Sombrear sombras  

Lo que sucede es que no sé pensar. Llego apenas a tener intuiciones. Aprehendo el conocimiento y de manera natural realizo un proceso intelectivo que trata de reducir la idea a una representación mental, aunque con gran dificultad.

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Isabella Portilla
29 de octubre de 2018 - 08:10 p. m.
Henry James. / Cortesía
Henry James. / Cortesía
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Cuando charlo con un intelectual y noto cómo gracias a su raciocinio elabora silogismos y cómo esos silogismos en medio de la charla le permiten crear otros nuevos, me quedo pasmada. Yo no tengo la capacidad de alcanzar esas proezas. Sin embargo, cuando escribo encuentro otros caminos.

Me parece que la única manera razonable que tengo de expresarme es escribiendo. Es evidente que los sucesos del mundo actual, las posiciones políticas, los destinos del hombre y la teoría literaria resultan inherentes a la literatura. Pero lo que me ocurre es que no encuentro otra forma de expresar mi opinión que no sea a través de la ficción. Tengo una columna en un periódico y debería escribir allí reflexiones, ensayos, como lo hacen los demás. Pero la necesidad de definición y de hallar eso que algunos llaman “la verdad” son dos parámetros ajenos a mi manera de trabajar.

Últimamente me pregunto por qué escribo lo que escribo. Cada vez que trato de responder a ese incontestable interrogante me sobreviene un recuerdo de la infancia.

Resulta que una buena amiga, que a la vez era una lectora ávida, me pidió que le recomendara un libro. Yo sin dudarlo le presté un ejemplar del mejor descubrimiento que había hecho de la obra de Henry James, una historia de fantasmas que marcó un antes y un después en el género. A los pocos días mi amiga me devolvió “Otra vuelta de tuerca” con un gesto displicente y me dijo totalmente decepcionada:

"Demasiado fantasiosa".

Creo que fue en ese momento cuando entendí que mi concepto de fantasía no era igual al de mi amiga. Pero tampoco al de la RAE, al de mis hermanos o mis compañeros de colegio. La fantasía para mí no era fantástica. Era algo natural.

Es por eso que intuyo que mi último cuento publicado fue producto de un hecho tan cotidiano como cualquier otro. Creo que fue resultado de una pesadilla. Sucedió así: yo dormía en la casa de mi infancia mientras una gotera no dejaba de sonar y de repente alguien me despertaba. Ese alguien, que resultó ser mi padre, me decía que mi madre había muerto, pero al instante me daba cuenta de que mi padre también lo estaba. Era el miedo en estado puro. Yo lo vi elevarse al cielo como la niebla de la mañana. Presentí que al segundo siguiente lo más siniestro de esa pesadilla iría a ocurrir, pero a tiempo logré frenar el sueño y desperté.

De inmediato fui al estudio y empecé a teclear lo que había soñado. Escribí el cuento de una sentada. Al publicarlo recibí varios mensajes con distintas lecturas posibles y me pareció fascinante que alguien lo leyera con una perspectiva diferente a la que tuve al momento de escribirlo. Fue cuando descubrí la magnífica posibilidad de la múltiple lectura que suscita un texto.

No había contemplado, por ejemplo, la visión anti uribista que un lector mencionó. Ahora que me detengo en ello tengo otra intuición: que al momento de escribir el cuento yo traducía mi reacción como colombiana frente a lo que ha estado sucediendo los últimos años en el país. Esa interpretación no se puede excluir. Puede ser posible que yo haya tenido esa sensación que en la pesadilla se liberó de manera inconsciente. De una manera instintiva, simbólica. Para decirlo en palabras prestadas: demasiado fantasiosa.

Por Isabella Portilla

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