A la catedral ya no le cabía un alma. Era domingo temprano y una fila de dolientes doblaba la esquina y después doblaba la siguiente esquina, hasta llegar donde unos rostros abatidos se lamentaban de no poder alcanzar a ver por primera y última vez al Maestro. Falleciste un sábado de abril durante la segunda guerra mundial. En el transcurso de las horas que siguieron a tu muerte, empecé a entender que el abuelo no era solamente mi dilecto gigante, el que me estrechaba entre sus brazos como queriéndome sujetar a su esencia, sino que además, eras el compositor de todo un mundo popular. Eras propiedad colectiva de miles de rostros humildes que cantaban y bailaban tus pasillos románticos y jubilosos bambucos, obreros y campesinos que gozaban con fervor cuando oían tu música en la radio.
El sábado de tu muerte, como lo hacíamos con exactitud victoriana todos los sábados, me recogerías a las diez de la mañana para irnos caminando hasta el parque de Teusaquillo, y me invitabas a saborear unos encantadores caramelos de jengibre que guardabas en el gabán para celebrar nuestros encuentros. Antes de cruzar esas avenidas con jardines, hacíamos una parada rigurosa en la tienda del señor Víctor para comprar el jamón y las berenjenas que la abuela te encargaba para el almuerzo del domingo.
Tu constitución era inmensa. Me invadía la obstinada curiosidad de que me revelaras tu estatura, pero con un encanto de fábula me respondías siempre lo mismo, ‘Kikita, me has de creer pero no he encontrado el metro con el largo necesario para medirme todo completo’. Entonces, para mis adentros, yo hacía unas conjeturas imaginarias y te comparaba con la altura de la alacena donde la abuela guardaba los postres. Ese estante debía medir más de dos metros y cuando el abuelo cogía de lo más alto el postre de icacos que tanto le encantaba solo tenía que extender muy poco el brazo. Entonces me inventé que debías medir los mismos dos metros de la alacena, y te apodé simplemente ‘el gigante’. Cuando salíamos de camino al parque, yo miraba de reojo por entre tus piernas cómo la gente te escrutaba y se les caía el labio como si estuvieran viendo por primera vez un rascacielos humano. Se quedaban lelos deconstruyéndote con ese pelo blanco erizado y tu sonrisa apasible.
Las gentes de los arrabales creían reconocerlo y se atrevían a saludarlo como si de verdad supieran que él era el juglar de sus tristezas y amoríos. Aunque intuyeran conocerlo, la verdad no tenían cómo, porque pocas fotos había de él. Además, quienes más escuchaban su música no eran personas que leyeran habitualmente el periódico o compraran las escasas revistas culturales del momento donde aparecía su fotografía. No, los esenciales admiradores del gigante del folclor eran los más humildes de las barriadas, los barrenderos, los choferes de taxis y tranvías, las tenderas, las aseadoras, los camareros de clubes, restaurantes y hoteles, los emboladores y loteros, los barberos, los zorreros, los carniceros, las verduleras de las plazas y los miles de jornaleros y campesinos que nunca conocerían una ciudad y jamás tendrían idea de quién era ese paisano artista con tamaño de vikingo. Sin saberlo, muchas veces el maestro estaba conviviendo entre ellos, merodeando e interpretando clandestino su flauta por las cantinas, mientras en la radio sonaban las famosas canciones que acompañaban los días solitarios de trajín y de siembra.
Ya llevaban dos días velándote, y la fila de apenados adeptos no disminuía. Mi madre había conseguido entrar a la iglesia acompañada por un edecán de la policía que no pudo ocultar sus ojos encharcados al verle el semblante triste. Mamá era una mujer espigada, casi tan alta como el abuelo. Su tez pálida daba la impresión de que se iba a desmayar al siguiente lamento. Pero no, era una señora recia, yo nunca le vi rodar una lágrima por su mejilla y ese día del velorio tampoco lloró.
