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“La sirena llamó. El monstruo respondió”

Texto de una psicoanalista sobre “La sirena en la niebla”, cuento del legendario escritor estadounidense Ray Bradbury, de quien se cumplen esta semana diez años de su muerte.

Belén del Rocío Moreno Cardozo / Especial para El Espectador
31 de mayo de 2022 - 01:17 p. m.
Ray Bradbury murió el 5 de junio de 2012, en Los Ángeles, California. Su obra más emblemática en ciencia ficción fue "Fahrenheit 451", publicada en 1953.
Ray Bradbury murió el 5 de junio de 2012, en Los Ángeles, California. Su obra más emblemática en ciencia ficción fue "Fahrenheit 451", publicada en 1953.
Foto: Archivo

El cuento “La sirena en la niebla”[1], de Ray Bradbury, narra la mutación del sonido de la sirena de un faro en un potente llamado al que responde el último dinosaurio del mundo. La historia nos llega a través de Johnny, ayudante de McDunn, el guardador del faro. El sonido de la sirena no solo se extiende a través de miles de kilómetros mar adentro para alertar a los barcos, también surca el tiempo para tocar el oído de ese animal que habita en el fondo marino desde hace millones de años.

El cuidadoso tejido del escritor va entregando sus anticipaciones como sutiles avanzadas de las que será incauto el lector, sumergido como queda en la inmensidad marina de donde emergerá el monstruo. Estas avanzadas del relato nos son entregadas en la voz de McDunn; sabemos por él que, en el silencio de su labor, piensa “en los misterios del mar”. Nos enteramos también de que el día de su encuentro con Johnny “había estado nervioso […] y no había dicho por qué”. Después, le dirá al joven que en las tierras sumergidas se siente “realmente miedo”, para luego anunciarle que le ha “reservado algo especial”. Así, poco a poco, termina por contarle que “algo viene a visitar el faro”. Bradbury crea, entonces, una suerte de remolino en las aguas de su mar: hace un rodeo, gira, da vueltas con sus palabras para ir creando el ojo vertiginoso del cual emergerá la bestia remota, el monstruo solitario, el último y desolado dinosaurio. Estas breves y eficacísimas anticipaciones están acompañadas de otra menos notoria, y a la vez legible: el sonido de la sirena, que “se anuncia a sí misma con una voz de monstruo”. Con esta delicada antesala, aparecerá después el “monstruo” verdadero emergiendo del fondo marino, pues así queda nombrado, en muchas ocasiones, el dinosaurio de mar. Su llegada, luego de deslizarse “plano y silencioso” bajo el peso del mar, es la misma en que el relato avanza: vamos siguiendo, lentamente y sin darnos cuenta, el artilugio en que nos envuelven sus guiños anticipatorios.

Dado que el sonido de la sirena se ha vuelto llamado para la bestia, desde el comienzo será “grito alto y profundo”, que zumba “en la alta garganta del faro”, que a su vez parece “un enorme animal que grita en la noche”. De modo que la sirena emite un llamado en el profundo silencio nocturno. En esas descripciones advertimos una personificación de la sirena, pues el aparato grita, zumba, llama, tiene garganta para tronarle al abismo: “estoy aquí, estoy aquí, estoy aquí”. ¿Acaso no es eso un grito: la declaración mínima y máxima de la existencia? Dicho de otra manera, la sirena clama de la misma forma en que un hombre lanza al viento su llamado angustioso.

Pero si el sonido de un aparato se convierte en llamado, en la magnífica prosopopeya del relato, es porque su artífice humano así lo ideó, así lo soñó, y así terminó por crear una boca sin boca, para gritarle a la inmensidad “estoy aquí, estoy aquí, estoy aquí”. Por ello, uno de los tramos más bellos del cuento es la conjetura que el mismo McDunn hace sobre el origen de la sirena, un mito que habla de un hombre que, al escuchar el sonido del mar en la costa fría, se propuso crear “una voz que llame sobre las aguas, que advierta a los barcos […] una voz que será como todo el tiempo y toda la niebla; una voz como una cama vacía junto a ti toda la noche, y como una casa vacía cuando abres la puerta, y como otoñales árboles desnudos. Un sonido de pájaros que vuelan hacia el sur, gritando, y un sonido de viento de noviembre y el mar en la costa dura y fría. Haré un sonido tan desolado que alcanzará a todos y al oírlo gemirán las almas, y los hogares parecerán más tibios, y en las distantes ciudades todos pensarán que es bueno estar en casa. Haré un sonido y un aparato y lo llamarán la sirena, y quienes lo oigan conocerán la tristeza de la eternidad y la brevedad de la vida.” Es notorio que la invención de McDunn sobre el origen de la sirena está tejida con una serie de comparaciones bien singulares, pues las equivalencias pretendidas para el sonido desbordan hacia la inmensidad: un sonido que no diga nada y lo contenga todo. Un sonido que aloje el vacío, la pérdida, la partida, la caducidad de la vida. Por ello, ese sonido contiene la médula misma del dolor. Todas las comparaciones que anteceden como propósito a la fábrica del inventor no están trazadas a la medida de un sonido según un juego de equilibradas correspondencias; más bien se abisman hacia la dimensión inconmensurable de un dolor.

