¿Y si el arte no sirviera para embellecer, sino para incomodar?, se preguntaba una publicación en redes sociales. Esta frase abría un campo de tensiones donde el arte se entrelaza con su contexto, lo desafía, lo desentraña o lo subvierte.
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El maestro Germán Camilo Téllez lo había dicho alguna vez: si el arte no incomoda, pueden estar ocurriendo dos cosas. O bien, la sociedad ha alcanzado un grado de madurez en el que asume la crítica sin escándalo, como quien ha aprendido a conversar sin miedo. O, por el contrario, ha sido domesticada. Se ha plegado a los valores del consumo, al confort de lo decorativo, a los criterios del mercado, hasta volverse una pieza más del mobiliario: agradable, inofensiva, funcional.
No todo arte busca provocar. Tal vez ese no sea su punto de partida ni su destino final. Pero cuando lo hace, nos obliga a enfrentar preguntas: ¿hay límites para la libertad creativa? ¿Existe un deber de respeto hacia lo sagrado, lo simbólico, lo culturalmente sensible? ¿Dónde se traza la línea entre expresión legítima y agresión simbólica?
La semana pasada, el Rijksmuseum de Ámsterdam volvió a poner el tema sobre la mesa. Un grupo cristiano protestó por la exhibición de un preservativo de 1830 con un grabado satírico: una monja en una posición erótica con tres clérigos. Para la organización religiosa Stichting Civitas Christiana y su grupo juvenil afiliado, la pieza constituye una “burla grotesca a Dios y a la Iglesia”. Más de 5.000 folletos fueron repartidos frente al museo en señal de protesta.
Sin embargo, desde el museo la mirada es distinta. Joyce Zelen, cocuradora de la muestra, sostiene que no hubo provocación ni ataque deliberado, sino una continuidad con la tradición del humor gráfico. “Burlarse de la religión es tan antiguo como la religión misma. No creo que esto responda a la Revolución Francesa ni sea un acto anticatólico. Su objetivo es ser gracioso”, explicó.
Este anticonceptivo, hecho del intestino ciego de una oveja, tiene casi 200 años. El Rijksmuseum considera que podría tratarse de un recuerdo de burdel, y según su información, solo se conservan dos ejemplares.
En marzo de 2025, otro caso, más polémico y judicializado, agitó el debate. Un juez de Ciudad de México ordenó suspender la exposición “La venida del Señor”, del artista Fabián Cháirez, en la Universidad Nacional Autónoma de México. La razón: vulneración de la libertad religiosa. Las obras, que representaban figuras como Cristo y la Virgen María en escenas de éxtasis sexual, fueron denunciadas por una asociación de abogados cristianos que reunió más de 9.000 firmas. Además, un grupo de católicos clausuró simbólicamente la sala, vestidos con camisetas negras y pancartas que decían: “Mi fe no es tu arte”.
Para Cháirez, fue un acto de censura que denunció como peligroso no solo para él, sino para cualquier creador. “Si hoy están en contra de mi libertad, están abriendo la posibilidad de que mañana vayan en contra de la libertad de ellos”, dijo en un comunicado. También expresó su desencanto con la institución: “Me siento sin herramientas al no recibir apoyo de la UNAM”.
Los casos del mexicano y del preservativo en el Rijksmuseum reabren una pregunta difícil de resolver: ¿hasta dónde puede llegar el arte cuando toca lo sagrado? El profesor Elkin Rubiano, director del Área Académica de Humanidades y Estudios Literarios de la Universidad Jorge Tadeo Lozano, insiste en que no hay fórmulas claras. Las fronteras entre crítica y agresión simbólica son difusas. “Muchas veces, una forma de criticar es ofender. La sátira y la caricatura recurren a la ofensa para señalar, para evidenciar”, explicó.
Juanita Solano, profesora de la Facultad de Artes y Humanidades de la Universidad de los Andes, coincidió en que el arte no puede reducirse a un manual de buenas maneras, pero subrayó que no toda provocación es igual ni todo señalamiento es irresponsable. “La pregunta no debería ser si una obra puede ofender, sino desde dónde lo hace y a quién interpela. No es lo mismo burlarse desde una posición de poder que hacerlo desde una marginalidad crítica”.
Esa perspectiva resonó con las ideas de Rubiano, quien destacó que el contexto es esencial. Mencionó uno de los argumentos del grupo cristiano neerlandés, que advirtió que una pieza similar con referencias al islam probablemente habría sido considerada inaceptable.
“El asunto se relaciona con el contexto actual de Europa, donde el islam es una minoría en países mayoritariamente cristianos o católicos. En ese escenario, algunos creen que un museo no debería representarlo, lo que genera tensiones. Al ser una religión racializada y minoritaria, cualquier imagen puede percibirse como un ejercicio de poder desigual. En un entorno marcado por el racismo y la xenofobia, esto se vuelve aún más delicado. El grupo de católicos que protesta tiene un punto válido: existe un trato diferenciado sobre qué se considera ofensivo, y esa desigualdad lo complica todo”, planteó.
Frente a esta disyuntiva, Solano insistió en que lo que está en juego no es solo el contenido de la obra, sino las estructuras de poder que la rodean: quién la produce, quién la exhibe y en qué condiciones llega al público. “Lo problemático no es que el arte incomode. Lo problemático es que esa incomodidad se desligue de su contexto social, político e institucional”, señaló.
De la responsabilidad a la autocensura
¿Hasta dónde puede llegar un artista sin traicionar su conciencia ni incomodar a quien lo financia? ¿Dónde empieza la responsabilidad y dónde la censura disfrazada? Para Elkin Rubiano, en esos escenarios no se trata de responsabilidad ética, sino de autocensura, y eso —asegura— es un síntoma preocupante. “La autocensura nunca será una buena acción. Quiere decir que hay poderes que no me permiten decir algo libre. Si retiro una imagen por miedo a perder el patrocinio, es porque la autonomía está en riesgo”.
Juanita Solano, por su parte, reconoció que la libertad no puede ser absoluta, pero sí razonada. Y diferenció: “La institución no se autocensura; censura al artista”. A veces, dijo, retirar una obra puede ser más problemático que mantenerla, porque la censura amplifica el ruido en lugar de silenciarlo. Por eso defiende el juicio caso a caso y la existencia de espacios que reflexionen críticamente sobre los límites de lo que se exhibe.
A lo que se refirió Solano se le conoce en el mundo artístico como el efecto Streisand: algo que al intentar censurarlo u ocultarlo, se hace más famoso.
Hay obras que pueden resultar ofensivas por descuido o desinformación, y otras que incomodan porque son profundamente críticas. Distinguir entre ambas es, quizá, uno de los desafíos más urgentes del arte contemporáneo. Pero en algo coinciden ambos académicos: el arte no ofrece respuestas cerradas. Se mueve en el filo entre el respeto y la provocación, entre la ética y la libertad. Ese filo es, para muchos, lo que lo mantiene vivo.