El abuelo era caballero en el trato con el pueblo diverso que escuchaba su música. De esa sensibilidad célebre era donde brotaba el espíritu de sus composiciones arrobadoras. “Ven que te espera la hamaca y las flores de albahaca no perfuman sin ti” es lírica que él inmortaliza con su música, junto al ‘besito dulce de caña, quien te pudiera besar’ de los trabajadores en la molienda allende las montañas. Los sábados después de jugar en el parque, la abuela Helena nos espera para almorzar un sabroso ajiaco que ella prepara con las guascas del jardín. Ese día el comedor tiene una fragancia encantadora, decorado con manteles y candelabros belgas y un imponente jarrón de porcelana lleno de hortensias moradas y jazmines blancos. Por nada del mundo se perdían ese ajiaco famoso los músicos, poetas y políticos amigos del maestro. Ya podrán suponer las fascinantes tertulias que se armaban al son de variados y generosos licores. A veces se calentaban tanto las discusiones que no podía resultar más oportuno el momento en que la abuela llegaba con una bandeja de cristal color zafiro y silueta de canoa. La colocaba al frente del abuelo. Era la deliciosa caspiroleta cubierta con un merengue blanco, justa para endulzar los encendidos paladares de los comensales.
Una vez terminados los aperitivos, el pianista de élite santafereña se retira aparentemente a tomar una siesta. Pero algunos presentíamos que te escapabas a alguna gruta obrera. Salías furtivo por una puerta ignorada de la cocina que daba a la calle del Camerín del Carmen, una discreta sala de conciertos del siglo XVII donde algunas tardes de viernes anunciaban tocatas de cámara del maestro. Por esa calle llamada del Triunfo subías un trayecto empedrado muy empinado hasta desembocar en la cantina contigua a la iglesia del barrio Egipto. Al rato de jugarte una partida de tejo con los líderes de la junta barrial, te instalas un poco incómodo por tu tamaño en alguno de los troncos dispuestos por los compadres sobre el piso de tierra. Apenas empiezas a beber cauteloso el primer sorbo de una chicha espumosa, el desdentado señor Ruperto, dueño de la tienda, va hasta el armario desvencijado de su pieza y saca un tiple juiciosamente custodiado y exclusivamente reservado para las visitas del maestro Murillo, como te llamaba coloquialmente. A medida que campesinos y obreros terminan sus labores en el mercado, se van reuniendo en torno al barracón para celebrar la aparición de ese músico insólito al que los rumores populares bautizaron con el honroso seudónimo de ‘apóstol del folclor’ nacional. Empiezas tocando un éxito de los que más suenan por esos días en las radiodifusoras de comunas y veredas, ‘el carbonero’, “vengo buscando chinga mi china preciosa”, y al escuchar esas cuerdas rasgadas por tus legendarias manos se enciende la fiesta hasta bien avanzada la noche.
