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“Simulacros” y la infancia

Prólogo del libro de cuentos “Simulacros”, recientemente lanzado por Fallidos Editores.

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Jaír Villano
31 de octubre de 2020 - 06:00 p. m.
"En tiempos de exacerbamiento de la imagen es más importante publicar que leer".
"En tiempos de exacerbamiento de la imagen es más importante publicar que leer".
Foto: Pixabay
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Un escritor, Juan Carlos Onetti, decía que hay dos categorías de autores: los que quieren ser escritores y los que quieren escribir. Róbinson Grajales (Medellín, 1979) lleva mucho tiempo escribiendo en silencio, bruñendo sus formas, cuidando su prosa, dudando sobre su propio oficio.

Es alguien que, simplemente, escribe. Y esto no es un detalle menor: en un panorama donde se publica a diestra y siniestra, donde se reproducen buenas intenciones, donde lo liviano se disfraza de agudeza. En suma: donde cualquiera puede publicar un libro, a pesar de haber leído muy pocos libros. Porque en tiempos de exacerbamiento de la imagen es más importante publicar que leer.

En un escenario como este, decía, una incursión como la de Grajales se hace alentadora: se nota que su narrativa ha sido trabajada, renunciada y superada. Se nota que hay un individuo al que le importa más la literatura que el rol de literato (esa incorregible vanidad). Que prefiere serle fiel a su necesidad de satisfacción personal que a la ansiedad que puede generar la publicación de una obra. Ese afán por evadir el anonimato -tan necesario por sus lecciones- que desespera a ciertos nóveles.

No hay prisa. No hay pretensiones. No hay ínfulas, ni rimbombancias, ni maromas. “Simulacros” es un libro sobrio y puntual: cuyo eje de atención son las historias.

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Hay un elemento palpable alrededor de estos cuentos: una sensibilidad evocativa que se deja intuir. La infancia, como esa patria de recuerdos donde reside lo más bello y lo más cruel, donde se amalgaman la ingenuidad y la perspicacia más dañina, donde la definición de la existencia y el cuerpo de la existencia es todavía una inquietud lejana. La infancia como intensidad de discernimiento psicológico.

“El gato de dos caras” es un relato que en unas pocas páginas deja una pregunta sobre la interacción del relato personal con el relato personal sobre mí de los otros. El gesto corporal del felino y su dueña y lo que ello representa para sus compañeros del barrio es bien representado: una analogía efectiva:

“Los evitaba desde que una vez Miguel le dijo: ¿Ese gato tan raro es tuyo? Con fastidio, respondió: Sí; y no es raro, es diferente. Ellos se rieron. Sí, claro, dijo Nacho masticando una cáscara de mango”.

La virtud, como en casi todos los demás cuentos, es que no hay voluntad explicativa. De modo que es el lector quien orienta su interpretación. La convicción despreocupada de la afirmación, que a cambio ofrece sugerencias.

“Casi un vuelo” ocurre algo similar: la disputa entre uno niños del barrio, su deseo por oponerse a la fuerza y el poder de sus semejantes, hace de una historia simple algo significativo: los riesgos que implican las relaciones entre seres ajenos a los alcances de sus ocurrencias.

La aspiración por ocupar un mejor lugar dentro del grupo de amigos hace que el protagonista use cualquier tipo de mecanismo con tal de no serle inferior a Martín y a Víctor. Las consecuencias que ello implica resultan inquietantes: los riesgos a los que se exponen los infantes remueven esos lugares y situaciones a las que, alguna vez, todos nos expusimos. La infancia como tránsito inseguro.

“Junto a la pared blanca” se siente esta misma tensión: la mirada sobre el otro. En este caso, de un niño sobre dos niñas. El descubrimiento de nuevas cosas, la aparición de nuevas subjetividades, la seguridad del relato personal como individuo cobra relevancia. Grajales es psicólogo de profesión; a lo sumo, en estos cuentos se pueden rastrear ciertas preguntas que persisten sobre ese estado de confusión y apertura, de novedad y monotonía, de encantos y desencantos. La infancia como (des)conocimiento corporal.

Esta unidad es quizá la que más se hace presenciar, aunque sin por ello opaque la amenidad con la que se leen los demás.

De esta segunda parte, que en realidad no existe -es invención mía- se destacan “Nuestro señor Lipski”, por lo bien logrado que está el recurso narrativo, por la capacidad de hacer cómplice al espectador de esa extraña fabulación que hay entre un grupo de amigos; “La lengua del demonio” por lo verosímil que es la ubicación de personajes, Daniel Schofield llega a una tierra desconocida a traducir la Biblia, y termina por encontrarse un imprevisto que lo hace salir huir.

Y destacaría “Vivirán estos huesos” porque es un cuento que logra transmitir los estragos mentales que genera una obsesión. Y esto en un tono sencillo. Un relato de fuerza sombría, que logra mantener al espectador en suspense.

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En esa misma dirección, “Trozos de sol”, que hace uso de una difusa introspección para narrar los instantes que separan la vida de la muerte; “El ángel y el poeta”, que en una segunda persona representa el curioso azar entre dos personajes; y “Maniobras”, por la sonrisa sardónica al mundillo de las letras.

“Simulacros”, en suma, ofrece delectación estética. Es el lector quien establecerá su propio orden de preferencia. Lo cierto es que las virtudes literarias están presentes, y se hacen notar por oposición a sus defectos, esto es: escenas que estorban, palabras ruidosas, galanterías innecesarias. A veces tan reconocibles en autores que incursionan.

Róbinson Grajales es una pluma que interroga sus cualidades por efecto de la literatura: porque la reverencia, la siente, la exige. Esa ambivalencia atraviesa a toda pluma: en algunos casos con suerte, en otros con lamentación. Una cosa es escribir, y otra publicar. A veces el disfrute que genera lo primero se atrofia cuando lo segundo aparece ya no como idea, sino como fin.

La distancia que ha tomado Grajales con ese objetivo ha contribuido en un libro de una voz a la que se le escucha un acento que persigue una dialéctica correcta: la del que escribe y corrige.

Y olvida que es escritor.

Por Jaír Villano

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