cuando se debaten cuestiones de gran relevancia general, de manera que pueda disminuirse la dependencia de los partidos políticos; y, de otro lado, el reconocimiento de la heterogeneidad de las naciones de Latinoamérica, tanto por razón de su historia y cultura como por la diversidad de comunidades humanas que forman los Estados.
Se propugnó la creación de un nuevo orden en el que se diera respuesta, entre otras exigencias, a las dos reclamaciones indicadas. Desde esta posición revisionista, no resultó difícil a los ideólogos descalificar la democracia liberal que, según algunos, nunca había tenido una vigencia efectiva en toda la historia en aquellos territorios. Y no la había tenido porque América Latina no era Europa y esta circunstancia, según aquellos, no había sido considerada cuando se importaron las constituciones hijas del pensamiento ilustrado y las revoluciones burguesas.
El nuevo orden necesitaba textos constitucionales nuevos y enseguida aparecieron líderes que impulsaron su elaboración. Es notable que no se usaran los procedimientos de reforma de las constituciones vigentes, que no se habían activado durante años, sino que se eligieron asambleas constituyentes que se encargaron de elaborar otras nuevas. Las reclamaciones populares de que así se hiciera fueron muy fuertes y expresivas en alguna de las naciones pioneras, como Colombia, donde el hartazgo se manifestó en la iniciativa popular de la «séptima papeleta», de la que arrancó el movimiento que concluyó en la Constitución de 1991. La esencia del «nuevo constitucionalismo» y, con él, de la «nueva democracia participativa», se derramó, no obstante, pocos años después en las tres constituciones que, según todos los analistas, mejor representan las nuevas ideas: la venezolana de 1999, la ecuatoriana de 2008 y la boliviana de 2009.
Parten de la afirmación de que la democracia representativa está en crisis, pero no la desplazan del todo, sino que superponen sobre ella algunas instituciones remozadas. Son textos que sobrepasan los cuatrocientos artículos de extensión, a la que se llega relacionando todos los derechos ciudadanos imaginables y regulando con pormenor las garantías incontables que se ofrecen a sus titulares frente a cualquier amenaza o violación efectiva. Largas declaraciones de derechos individuales y también de derechos colectivos, principalmente de las comunidades originarias y las minorías étnicas.
Y a todo este impresionante conjunto se suman las instituciones de gobierno que, en la democracia participativa que instauran, son muchas más que las que resultaban de la aplicación de la triada clásica del legislativo, el ejecutivo y el judicial. La participación requiere la existencia de un plantel de instituciones en las que participar y establecer los procedimientos necesarios para hacerlo. A ello se han aplicado con generosidad los textos del nuevo constitucionalismo.
No he encontrado, entre los antecedentes de este movimiento de renovación democrática, análisis concienzudos sobre la historia política de los países que se han sumado ni he visto identificadas las pérdidas de eficacia de los regímenes decadentes que se sustituyen. El motivo más recurrente, en los antecedentes y preámbulos, para justificar la renovación, es la apelación a la singularidad y la heterogeneidad de los pueblos de algunas de estas repúblicas, que nunca se han tenido en cuenta. Esta es la observación más fácil de compartir porque es relativamente sencilla de probar. Y también de justificar porque hemos entrado en un siglo en el que la defensa de las minorías y los particularismos culturales será un eje de las políticas en todas las democracias avanzadas.
* Se publica con autorización de Penguin Random House Grupo Editorial.