Emilio, como nunca me atreví a llamarle, se convertía en cascada de ternura en su intimidad familiar. En contraste, con ciertos círculos rolos y provincianos, el abuelo exageraba a veces su parquedad en el trato. Quizás porque usualmente no eran de tu agrado algunos intereses que dominaban la conversación. Eras temperamental como buen creador y me confesabas no tener paciencia para lisonjas con los poderosos y muy poca tolerancia para las pedanterías e hipocrecías zalameras de la flor y nata capitalina. Preferías la soledad del piano y el encantamiento de la flauta, a estar prodigando el tiempo en juegos inútiles de naipes o chismografías de coctel cachaco. Te hicieron socio honorario de cuanto country, campestre o gun club había en ciudades capitales, pero no porque fueras a pagar nunca un céntimo por extravagancia semejante, sino porque las élite provinciales querían tenerte en el listado de sus socios honorarios para contar con tu talento en bailes organizados por la ‘alta sociedad’. La aureola de tu fuerza radiante le daba caché a las celebraciones y henchía el ego de los anfitriones. Pero tu curiosidad intelectual se inclinaba más por esa suerte de club democrático en que se convirtieron los cafés de la ciudad. A cambio de una tacita de café en La Gran Vía olfateabas al viento las primicias literarias y en las tertulias te informabas de los más recientes acontecimientos mundiales. Su propietario don Manuel te invitaba a tocar el piano que había adquirido para divertimento de los artistas y literatos de la gruta simbólica durante aquellas noches aciagas de toque de queda en medio de guerras civiles perpetuas. Allí se atricheraban para alucinar al albur de versos de poetas contemporáneos como un Rilke ó Hofmannsthal, cuyos fantasmas repentinamente aparecían cuando un extático Soto Borda provocaba la imaginación de los imberbes bardos con deshilvanados fragmentos: “somos hombres inquietos, pero el paso del tiempo no es más que pequeñez en lo eternamente perdurable” y continuaba con los austríacos “todo lo inundó un profundo oleaje de música melancólica. Y esto sabía, aunque no lo entendía, lo sabía. Era la muerte. Convertida en música poderosamente anhelante, dulce y oscuramente ardiente, similar a la más profunda melancolía.”
Mamá logró finalmente llegar hasta las primeras bancas del templo cogida de gancho de un policía cortés que se secaba las lágrimas con su pañuelo almidonado. El aire y el espacio están condensados, la iglesia atiborrada de gente, en tanto un bálsamo de velones ornamentales baña el ataúd inconmensurable. Por los cuatro costados del altar se abren paso entre ruanas y sombreros varios monaguillos con sotanas rojas cubiertas de finos encajes blancos. Llevan cargados unos elevados sirios que simbolizan la luz de tu paso a la trascendencia, mientras acólitos nublan el féretro con sahumerios y envuelven la velación con un aroma místico.
Por algunos reportajes que dabas en revistas, la gente se enteraba de la compenetración sentimental que unía al maestro con su nieta. En varias inflexiones amorosas de tristezas y soledades, revelabas que tu Isabel era una inspiración de distintas entonaciones. Muchos de tus estados de ánimo dependían de si habíamos tenido oportunidad de vernos o no, o de si tu nieta atravesaba días felices o atribulados. Por eso mi mayor alegría era sorprenderte con una visita en tu sala del piano cuando menos lo imaginabas. Teníamos la fortuna de no vivir tan lejos y aunque aún no había cumplido los diez años, mamá me daba el permiso para irme sola hasta la casa de los abuelos, siempre que lo hiciera corriendo y sin distraerme con vitrinas o reparando en transeúntes. Con mis padres vivíamos a tres manzanas del hotel Granada y el abuelo justo al frente del Palacio de la Carrera.
Aquella tarde de domingo en el velorio, después de horas de estar repitiendo la letanía del rosario, mamá le hizo señas al juicioso edecán para que la ayudara a salir de la catedral. Salieron a paso lento y la gente se le acercaba sollozando, con tímidos deseos de abrazarla y agradecerle tanta poesía cantada. Ella comprendía lo que querían trasmitirle, pero su temperamento frío y distante, sumado a la tristeza que sentía, no le permitieron consolarles con el mismo cariño que ellos le expresaban. Cuando finalmente llegaron al atrio, un alférez del ejército vestido de gala, empezó a tocar el bando del duelo. La emoción contrajo la respiración de la multitud. Ninguno de los conmovidos seguidores quería aceptar que con esa nota marcial se apagaba la llama de tu acto final, el momento impensado de tu última despedida. Cuando empezaron a sonar las nostálgicas notas, caía una llovizna de algodón serenando el luto de los entristecidos. Unos destellos de arco iris iluminaron por instantes la plaza inundada de lágrimas y música. Al horizonte, el sol rojo se oculta finalmente tras la cordillera azul. Se viste de negro el primer domingo sin el abuelo y mi segunda noche de sueños interrumpidos sin escuchar el eco de tu piano subiendo por el santuario de Guadalupe. Al anochecer mamá regresa agotada de la velación. Con su rostro pálido, la piel fina y una mirada atribulada, me fue relatando todas las impresiones desde que llegó al zaguán de la catedral. El alcalde don Carlos le expresó el pésame sin poder decir mayor palabra, solo atinó a besarle la mano con un gesto de profundo respeto.
