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Nicolás Copérnico, una revolución alrededor del Sol (I)

Cuatrocientos ochenta años atrás, meses más, meses menos, Nicolás Copérnico terminó de escribir su obra “Sobre las revoluciones de los orbes celestes”, que pasaría a la historia con el nombre de “De revolutionibus”. Allí, por primera vez en la historia, y contradiciendo miles de años de teorías que situaban a la Tierra como el centro del Universo, alguien afirmaba que no era así, y que el Sol era el centro del universo. Con Copérnico se iniciaba lo que los estudiosos denominaron “La revolución científica”.

Fernando Araújo Vélez

23 de mayo de 2025 - 04:00 p. m.
El famoso libro de Nicolás Copérnico “Sobre las revoluciones de los orbes celestes” fue publicado en 1543.
Foto: Wikicommons
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En junio de 1949, Herbert Butterfield publicó un libro al que tituló “Los orígenes de la ciencia moderna”. Entre tantas otras cosas, decía allí que la ciencia y la revolución que se había producido por ella y a su alrededor, eclipsaba “cualquier acontecimiento posterior al auge del cristianismo y reduce el Renacimiento y la Reforma a la categoría de meros episodios, simples desplazamientos internos dentro del sistema del cristianismo medieval”. Más allá de que aquel concepto fuera cierto o no, y de las polémicas que generó, la ciencia, o la revolución científica, marcó un punto divisorio en la evolución de la humanidad. El mundo se transformó, y lo hizo a altas velocidades, desde la aparición de un libro de Nicolás Copérnico en la que explicaba la naturaleza del sistema solar.

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“Sobre las revoluciones de los orbes celestes” fue publicado en 1543, y allí Copérnico, nacido en Toruń, reino de Polonia, el 19 de febrero de 1473, desafió la teoría geocéntrica que había imperado, y por lo tanto, puso en entredicho a los dioses y a la Iglesia Cristiana. Aunque más de 18 siglos antes Aristarco de Samos había estudiado los cielos y determinado que el sol era mucho más grande que la tierra, y que era la tierra la que giraba alrededor del sol, sus conclusiones se extraviaron en alguno de los incendios que sufrió la Biblioteca de Alejandría, adonde había ido a estudiar y a investigar. Sus trabajos fueron citados en varias ocasiones por Plutarco y Arquímedes, pero aquellas citas también fueron sepultadas o destruidas en nombre del dios de los cristianos, o de los dioses germanos que derrotaron a los ejércitos del Imperio Romano.

Copérnico estudió en la Universidad de Cracovia, protegido por uno de sus tíos, el obispo de Varmia, Lucas Watzenrode, uno de los hombres más influyentes tanto del entonces reino polaco, como de Prusia. Durante el invierno de 1491, se matriculó como Nicolaus Nicolai de Thuronia en la facultad de artes de la Escuela de Matemáticas y Astrología, y allí empezó a leer algunas de las teorías de Aristóteles y Averroes sobre el universo. Luego estudió derecho, medicina, filosofía, astronomía, navegación y lo que entonces se llamaba ‘Belles lettres’, en las universidades de Bolonia, Roma y Padua, y por su cuenta. Varios de sus apuntes y notas se perdieron en diversas batallas de distintas confrontaciones bélicas, y algunas fueron a dar a una de las salas del museo de Upsala, Suecia.

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Muy a pesar de que Copérnico cometía errores en sus mediciones y observaciones astronómicas, siempre tuvo dudas sobre la interpretación del universo que habían hecho los griegos, comenzando por Aristóteles, por su traductor y divulgador, el árabe Averroes, y por Ptolomeo. Para él, no era lógico que la naturaleza se hubiera organizado por sí misma “en un complicado conjunto de ‘epiciclos y excéntricos’ como sostenía el griego”, y como lo reseñó Peter Watson en su libro de “Ideas”. “Tras abordar este problema tan extraordinariamente difícil y casi insoluble —escribió—, por fin se me ocurrió cómo se podría resolver por recurso a construcciones mucho más sencillas y adecuadas que las tradicionalmente utilizadas, a condición únicamente de que se me concedan algunos postulados”.

