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The Eddy: C’est la vie

Estrenada en mayo de 2020, The Eddy es una de las producciones de Netflix más vistas durante esta temporada. Aquí, una reseña sobre sus ocho episodios.

Laura Valeria López y Santiago Díaz Benavides

30 de agosto de 2020 - 10:00 a. m.
La música es un elemento central de la trama. No solo el jazz se hace presente, también el rap, el hip hop y una que otra melodía pop.
Foto: Archivo Particular
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Dirigida por Damien Chazelle, Houda Benyamina, Laïla Marrakchi y Alan Poul, The Eddy es una miniserie estadounidense que cuenta la historia de un club de jazz parisino y cómo su dueño, el legendario jazzista Elliot Udo, debe lidiar con distintas situaciones para sacar adelante el lugar. Escrita por Jack Thorne y producida por Netflix, en asociación con otras compañías, esta pieza se estrenó el 8 de mayo de 2020 y contó con la participación de Glen Ballard y Randy Kerber como arreglistas. Con 8 episodios, la historia es narrada en tres lenguas: francés, inglés y árabe, presentando así una propuesta ambiciosa en el terreno de la multiculturalidad, tan propia del París que les interesaba retratar. Protagonizada por André Holland, Joanna Kulig, Leïla Bekhti y Amandla Stenberg, la serie se adentra en los conflictos que Elliot debe resolver para mantener su vida y la de su hija a salvo y conseguir que su adorado bar siga en marcha, mientras intenta lograr que su banda se haga con un ansiado contrato discográfico.

La música es un elemento central de la trama. No solo el jazz se hace presente, también el rap, el hip hop y una que otra melodía pop. Asistimos, entonces, a distintas historias dentro de una más grande. Son historias de amor y amistad, de traiciones y pactos de hermandad, de alegrías y tristezas, de familias que se desmoronan y otras que intentan, a regañadientes, reunirse. Todo esto centrado en el día a día de esta banda de jazz que se reúne cada tanto para tocar en lo que parece ser el escenario ideal en París para cualquier amante del género, un barrio marcado por la multiculturalidad de etnias y razas. Cada episodio lleva el nombre de uno de los personajes, lo que le brinda al sentido global de la serie un aire de caleidoscopio. Todas las historias convergen en una, la de Elliot Udo, quien es el dueño de The Eddy y antaño uno de los pianistas de jazz más exitosos en Estados Unidos.

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En los primeros minutos de la serie se empieza a recrear una atmósfera parisina convencional: uno llega a imaginarse a un pequeño grupo de jazz al lado del Arco del triunfo, o una caminata alrededor de la Torre Eiffel. Todo empieza con una toma sencilla en la que se puede ver a un hombre vertiendo hielo en una cubeta. Al fondo, el sonido apenas audible de un saxofón ambienta la escena. Se abre una cortina, aparecen personas agolpadas junto a una barra en la que un chico está sirviendo tragos a diestra y siniestra. Es él quien recibe el hielo que el otro hombre ha extraído de la nevera. Lo acomoda junto a otros suministros, al lado de botellas y copas. La cámara se queda con el hombre que ha salido hace un instante con la cubeta de hielo y lo sigue, mientras el plano se va haciendo más ancho. Una banda de jazz toca sobre un escenario. El saxofón, la trompeta, el violonchelo, el piano y la batería se adueñan de la escena. El lugar tiene más aire de teatrino que de bar, a juzgar por su tamaño y la disposición de las mesas. El hombre con el que hemos entrado se sienta en una silla y se dispone a escuchar. Transcurren cerca de 40 segundos antes de que su atención se disperse. Otro hombre se sienta a su lado y comienza a hablarle. Por el tono de sus palabras, uno intuye rápidamente que se trata de algún amigo o socio. Hablan acerca del hecho de que la banda ha perdido el toque, que no están en su mejor noche, que han podido haber sonado mejor, y ellos saben que así es. Los hombres hablan hasta que un tercero llama su atención. Indudablemente, se trata de un crítico de jazz, o del dueño de una disquera. Ellos comentan que no pudo haber escogido un momento peor. El sujeto, con el que empezamos el recorrido, se levanta y se acerca al hombre que, con cierto aire de superioridad, observa a la cantante de la banda. Hablan y mencionan algo acerca de que esa, precisamente, no es la mejor noche que han tenido. Están cansados. El hombre no dice mayor cosa y sale del lugar. Nos quedamos, otra vez, en el bar, mientras la trompeta suena por lo alto y la batería retumba al unísono. Estamos en The Eddy.