Ese domingo las autoridades recomendaron a los mayores no llevar niños a la vigilia porque había riesgos de sucumbir ante la muchedumbre. Era casi imposible abrirse paso entre las pesadas ruanas y los paraguas de campesinos, indígenas y obreros que no perdían la ilusión de despedir al ídolo de tantas fiestas y romances. Solo a través de la radio de mi abuela pudimos escuchar algo de lo que sucedía ese día de luto nacional. El locutor narraba los acontecimientos desde un camión acondicionado que lograron aparcar al ingreso de la plaza. Era el mismo reportero que el abuelo escuchaba reseñando las noticias de la mañana mientras leía el periódico con los sucesos del día anterior. Por aquel entonces era muy raro que la radio transmitiera eventos en directo, por las dificultades técnicas que implicaba y tuvieron que extender un cable de kilómetros hasta una de las escasas líneas telefónicas que había en el Capitolio. Lo usual era que se transmitieran posesiones presidenciales o desfiles militares. Pero era un caso extraordinario que se transmitieran las exequias de un compositor.
La verdad es que la la radio había nacido de la mano con la música del abuelo. Los innumerables pasillos, valses, polkas y bambucos que venías componiendo y musicalizando desde comienzos del siglo XX, configuraron un repertorio abundante de folclor que lograste grabar para la radiodifusión gracias a tu perseverancia con los estudios de la RCA Victor. Además, en tu viaje de 1910, conseguiste que en los estudios de la Columbia Phonograph Company, se grabara por primera vez el himno nacional, peripecia que te divirtió inmensamente como solemne tributo a tu sano nacionalismo. Por supuesto continuaste hasta el final interpretando personalmente en salones populares y te fascinaba improvisar, hacer tus tocatas de piano, como preferías llamarlas. Para el momento de tu muerte prematura habías acumulado entre cajones y armarios más de 200 partituras de obras del folclor nacional que poco a poco fueron dibujando la programación de las contadas emisoras de radio que existían.
El abuelo fue un manantial y guardián artístico para la construcción de la identidad musical nacional. Tu música manaba de canteras indígenas y campesinas, negras y sureñas, y los distintos sonidos armonizaban en el piano con estupendo encanto cuando improvisabas. Dicen los que saben que tus mejores composiciones eran las que improvisabas y seguramente lo mejor de tu arte no quedó escrito o grabado.
Siendo muy pequeña, solía jugar sobre unos leones de bronce que el abuelo tenía en el jardín. Lo veía pasar al final de las tardes precisamente para cautivar con la improvisación en la casa grande del vecino, al otro lado de la carrera séptima. Alguna mañana al desayuno, le revelabas a la abuela los detalles de una de esas conversaciones noctámbulas de alta reserva. Con emoción le explicabas una decisión histórica que Alfonso había tomado. Sin comprender muy bien de quién hablaban, para mis adentros pensé confundida que mi hermano Alfonso aún estaba muy pequeño para tomar ‘decisiones históricas’. Al rato fuí adivinando que se trataba del vecino de enfrente, del doctor López, en cuya casa grande se apostaban esos espigados guardias que más parecían unas estatuas humanas. Con los años entendí mejor que aquella decisión trascendental se trataba de una legislación impulsada por el amigo del abuelo para distribuir con mayor justicia las tierras rurales del país. El presidente contertulio de bohemias del compositor, quería una economía moderna y buscaba sacar a la nación del feudalismo confesional que la oprimía en un mar de ignorancia. Lo suyo hacía el abuelo pero desde la música, componiendo una identidad musical de nación con todos los mitos y elementos heterogéneos que absorbía en sus correrías y lecturas del folclor nacional, desde la selva amazónica atravesando al Macizo, hasta los acantilados del Baudó y las islas del Atlántico, cruzando por el páramo de Sumapaz hacia las sierras del Cocuy y los llanos del Arauca.
