Ana María Rueda acaba de concluir una residencia artística en el Taller de Papel, ubicado en Barichara, Santander. Las residencias proporcionan un espacio donde los artistas rompen con la rutina de su vida cotidiana, permitiéndoles revisar y depurar su práctica artística. Es un tiempo para pensar, experimentar, fortalecer o desafiar procesos creativos. Estar en una residencia implica trabajar en colaboración, intercambiar ideas y experiencias con otros artistas y, en muchos casos, interactuar con la comunidad local.
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En este entorno impregnado de luz e historia, Rueda continuó desarrollando su proyecto “Un jardín propio”, una metáfora que aborda la confianza en el otro a pesar del desplazamiento forzado y las consecuencias para las víctimas que se ven obligadas a exiliarse, dejando atrás su hogar e identidad. Después de mucho dolor, encuentran este jardín simbólico que da la posibilidad de sanar las heridas emocionales y reconstruirse como seres humanos.
Aunque la artista se centra en la situación de lo que ha vivido el país, la humanidad está atravesando una crisis global y los vientos de guerra flagelan el mundo con conflictos armados que azotan diversas regiones. Esta ruptura del tejido social nos lleva a reflexionar sobre el verdadero significado de la humanidad, que se ve oscurecido por la insensibilidad y crueldad de quienes perpetúan la violencia y cometen atrocidades contra sus semejantes. La “humanidad” se ha escindido, de ella se desprenden palabras como “monstruoso”, “insensible” y “caníbal”.
La obra creada durante la residencia surge de interrogantes sobre cómo la historia geológica influye en la identidad cultural y en la relación de las personas con su entorno. “Un jardín propio” y la obra abordan la relación entre la naturaleza y la experiencia humana, tanto en sentido metafórico como real, siendo ambas una exploración de la identidad. La instalación, realizada con fibras de fique de Barichara y papeles elaborados en la residencia, hace eco de los bosques de la región, representando el lugar de pertenencia como protagonista.
Su jardín es inspirador, se abre como ese lugar de la siembra donde acoge a todos para crear un cultivo de personas más allá de lo meramente humano. La artista explora la pérdida aludiendo a un lugar reconocible como propio y a una tierra que sufre violencia y es testigo de mucha crueldad. Ana María Rueda ha conversado con cientos de desplazados que llegan a Bogotá y ha realizado talleres resilientes, proporcionando algo de esperanza a estas personas. No solo se refiere a los cientos de desplazados en Colombia que han perdido todo, sino que su obra encapsula toda la humanidad, donde el dolor está presente y ella teje las telas, pone flores en los troncos encontrados, pinta y da forma a la idea de una casa abierta. Utiliza gasa ligera, suave, llena de hilos, tal vez para cubrir a los heridos, abordando cada herida y proporcionando alivio a quienes han perdido a un ser querido o han vivido el horror de abandonar su tierra o su hogar.
La obra posee un carácter ritual, que se repite como las puntadas de su tejido y nos llama a emprender una sanación colectiva. Su deseo es que sus piezas sean un soporte que nos sostenga y nos reconecte con lo humano. Los materiales que emplea la artista son diversos: ramas secas, piedras, alambres, óleos, lienzos y gasas delicadas que, algunas veces, pinta de color rojo, como si absorbieran la sangre de las heridas. “Un jardín propio” es un lugar colectivo, un tejido que invita al espectador a seguir entretejiendo historias y sacando a la luz el dolor que se encuentra a flor de piel y en el inconsciente colectivo. Su jardín es un refugio seguro para enfrentar las pérdidas y los desastres de la guerra.
La instalación plantea interrogantes importantes: ¿cómo podemos sanarnos individual y colectivamente? ¿Cómo podemos dejar atrás la guerra y reparar los traumas que deja un conflicto? ¿Cómo podemos reconstruir una nación? ¿Cómo podemos ser resilientes en un país que se tambalea y donde aún resuenan los ecos de la guerra? ¿Cómo podemos evitar repetir las historias de violencia que hemos vivido? Estas preguntas surgen al observar el proceso silencioso y delicado que realiza la artista. “La pérdida no es solo física”, afirma Rueda. ¿Cómo podemos tener y cuidar un jardín propio y permitir que otros seres lo vean crecer, lo habiten y lo consideren suyo? Este jardín evoca la necesidad de detenernos y permitir que la naturaleza que está en su jardín haga su trabajo en nuestras heridas emocionales y espirituales. Un jardín requiere tiempo, al igual que las heridas.
En resumen, toda su obra nos recuerda que, aunque somos frágiles, también somos capaces de restaurarnos y encontrar fortaleza en nuestro proceso de recuperación. También se percibe que para sanar necesitamos del otro. Encontramos telas dobladas que, cuando se despliegan, revelan un cielo azul que nos cobija a todos. Un jardín en reparación, construido con ramas y palos que cuelgan del techo, recordándonos a las plantas del invierno que han perdido su follaje o han sido quemadas por el frío. Intuimos que es un jardín que florecerá y reverdecerá.
Es el ciclo de la vida, el nacimiento y la muerte; la naturaleza sabia nos enseña que todo ocurre en su momento. Pacientemente, Rueda ha unido las ramas rotas con hilos, como cuando hacemos un injerto o nos ponen un yeso. Da la sensación de que estas ramas, como heridas, están sanando gracias a los procedimientos de la artista. Siempre se ha dicho que hay dos tipos de poder: uno que ejerce control sobre otros y es destructivo, y otro que surge desde adentro, que trae paz, trascendencia y creatividad. Esta obra puede auscultar las cicatrices de la guerra o los eventos diarios y puede tener el poder de curar.
La obra de Ana María Rueda y otros artistas que han participado en la residencia se puede visitar desde el 18 de mayo en el Taller de Papel de la Fundación San Lorenzo, en la exposición “Doméstico” en Barichara, Santander.