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Caminando por las primeras páginas, las descripciones lovecraftianas lo atraparán por su precisión poética evidente; lo engancharán los inicios de sus relatos, su ritmo, sus imágenes como el mayor recurso de su lenguaje. Y así, poco a poco, la maraña oscura no permitirá volver a ver la luz. Lovecraft arrojará a los ojos una inmensidad y una capacidad descriptiva únicas e impondrá la escena como si usted fuera testigo y no lector de un ecosistema de presencias de otras especies del universo, antes del mismo principio de los tiempos con ciudades enterradas durante milenios comprobándolo; la inmortalidad como utopía o como certeza, el ahogo que producirá habitar leyendo la negrura de sus pueblos macabros, las postales de sus espacios retumbando en los cráneos por muchos días después de soltar sus narraciones. Sortear la tinta de este genio no es para lectores cobardes, los asombrosos mundos que se despliegan en estas páginas requieren retinas valientes, que sean capaces de sumergirse en su negrura, sin esperanza de lumbre.
Con este libro, el lector tendrá una brújula hacia el reconocimiento absoluto de las civilizaciones antiguas, porque Lovecraft es un intelectual del mundo clásico y, además de un excelso escritor del género del terror, una pluma solidaria con aquellos que fueron sus iniciadores. Muchos de sus cuentos tienen por eso ese tufillo romántico en el lenguaje, porque Howard Phillips, por encima de la literatura, era un maestro de la episteme, un erudito. El terror psicológico, ese en el que el lector no sabe lo que el personaje vio, pero al imaginarlo produce lo aterrador, hace que en sus cuentos operen fuerzas agazapadas, ocultas dentro de nosotros mismos, fuerzas que terminarán por hacernos sucumbir. No hay mayor universo de terror que el que nos habita interiormente sin que lo conozcamos. Lovecraft lo despierta para nosotros.
Un paseo por los movimientos que más me han calado hondamente ronda su literatura, hace explícita en sus relatos la fascinación por los movimientos romántico, simbolista y prerrafaelita, que convergen en sus cuentos. Arthur Machen¸ Edgar Allan Poe, Charles Baudelaire y Joris-Karl Huysmans son el portón al abismo negro, a la profundidad ineludible, a la profanación y saqueo de tumbas, a las hastiadas sensibilidades que necesitan de una pragmática y no de un abuso teórico, a los amuletos macabros, a los desgarramientos de cuerpos a base de dentelladas caninas, a descuartizamientos de reses de maneras extrañas, a estirpes enteras desaparecidas entre páginas de las que ya no es posible escapar.
El Necronomicón es un libro que deambula por todos los cuentos de este volumen, es un libro raro, de autoría del loco árabe Abdul Alhazred, libro y autor ficticios, en apariencia, pero con una carga de verosimilitud inimaginable. La forma de narrar de Lovecraft es magistral, mantiene la tensión mucho antes de los encuentros y nos mete en la cabeza que es más encantador el rito de Yule que la Navidad. Sí, desde lo putrefacto y arrastrable vuelve el hombre a caminar, somos hijos de la tierra oscura, y a ella volveremos al final.
Quizá todos tengamos un día que observar con nuestros propios ojos “El terror de Dunwich”, tendremos de nuestra parte la ventaja de que Lovecraft ya nos lo ha enseñado aquí de manera vivida. En este libro hay una riqueza cartográfica enorme demostrada por el autor de Providence, esa mezcla entre región, historia y geografía. Dunwich es un pueblo que hiede, ese olor a podrido en el ambiente ayuda a que la historia y el presente se confabulen en lo macabro. Quizá el lector salga de estos relatos creyendo que tiene adentro a un Wilbur Whateley, inconforme con ser de este mundo y repleto de conexiones místicas y macabras a la par.
Energías oscuras y exuberantes rondan esta escritura que pareciera que todavía nosotros no estamos preparados para conocer. Los libros prohibidos siempre estarán presentes, lo primigenio antes del hombre mismo y nuestro pasado ancestral presentándose como muy probablemente es: oscuro y enigmático. Los presentimientos de fatalidad que se aprecian en sus relatos nos hacen ver que el terror ya no es solo físico por lo que se lee, sino psicológico, por lo que se intuye e imagina.
Al cerrar este libro habremos deambulado por Dunwich, y conocido sus terribles secretos.
Las narraciones no dejan nada al azar, el lector sabrá que todo hace parte de una maquinaria que encaja perfectamente y a la que no le sobra ninguna pieza al final de cada relato. Hasta la historia del pueblo de Salem y sus entidades aparecen fluyendo sin forzarse para engranarse a sus cuentos, esta obsesión por el pasado de Keziah, la bruja condenada a arder en la picota de Salem, y ese deseo por saber lo que es mejor dejar sepultado.
Para ir finalizando la lectura ya no se sabrá si los sueños causan nuestras fiebres o nuestras fiebres causan nuestros sueños, la famosa y a la par terrible noche de Walpurgis también se desarrolla aquí. Desde el asunto aparentemente onírico, Lovecraft nos deja apreciar que no estamos seguros ni en nuestros propios sueños.
¡Cuidado lector! En medio de voces demoniacas, en una noche de sueños pesadillescos, vendrá la muerte aterradora. Quizá como a Gilman, comiéndose su corazón, y cuando quiera llamarse a la lucidez y pensar que solo se trata de tinta neblinosa y proceda a cerrar el libro, entonces empezará a ver entre confusiones y sombras la figura de los Watheley, sentirá que sus pies descalzos pisan la gravilla de la meseta de Leng y al parpadear, creyendo controlar su alucinación, habrá seres en el umbral de su puerta. Ningún Edward Derby velará su sueño para protegerlo y usted estará solo en medio del ritual fantástico de la noche de Walpurgis, sabrá que lo han abandonado a merced de la magia negra parida por este maldito del terror. Algo en el fondo quizá, y solo quizá, lo hará regresar y preguntar en voz alta, “¿cómo no adorar a Lovecraft?”
Soy Yog-Sothot (La llave y la puerta, el Todo-En-Uno, el oculto, el abridor del camino, el color que surgió del espacio). Adéntrense en estas páginas, el portón ya está abierto y las noches completamente negras están próximas.
Por Mauricio Palomo Riaño
