Pilar Lozano escribe literatura infantil. Y escribir para niños se debe, en parte, a su maternidad joven, al deseo de encontrar cuentos para su hijo, a querer tener algo que contarle cuando acababa el día.
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Esos cuentos, con el tiempo, cruzaron la puerta de su casa para convertirse en esos que otros padres leían en voz baja, al pie de la cama. No se considera tan cercana a la fantasía -al menos no a la desbordada-, aunque cree que hay algo de magia en sus personajes que son de todo, menos un invento.
¿Por qué elige escribir sobre el conflicto, la historia o la guerra, y, además, hacerlo desde un lugar que hace partícipe a los niños?
Hay temas que hasta hace poco eran como tabú, pero ahora hay muchos libros de literatura infantil que hablan del conflicto. Digamos que, lo particular, es que yo hago periodismo para niños. Este libro es periodismo. Aquí no me invento nada. Porque soy periodista, y porque empecé a viajar y a conocer el país hace mucho tiempo.
De joven empecé a conocer un país que nadie me había contado en el colegio. Todas esas zonas que a veces llamamos con desprecio como “esa otra Colombia”, las conocí cuando tenía 20 o 25 años. Yo tengo a Colombia metida.
¿Qué cree que despierta en un niño la llegada de un libro?
Es que yo creo que los libros dejan huellas, y dejan huellas distintas en cada uno de nosotros. Entonces, esos niños que a veces, no sé, encuentran un libro y dicen: “Uy, es que mi hermano también estuvo en el conflicto, mi hermano estuvo en la guerra. Yo no sabía que era así”. Lo más bello, después de escuchar a los niños o a los jóvenes que han leído este tipo de libros, es oírles formular esta pregunta: “¿qué puedo hacer para que esto cambie?”.
Me pasó, alguna vez, en un colegio, que una profesora me contó: “Es que aquí había una niña que decía que no tenía nada que ver con los indígenas, ni con sus ancestros, ni nada”. Y que, después de leer uno de mis libros, le escribió una carta a su ancestro indígena. O una niña con apellido indígena me dijo: “Me daba vergüenza poner mi apellido. Y ahora lo escribo, con orgullo”.
Hablemos de “Historias de un país invisible”, uno de sus libros dirigidos al público joven.
Son historias reales de personas en zonas de violencia que han creado proyectos para salvar a los niños de ese entorno bélico en el que viven, para darles otra opción. Porque un niño que vive allá sabe que si no se mete en este grupo o en aquel otro, no tiene futuro claro. Y, además, a los hombres a veces les atraen las armas, es verdad, les da poder.
Entonces, yo hablaba con un guerrillero joven, un sardino, que me decía: “Es que yo allá era alguien”. Aquí, en Bogotá, cuando venían a estos proyectos de bienestar, decían: “Yo soy una pulga que aplastan”. Porque los niños se van, también, porque nadie les pone cuidado. No les dicen: “Usted vale”, “Mire, usted es una maravilla para lo que sea, para el fútbol, para lo que quiera”. Uno necesita que alguien le reconozca algo.
A simple vista parecen mundos distintos, ¿no? Hacer periodismo y escribir para niños. Pero, al final, ambos nacen del impulso de contar historias, de darle sentido a la realidad. ¿Cómo fue ese camino para usted?
Pues fue un brinquito que la vida me hizo pegar. Un niño, un día, cuando le conté mi vida, me dijo: “Ay, mejor dicho, si tú no hubieras sido periodista, nunca hubieras sido escritora”. Y yo creo que es verdad. Si yo me quedo en mi casa, “me friego”, porque no se me ocurre nada. Yo necesito la realidad, porque soy periodista. Tengo alma de periodista.
Yo no sabía que en Colombia había ríos negros, ríos blancos… Estuve en el Chocó por primera vez, en el Pacífico. Entonces bailé allá en la playa, conocí a las cantadoras, conocí la marimba de chonta… En esos viajes me volví escritora.
Ahora, yo también hago taller de escritura con adultos, sobre todo con adultos que nunca han escrito y que dicen: “Yo no sé escribir”. Trabajo con campesinos. Y, en uno de los talleres, casi se me rebelan el primer día. Yo les doy poemas para leer, y me dicen: “Yo no soy poeta, yo nunca leí un poema, ¿para qué me dan eso?” Y yo les digo: “Léanlo, ustedes también son poetas”. Y terminan escribiendo unas cosas absolutamente preciosas sobre su vida, porque ellos tienen una vida y la pueden escribir.
¿Por qué el periodismo cultural no debe entenderse como una categoría menor ni limitada? ¿Por qué el arte, la literatura, el cine, la escritura son una herramienta para leer el mundo?
En nuestro país, tan envuelto en la violencia, la literatura, el periodismo, el cine, la fotografía nos ayudan a no olvidar. Tenemos que leernos, volvernos a mirar a los ojos. En las bibliotecas de paz, que estuvieron en 20 de las zonas veredales donde iniciaron su tránsito a la vida civil los antiguos combatientes de las FARC, vi muchos ejemplos de cómo la lectura nos transforma. Tuve el privilegio de visitar cinco de ellas. Las palabras nos llevan a sentir que es nuestro el dolor de otro.
Una foto, un poema, una canción, nos puede llevar a esta misma reflexión. En las fotografías de Jesús Abad Colorado leemos el dolor, la desesperanza producida por tantos años de violencia y de exclusión. También nos cuestionan poemas de Horacio Benavides, de Meri Yolanda Sánchez, de María Mercedes Carranza y Piedad Bonnett. Canciones como “La cumbia está herida” o el rap y el hip hop con el que adolescentes y jóvenes desahogan su rabia. El informe de la Comisión de la Verdad sobre lo que han vivido niños y jóvenes colombianos en medio del conflicto se titula “No es un mal menor”. Eso nos enfrenta a una realidad.
Cómo no leer el sufrimiento en ese fragmento de un poema escrito por Valentina Palacios, una joven de Chocó. Que dice “Sí, esa guerra, la misma que nos ha manchado el monte, que nos ha pintado el río, que nos desocupa el patio, esa misma, la misma que nos mira de frente, que se lleva lo que le da la gana sin pedir permiso, la que nos ultraja, que nos rasga la piel, nos apaga la risa, esa misma, la guerra que nos respira en la nuca”.