“Está bien ser feliz por unos días, pero no siempre”, decía tranquilo y sin angustias el lenguaraz padre del monstruo irreverente del nadaísmo, Gonzalo Arango. Huyendo de curiosos y lagartos, el poeta llegó hasta la casa marina del pintor barranquillero nacido en Cartagena, Norman Mejía, cuya enigmática residencia fue, hasta el día de su conjurada conflagración en 1994, objeto de odios y temores por parte del pueblo pesquero que percibió (infantilmente) como satánicas, las paredes pintadas en homenaje erótico a la “Horrible mujer castigadora”, obra a la que el pintor le debía toda su indeseada fama y reconocimiento.
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Norman Mejía levantó su taller sobre unas filosas rocas violentas y frente al mar salvaje de Barranquilla, ciudad que su amigo, el nadaísta Arango, aseguraba recordar aun sin haberla conocido, pero que tampoco había imaginado menos bella. “Aquí todo conspira contra el espíritu: el cielo, las mujeres, el mar, el verano. Yo lo dejaría todo por eso, soy muy dócil a las tentaciones”.
Por aquella época, Álvaro Barrios no era el artista colombiano que es hoy, sino un muchachito inquieto de escasos 20 años que persiguió al escritor antioqueño hasta los rincones encumbrados del municipio de Puerto Colombia, para arrancarle una entrevista que luego le publicaron en las páginas del Diario del Caribe, en octubre del 1966. La Universidad del Atlántico andaba por sus bodas de plata y su fundador, Julio Enrique Blanco, recibía de manos del ministro de Educación, Gabriel Betancourt, la Gran Cruz de Boyacá.
La universidad logró sobrevivir a su primer cuarto de siglo y el hecho se celebró durante toda una larga Semana Universitaria. Hubo reina universitaria nacional: una barranquillera estudiante de arquitectura le ganó en gracia y belleza a las, no sé cuántas, representantes de las universidades del resto del país.
Sin embargo, no todo fue frivolidad y paparazzis durante aquella semana de eventos culturales y académicos. Los estudiantes se quebraron la cabeza en intensos torneos de ajedrez y en la galería de Bellas Artes sobraban las exposiciones que venían luego del Concurso Nacional de Pintura, que precisamente el año anterior, había ganado Norman Mejía.
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En otros recintos de esa misma facultad, en las mesas redondas y conferencias de literatura en las que participaron escritores como Álvaro Cepeda Samudio, Manuel Zapata Olivella, Meira Delmar y Jaime Sanín Echeverri, al final se consideró que la narrativa colombiana era costeña: “[...] en ese caso, no me quedaría más remedio que trasladar a Barranquilla los cuarteles de verano del nadaísmo. Que Dios libre a la ciudad de semejante catástrofe”.
Álvaro Barrios pescó su cita con Gonzalo Arango al final de su conferencia en uno de los salones de Bellas Artes, en la que dijo que él no sabía hablar de literatura, sino a través de su propia vida, que para qué lo habían invitado a Barranquilla, le preguntó al público. En última instancia, y sin salirse de su traje, Arango habló de André Bretón y sobre un tema que no envejece: vivir. “Qué hablen de novela los novelistas, los académicos y los eruditos. Yo, que soy un vividor, hablé de mi oficio, el de vivir”.
A Barrios le dijo: “Si soy feliz, no pienso, no soy creador. Para mí, el espíritu es una flor de tierra fría. Mejor vuelvo a mi agujero de topo mental, aunque sé que a la hora de la muerte me va a matar el remordimiento”. Se fue de Barranquilla a morir en un carro que estrelló contra el frío de Cundinamarca a los 45 años de edad, una década más arriba (1976) en plena Guerra Fría y en medio de una creciente marejada de jóvenes comunistas que soñaban con cambiar el mundo. Mientras tanto, en los clasificados de los periódicos locales, los espiritistas costeños ofrecían infalibles métodos metafísicos con los que ahuyentar a unos duendes andinos.