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El 12 de agosto de 1955 —hace setenta años, en Zúrich— murió Thomas Mann, dejando una obra literaria marcada por las contradicciones de la primera mitad del siglo XX y que anticipaba algunas de los años por venir, así como una biografía atravesada por éxitos y desastres, por luchas internas y por batallas políticas y culturales.
El aniversario de su muerte forma parte de lo que se ha llamado el “Año Thomas Mann”, en el que también se han cumplido 150 años de su nacimiento y en el que ha habido una ola de publicaciones, actos y exposiciones que recuerdan a uno de los escritores más representativos de la literatura alemana y, en general, de la literatura de la primera mitad del siglo XX.
En las publicaciones, dos temas han sido recurrentes. Uno es el de su homosexualidad reprimida, asunto que no es nuevo, pero sobre el que se ha vuelto con nuevos elementos, como el análisis que hace Tilmann Lahme en su biografía Thomas Mann, Ein Leben de la correspondencia del escritor con su amigo de juventud Otto Grautoff, en la que muestra cómo ambos, siguiendo una tendencia generalizada en la época, buscaban fórmulas para “curarse” de su homosexualidad.
El otro ha sido el tema político y el papel que asumió Thomas Mann a partir de 1936 y, sobre todo, desde 1940 como opositor del nacionalsocialismo desde el exilio. Ha habido nuevas ediciones de sus alocuciones radiofónicas contra el nazismo, así como de otros textos políticos, centrándose en la defensa que hizo de la República de Weimar a partir de 1922, en sus advertencias contra el ascenso del partido nazi y en su posterior condición de portavoz del exilio.
El director de la Sociedad Thomas Mann, Hans Wisskirchen, ha publicado un estudio en el que traza un paralelo entre la vida y la obra del autor de La montaña mágica y su hermano Heinrich —autor de El súbdito, novela publicada en 1918 que para muchos anticipa lo que sería el nacionalsocialismo—.
Los dos, sostiene Wisskirchen, sólo conocieron la democracia como algo amenazado y cuestionado, lo que, según él, en momentos de tendencias autocráticas puede arrojar luces sobre nuestro presente.
El segundo exilio
A lo largo de su vida, Thomas Mann tuvo cuatro nacionalidades: fue alemán, checoslovaco, estadounidense y suizo. Su deseo hubiera sido permanecer en Estados Unidos, en su casa en California, en la que —según una carta abierta del escritor Walter von Molo en la que explica su decisión de volver a Alemania— quería terminar su vida y su obra literaria.
Sin embargo, el comienzo de la Guerra Fría y el inicio de la cacería de comunistas o presuntos comunistas en Estados Unidos, desde el Comité de Asuntos Antiamericanos del Congreso —que más tarde se haría tristemente célebre cuando empezó a ser presidido por el senador Joseph McCarthy—, lo llevaron a dejar el país.
“Me siento infeliz y no logro liberarme de los recuerdos de las ventajas y las comodidades de la casa en California. Pero pensar en el regreso es totalmente imposible”, escribe en su diario el 21 de enero de 1953.
Thomas Mann, que había caído en la mira de los anticomunistas, no pudo evitar acordarse de 1933. “Lo que está ocurriendo no es la Machtergreifung (la toma del poder por parte de los nazis), pero algo muy parecido”, anota en la misma página del diario, en referencia a lo que estaba ocurriendo en Estados Unidos.
Temor ante el deterioro de la democracia
Había dos cosas que preocupaban a Thomas Mann. Una era lo que, en una carta finalmente no enviada al corresponsal del New York Times en Ginebra, llama un “deterioro de la democracia en EE. UU.”. La otra era el peligro de que el fervor anticomunista terminara llevando a una guerra atómica.
En todo caso, puede decirse que sus años finales estuvieron marcados por la melancolía, a ratos compensada por cierta vanidad al constatar que su obra tendía a la unidad y la continuidad, en contraste con los tiempos convulsos que le había tocado vivir.
Había documentado, en dos de sus novelas clave, Los Buddenbrooks y La montaña mágica, el final de una época. Al final de su vida concluyó Las confesiones del impostor Felix Krüll, que había empezado en la segunda década del siglo y que había quedado inconclusa.
Con Doctor Faustus había escrito una novela sobre el nazismo y su relación con ciertas tradiciones culturales alemanas, que no le había generado simpatías en Alemania.
En una de sus últimas intervenciones públicas, en 1955, para recibir la ciudadanía de honor de Lübeck, su ciudad natal —a lo que se habían opuesto muchos conservadores—, recordó cómo muchos de sus profesores del colegio habían pronosticado su fracaso —había sido un pésimo estudiante— y cómo muchos veían a la familia Mann como una familia en decadencia tras la muerte del padre, hombre de negocios importante y político local.
Su obra —decía Thomas Mann— mostraba que, a la postre, aunque por otros caminos, había sido un hijo digno de su padre.