En uno de sus viajes internacionales fue a dar muy jóven, no habría cumplido lo treinta años, a los estudios de la RCA Victor en Manhattan, donde los productores gringos quedaron estupefactos cuando vieron llegar a semejante gigante venido del sur con un atado de pentagramas bajo el brazo. Derrochando talento y la seguridad de un compositor clásico, fue acogido con el mayor respeto y curiosidad, como si por su anatomía lo confundieran con un músico errante de alguna corte nórdica. A los pocos días de estar ilustrando a los ejecutivos de la industria fonográfica sobre las músicas desconocidas del Sur, ya estaba grabando bambucos y pasillos al frente de un fabuloso piano Bosendorfer que le ofrecieron para su gran fascinación. Grabó en Nueva York su primer disco de vinilo y me confesó con voz tímida que al regreso de ese viaje sentía un gozo inmenso por haber sorprendido a los productores norteamericanos, quienes al verle el tamaño de sus manos y garbosos dedos jamás imaginaron que pudiera moverlos con esa velocidad estética para provocar melodías tan sublimes y melancólicas. Los había logrado conquistar con la profunda convicción de que los bambucos y la música popular eran la bandera espiritual de su tierra y “una riqueza mucho más grande que sus petróleos y esmeraldas.” Hasta la apartada exposición de Sevilla viajó en 1927 y su emoción de artista se estremeció cuando conversando con Manuel de Falla veía como el gran maestro español de todos los tiempos sacaba de su abrigo camel una libretica y anotaba con apremio algunas de las obras que Murillo le hizo escuchar.
Después de muchas discusiones entre las autoridades, finalmente se acordó que el sepelio sería el martes. El presidente quiso posponerlo durante varios días porque le llegaban télex informando que salían campesinos hacia la ciudad para darle el último adiós y llorar al maestro. Pero la plaza central de la ciudad no podía seguir paralizada con esa balsa de pueblo en pena. Había que regresar a la normalidad y asumir el rigor del duelo y su ausencia. Seguirían sonando tus inmortales arpegios en la radio y seguirían retumbando las rimas del poeta en los tiples y las bandolas de los Andes.
Ese martes en la mañana salimos caminando con una abuela estóica hacia la catedral. Un carro negro brillante y lujoso que ella se negó a abordar escoltaba a la abuela. Seguía paramando y caminamos bajo los paraguas taciturnas, procurando que nada nos fuese a deslucir nuestro gallardo vestido negro. Íbamos con mamá, las tres finamente acicaladas. A la abuela le cubría el rostro un delicado velo que apenas dejaba ver el reflejo tormentoso de sus ojos aterciopelados. Queríamos que el abuelo nos sintiera elegantes, honorables legado de su estirpe, oliendo al perfume del estuche florentino que tanto lo seducía, como si fuéramos a otro más de sus bailes estelares en alguno de los sofisticados salones de la burguesía agraria. Entendimos que era el momento de celebrar su vida, su talento, su aura. A partir de ese día llevaría el sentimiento de tu música conmigo, pero no como un lágrimar abatido, sino como un formidable torrente de tu candidez y bonhomia. Y así es, cada vez que vuelvo a escuchar la música del abuelo, lo imagino con su gozo de niño comiendo caramelos cuando paseábamos al parque todas las mañanas de los sábados. Vagando por el bosque de la memoria y los olvidos, me llega el recuerdo de tus carcajadas, a las que alguna vez pusiste música en esa estrofa de tu amigo poeta, “los árboles de mi huerto saben cantar con la brisa, ¡qué cascabel fuera el huerto si en él vibrara tu risa!”