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Con el pasar del tiempo se puede admirar este bar en el que cada noche emerge una situación diferente y, por ende, una cultura extraña para el espectador. The Eddy expone la contracultura de la ciudad de las luces y el amor. Aquí, en este lado de París, nos encontramos con mafias, robos, drogas, sobornos. De hecho, en ningún capítulo hay escenas donde aparezcan los lugares emblemáticos y turísticos de la capital francesa.

La historia aquí contada, bien podría tratarse de la letra de un buen jazz. Prácticamente, todos los elementos necesarios convergen y tienen un tratamiento que es bueno, a pesar de que, en ocasiones, uno podría sugerir que el guion ofrecía más cosas y no fueron tratadas como hubiese esperado un espectador cualquiera que haya comenzado a ver la miniserie a causa de su interés, precisamente, por el género en cuestión. Sin embargo, adentrándose en el corazón de los barrios marginales, así como en su época, la miniserie consigue algo muy valioso en términos narrativos, tal y como lo hicieran el Marqués de Sade, Victor Hugo y Honoré de Balzac, desde sus respectivas obras. Cada uno a su manera se encargó de contar el otro lado de la moneda, visibilizando así una ciudad en la que el arte y la tragedia son mejores amigas, donde una no puede vivir sin la otra. Cada vez que aparecía un problema, una amenaza, un robo, la música iba permeando más y más cada rincón de los espacios que habitaba cada personaje. Elliot y su banda, como buenos músicos de jazz, iban improvisando frente a las adversidades de la vida. El club va en decadencia y Elliot intenta solucionar sus problemas personales como puede; Farid, su mejor amigo y socio, busca la manera de que su negocio prospere o, al menos, salga de la miseria que día a día los acecha. En medio de la desesperación, Farid empieza a andar por callejones sin salida en los que la única posibilidad de surgir tiene que ver con un crimen: el asesinato de un ser querido, una paliza o un cóma que te deja por días al interior de una clínica.

Para ser una producción de Netflix con la dirección de varios de los directores más destacados, hoy por hoy, en materia de musicales, The Eddy se queda corta. Quizá la intención era contar una buena historia y ambientarla con los tonos propios del jazz, pero lo cierto es que no se consigue por completo. Lo que sí se logra, en otros ámbitos, es una seguidilla de muy buenas propuestas en cuanto a los manejos de cámara para sugerir acercamientos mucho más íntimos de los espacios, muy bien pensados para mostrar la cara oculta de una París que se ve desplazada por los ideales del glamour y la belleza idílica, y un interesante manejo del guión en lo referente a la exploración de las vidas de algunos de los personajes. Se trata de una narración casi que documental, que va y viene de la mano del personaje principal, Elliot, y se va adentrando de a pocos en la intimidad del resto de los personajes. Entonces, cada uno cobra una relevancia que es esencial para el recorrido del relato. La historia de Elliot y The Eddy, simplemente, no podría haberse dado sin el cruce de las otras historias. Todo encaja y, a pesar de los vacíos, la miniserie consigue situarnos en una dimensión más que humana al embarcarnos a bordo de los conflictos sentimentales y familiares de estos personajes. Sufrimos con la incertidumbre que deja la muerte de Farid y nos sumergimos en el agobio de Amira; nos enojamos con las niñadas de Julie y desaprobamos el poco efectivo manejo que Elliot le da a la situación; lloramos la rutina de los días de Katarina y suspiramos con los sueños truncados de Maja; asistimos a la vida de Jude y su intento por mantenerse alejado de las drogas, así como también nos vemos asomados a la realidad de Sim, este chico que además de trabajar en un bar, reparte comida en oficinas y hace lo que puede para mantener a su abuela. Ninguna de estas historias es extraordinaria. En realidad, se trata simplemente del relato de nuestros días. Podría tratarse de cualquiera de nuestras vidas: la de un inmigrante, la de un hombre atrapado en sí mismo, la de una mujer con ansias de libertad, la de una niña que intenta descubrirse a sí misma, la de un grupo de amigos que se salvan los unos a los otros a través de la música. Aquí, “(...) En cierto grado de miseria se apodera del alma una especie de indiferencia espectral y se ve a los seres como a ánimas en pena”. Esta idea la escribe Victor Hugo en Los miserables, y es en The Eddy, tan humana, demasiado humana, donde encuentra relevancia.

Por Laura Valeria López y Santiago Díaz Benavides

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