Una de las aristas más filosas del cuento ocurre cuando el monstruo aparece acudiendo al llamado de la sirena. Esa aparición se le antoja a Johnny un imposible. He aquí la respuesta de McDunn: “―No Johnny. Nosotros somos los imposibles. Él es lo que era hace diez millones de años. No ha cambiado. Nosotros y la Tierra cambiamos, nos hicimos imposibles. Nosotros.” ¡Qué más actual, qué más verdadero, qué más certero que calificar a nuestra especie como imposible! Acá me quedo pensando en esta criatura desnaturalizada que es el ser humano, en sus estropicios, en sus impases, en sus encrucijadas sin solución, en la renovación incesante de sus desaciertos… El contraste es claro: el humano imposible, la bestia submarina posible, en esa persistencia inaudita que atraviesa millones de años, frío y niebla.

En el vaivén del llamado de la sirena y la respuesta del monstruo se muestra el prodigio de los artificios del inventor anónimo: “La sirena llamó. El monstruo respondió”. Llamado y respuesta no son otra cosa que la célula más primaria de nuestra entrada en el lenguaje: alguien llama a la criatura, esta responde. Es un milagro que un viviente responda al llamado acudiendo desde el fondo del abismo. Entre la sirena y el monstruo se gritan, alternando, sin palabras: desde el desmedido propósito de la fábrica humana hasta el insondable misterio de esa vida que no cambia. La bestia cuasi eterna emite un “sonido de soledad, mares invisibles, noches frías”.

A estas alturas, aparece un giro en la conversación entre los dos hombres donde la interpelación de McDunn a Johnny termina sustituyendo a este por a la criatura abisal. Entonces, el “tú” del diálogo, el destinatario de McDunn, deja de ser Johnny para convertirse en el monstruo desolado: “Quizá esta solitaria criatura tiene un millón de años. Piénsalo, esperar un millón de años. ¿Esperarías tanto? Quizá es el último de su especie […] De todos modos, hace cinco años vinieron aquí unos hombres y construyeron este faro. E instalaron la sirena, y la sirena llamó y llamó y su voz llegó a donde estabas, hundido en el sueño y en recuerdos de un mundo donde había miles como . Pero ahora estás solo, enteramente solo en un mundo que no te pertenece, un mundo del que debes huir. El sonido de la sirena llega entonces, y se va, y llega y se va otra vez, y te mueves en el barroso fondo de los abismos, […] te mueves lentamente, lentamente, pues tienes todo el peso del océano sobre los hombros. Pero la sirena atraviesa mil kilómetros de agua, débil y familiar, y en el horno de tu vientre arde otra vez el fuego, y te incorporas lentamente, lentamente […] Y ahí estás, ahí, en la noche, Johnny, el mayor de los monstruos creados. Y aquí está el faro, que te llama, con un cuello largo como el tuyo que emerge del mar, y un cuerpo como el tuyo, y, sobre todo, con una voz como la tuya.” Este no es solo un cotejo imposible: desde la medida limitada de Johnny hacia lo inconmensurable de la criatura arcaica. Al transformar el tercero del que se habla (el dinosaurio) en la segunda persona a la que se dirige, el protagonista también te habla a ti, para recordarte la forma en que te estremeció el llamado, el modo en que hizo que tu cuerpo se incorporara, la manera enigmática en que acudiste… Te movías. Eres una vieja criatura despertada de su sueño solitario.

Es por ello que “La sirena en la niebla” da la impresión de ser también una historia de amor que se desgasta en la espera y que tiene como destino ineluctable la destrucción del amado que ha dejado de responder: “Siempre alguien que espera a algún otro, que nunca vuelve. Siempre alguien que quiere a algún otro que no lo quiere. Y al fin uno busca destruir a ese otro, quienquiera que sea, para que no nos lastime más”. Hay que decir que aquí encontramos otra anticipación del final de la historia: el monstruo se abate sobre la alta torre del faro que ya ha dejado de responder con el grito de su sirena. Entonces, con sus “ojos furiosos y atormentados […], el monstruo abrazó el faro, y arañó los vidrios”, hasta que la torre se desplomó. La criatura retornada al abismo “ha comprendido que en este mundo no se puede amar demasiado […] Ah, ¡pobre criatura! Esperando allá, esperando y esperando, mientras el hombre va y viene por este lastimoso planeta.” Llegados a este punto, el cuento de Bradbury se me antoja una versión moderna del amor cortés enarbolando su imposible desde la alta torre… El “partenaire inhumano”, tan propio de esa modalidad amatoria, estaría representado en el faro y su sirena, ese aparato insensible que apeló a los entresijos de la bestia solitaria. Lo que hace de este cuento una versión moderna es su final de destrucción, a tono con el horizonte actual de “este lastimoso planeta”. ¡Pura metonimia!: el lastimoso imposible es el ser humano. Eso es lo que nos espeta el cuento de Bradbury.

[1] Bradbury Ray, “La sirena de la niebla”, en Las doradas manzanas del sol. Ediciones Minotauro. 1982. Traducción: Francisco Abelenda.

Por Belén del Rocío Moreno Cardozo / Especial para El Espectador

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