T1 (Monólogo)

Soy alguien que llora, que piensa, que desespera al ritmo de las horas. Y, entre tanto, me detengo y miro si por casualidad se asoma algún desconocido, nada. Respiraciones blancas, impugnaciones desafortunadas que de cansancio se hacen y en el cansancio se destruyen.

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Clau Quintero
04 de junio de 2019 - 01:06 a. m.
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Nota: Se recomienda leer a las tres de la madrugada mientras se escucha esta canción: (The Garden, Sofia Talvik)

 

Camino de espaldas con los ojos cerrados: antes que descubrir el artificio prefiero la ceguera. Más allá, lejos, sobre la cima de una loma café, salta hacia el horizonte algo que no comprendo. Y aquello, si lo pudiera decir así, se transmuta deslumbrante hasta volverse misterioso, se encierra como un reproche, una explicación circular, un punto negro en donde no hay retorno. Un día se viene antes de otro, el frío se sucede con las llamas, el espectro de la luna se aleja torpemente en lo tupido de las madreselvas. No me digas, no te atrevas a decirme, que hubo ayer: no existió otro momento que no es ahora. Déjame abalanzarme sobre los últimos secretos del silencio. Así, callando, tal vez podré entender cuando cansada me tropiece de frente con un “nadamás”. Dime que me vaya, no te preocupes, cuanto tu beso tibio toque mi almohada al menos podrás quedarte con las palabras. 

Yo, por mi parte, te hablaré como le hablo a mi conciencia, como a una vieja sombra que se esconde en los roperos. Allí, respirando el polvo que levanta el aleteo de las polillas, te sientas impasible hasta casi absorberte en la oscuridad. No te veo, no me ves. Te oigo, sigo caminando por los andenes que se guardan el recuerdo de la lluvia de hace unas horas. Leo a Plauto, escucho el rock de todos los días, veo a los perros enrollarse en la esquina de la calle. Estoy, sin haberlo querido, aparte, bajo los techos de vidrio sobre los que estallan las gotas de lluvia. Trastabillando a secas el sol se refracta en algún lugar de mi mente. Aparece entonces la silueta de alguien cuyos pasos no esperaba. Me siento en el escalón mientras la silueta se vuelve cuerpo hasta hacerse persona. Y sí, créeme cuando te digo que es él, compone en su rostro ese gesto que siempre le sale a medias. Tras su paso irregular no deja nada más que el suelo, el aire apenas se agita. A veces es como si el tiempo no se diera cuenta de que él cruzó. Aunque él se abra paso entre las calles zigzagueantes que se mueven prófugas en un espasmo boyante, aunque los días lo estremezcan como un zumbido penetrante, aunque las distraídas esferas de humo no tengan más remedio que rozarle y elevarse hasta las nubes, aunque yo le mire y, mientras se aleje, sus pasos se marquen uno a uno en lo profundo de mis ojos, debo reconocerlo: él es un fantasma. 

Hecho de vapor sucio, hecho de las cartas que no escribió, hecho de saliva helada, hecho de cartón y de epitafios pasados de moda, hecho de tantas cosas y, al fin y al cabo, hecho de nada. Sí, en efecto, él es un fantasma, tanto como lo eres tú o tanto como lo soy yo. Míralo fijamente, va musitando una canción ¿Una canción? Aquello se parece más a un lamento ininteligible: un suspiro áspero que se le desprende de los labios ¡Despierta! No te quedes dormido, él se está yendo. No, no sé a dónde se va o cuándo vuelve. El paradero de los fantasmas es algo sobre lo que te puedo hablar otro día, hoy no ¿Acaso habrá otro día? La verdad tampoco sé, lo que sea que pase después de que el sol se esconde detrás de la montaña no es mi asunto, nunca lo ha sido. Aún así, alguna vez alguien, de hecho, creo que fue él, me dijo que solo se trataba de poner atención: quedarse asentado en los murmullos a la espera de una señal, un recogimiento súbito en forma de respuesta, en el mejor de los casos, nunca llega. Y esa ausencia es el único obsequio de la existencia, nosotros mejor que nadie lo sabemos, somos fantasmas.   

Por Clau Quintero

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