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Sus postulados, a los que llamó también axiomas, eran: “1. No existe un centro único de todos los círculos o esferas celestes. 2. El centro de la Tierra no es el centro del mundo, sino tan solo el centro de gravedad y el centro de la esfera lunar. 3. Todas las esferas giran en torno al sol, que se encuentra en medio de todas ellas, razón por la cual el centro del mundo está situado en las proximidades del Sol. 4. La razón entre la distancia del Sol a la Tierra y la distancia a la que está situada la esfera de las estrellas fijas es mucho menor que la razón entre el radio de la Tierra y la distancia que separa a nuestro planeta del Sol, hasta el punto de que esta última resulta imperceptible en comparación con la altura del firmamento. 5. Cualquier movimiento que parezca acontecer en la esfera de las estrellas fijas no se debe en realidad a ningún movimiento de éstas, sino más bien al movimiento de la Tierra”.

En los siguientes puntos, afirmaba que tanto la Tierra como los elementos que estuvieran cerca de ella, como la luna, por citar un ejemplo, se movían en una constante “revolución alrededor de sus polos fijos”, y que lo que parecían ser movimientos del Sol no lo eran en realidad, sino que eran una ilusión generada a partir de los movimientos de la Tierra, y la Tierra tenía más de uno. Por último, finalizaba su lista de axiomas o postulados diciendo que “Los movimientos aparentemente retrógrados y directos de los planetas no se deben en realidad a su propio movimiento, sino al de la Tierra. Por consiguiente, éste por sí solo basta para explicar muchas de las aparentes irregularidades que en el cielo se observan”. Con otras palabras, por supuesto, Aristarco había dicho cosas muy similares, casi dos mil años antes.

Copérnico recopiló sus ideas y las plasmó en su libro “Sobre las revoluciones de los orbes celestes”, que con el pasar de los años fue llamado comúnmente “De revolutionibus”. Se lo envió al papa, Paulo III, y éste a sus clérigos. Todos dieron por lógicos sus postulados, y el tratado se publicó en 1543, el año de la muerte de su autor. Había comenzado a escribirlo en 1506, y en 1531 lo dio por concluido, pero entonces comenzaron las lecturas, las revisiones, los interrogantes y demás. Luego de su publicación, y durante gran parte del siglo XVI, las afirmaciones de Copérnico fueron respetadas, y en los círculos científicos, aceptadas. Según Peter Watson, “No fue hasta 1615 que alguien se quejó de ellas afirmando que contradecían la teología convencional”.

No obstante, ya en 1539, por oídas de oídas de rumores de sus asesores y de alguno que otro fanático, Martin Lutero había dicho: “La gente le prestó la oreja a un astrólogo advenedizo que buscó demostrar que la tierra se mueve, no los cielos en el firmamento, el sol y la luna (…). Este loco desea revertir toda la ciencia completa de la astronomía; pero la escritura sagrada nos dice (Josué 10:13) que Josué comandó al sol quedarse quieto, y no la tierra”. Luego de las palabras de Lutero, algunos sacerdotes se pronunciaron en contra de la obra, pues consideraban que la gran verdad y la única verdad era la que estaba escrita en la Biblia. La Sorbona la consideró sacrílega, igual que otras universidades católicas. Solo la de Salamanca la incluyó dentro de su pénsum de lecturas, primero como opcional, y luego, a fines del siglo, como obligatoria.

Por Fernando Araújo Vélez

De su paso por los diarios “La Prensa” y “El Tiempo”, El Espectador, del cual fue editor de Cultura y de El Magazín, y las revistas “Cromos” y “Calle 22”, aprendió a observar y a comprender lo que significan las letras para una sociedad y a inventar una forma distinta de difundirlas.fernando.araujo.velez@gmail.com
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