Sergio Pitol: “Soy un hijo de todo lo visto y lo soñado”

Murió en su casa de Xalapa, capital del oriental estado de Veracruz, el escritor mexicano. Una de las voces más importantes de Hispanoamérica, quien convirtió su discurso en un puente entre las dos generaciones literarias más importantes de México.

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REDACCIÓN CULTURA
12 de abril de 2018 - 08:17 p. m.
Sergio Pitol nació en Puebla, México, el 18 de marzo de 1933. / Efe
Sergio Pitol nació en Puebla, México, el 18 de marzo de 1933. / Efe
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El escritor, traductor, diplomático, viajero y promotor de la literatura Sergio Pitol murió a los 85 años de edad, tras padecer afasia primaria progresiva, una enfermedad que en el último año le impidió caminar, moverse y hablar.

Pitol, cuyo último libro, El tercer personaje, data de 2014, era un autor ajeno a lo que se espera de los escritores latinoamericanos de su generación, la de los que nacieron en los años 30. Ni era explícitamente político como Carlos Fuentes, ni era exuberante como Fernando del Paso, ni sus novelas tenían el aire cargado y existencial de Juan Rulfo. Al contrario, Pitol se había dado a conocer como traductor de literatura en lengua inglesa y Henry James había sido su primera referencia.

El desfile del amor, la novela que ganó el Premio Herralde de 1984 y lo hizo popular en América Latina, es el ejemplo perfecto, una obra de relojería que va recorriendo todos los rincones de la sociedad mexicana durante la Segunda Guerra Mundial, cuando el país se convirtió en un refugio para miles de europeos y el sistema priista se estaba consolidando. La ficción, por tanto, se convirtió en el contrapunto de la historia enriquecido por la psicología.

Pitol se licenció en derecho en la Universidad Nacional Autónoma de México y fue titular de esa carrera en su alma máter, en la Universidad Veracruzana de Xalapa y en la Universidad de Bristol. Fue miembro del Servicio Exterior mexicano desde 1960, para el que trabajó como agregado cultural en París, Varsovia, Budapest, Moscú y Praga. Su paso por Moscú afianzó en él su afición por la literatura rusa en general y por Antón Chéjov en particular.

También fue conocido por sus traducciones al español de novelas de autores clásicos en lengua inglesa, como Jane Austen, Joseph Conrad, Lewis Carroll y James, entre otros.

La obra de Pitol se convirtió en un puente entre la generación de Juan Vicente Melo, Julieta Campos, Salvador Elizondo, José de la Colina y Elena Poniatowska, nacidos en los primeros años de la década de los treinta, y la de José Emilio Pacheco y Carlos Monsiváis.

Necesitó viajar para perder el pudor a publicar. Meses antes de cumplir los 20 años salió por primera vez al extranjero. En Caracas escribió varios poemas, entre ellos uno que decía: “Decir que eran deleznables sería elogiarlos”. En 1957, cuando tenía 25 años, sus primeros cuentos vieron la luz en una revista dirigida por Juan José Arreola. “Me inicié con el cuento y durante quince años seguí escribiéndolos. En el cuento hice mi aprendizaje. Tardé mucho en sentirme seguro”, dijo para El País de España.

Con motivo de la publicación de Una autobiografía soterrada (2010), bajo el sello Almadía, comentó a La Jornada: “Soy un hijo de todo los visto y lo soñado, de lo que amo y aborrezco, pero aún más ampliamente de la lectura, desde la más prestigiosa a la casi deleznable... Escribir ha sido para mí, si se me permite emplear la expresión de Bajtin, dejar un testimonio personal de la mutación constante del mundo”.

Sergio Pitol recibió el Premio Cervantes 2005. En su discurso confiesa por qué su infancia es precisamente uno de los pilares de su obra: quedó huérfano a los cuatro años, con lo que tuvo que ser criado por una abuela. Una infancia marcada, además, por la enfermedad, que irremediablemente le condujo a la lectura. “Leí todo lo que cayó en mis manos. Llegué a la adolescencia con una carga de lecturas bastante insoportable”, escribió en El arte de la fuga.

“Un nombre, tan distante a la elegancia: Potrero. Era un ingenio de azúcar rodeado de cañaverales, palmas y gigantescos árboles de mangos, donde se acercaban animales salvajes. Potrero estaba dividido en dos secciones, una de unas quince o diecisiete casas, habitadas por ingleses, americanos y unos cuantos mexicanos. Había un restaurante chino, un club donde las damas jugaban a las cartas un día por semana, una biblioteca de libros ingleses y una cancha de tenis”, relató en el discurso dado en la entrega del Premio Cervantes.

Pitol se convirtió en un trashumante. Su ausencia reiterada en el panorama literario de México lo mantuvo al margen de muchos eventos, de muchos episodios que los demás escritores de su época recalcaban importantes. Eligió el Servicio Exterior porque fue la única carrera que le permitió ganarse la vida viajando. Ya había descubierto que el movimiento era la única forma en la que podía crear, así que no volvió a quedarse quieto. “Creo que por 25 años no supimos de él sino a través de sus cartas”, dijo una vez Elena Poniatowska.

En realidad fueron 28 años. Un periplo a través de China, Bulgaria, Hungría, España, Francia, la Unión Soviética y Checoslovaquia. En cada escala gestaba una inquietud que cargaba como bagaje al siguiente destino. Su Trilogía de la memoria, editada por Anagrama y compuesta por El arte de la fuga (1996), El viaje (2001) y El mago de Viena (2005), combina sus memorias de viaje con ensayos y fragmentos de borrosas fronteras entre realidad y ficción.

Por REDACCIÓN CULTURA

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