
Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Suprimen el tiempo conocido. No viven en función del día laboral ni de la productividad medida en cifras. No diligencian de un lado a otro cuando la luz del sol anuncia ‘día’, ni se ocultan en las casas cuando anochece. Viven a ritmo de noctámbulos, hechizados por la sombra, que enrarece lo común y corriente y lo vuelve fantástico.
Su dios es hijo de la Noche y del Sueño, nieto de Caos, rey de la locura; su dios fue expulsado del Olimpo por dárselas de ingenioso, por haberse burlado hábilmente de los dioses de renombre. Entonces, ellos también se mofan de aquellos que, en tiempo ordinario, son intocables, aunque no debieran serlo. Reprenden sin miedo las abolladuras del mundo transaccional.
Crean su propia jurisdicción e ignoran la que nunca quisieron escoger pero les tocó. Arrebatan el poder a las autoridades decimonónicas con tambores, pitos y cantos. Beben, con sus madres, sus padres, hijos, hermanos, abuelas. Escuchan el dictamen de su reina y obedecen: festejan, bailan, bailan como quieren, con quien quieren, hasta abajo; como para desprender las caderas del resto del cuerpo, como para multiplicarse por muchos. Se disfrazan, se pintan las caras, usan máscaras, ocultan sus rostros pisados por el calendario, se envuelven en pieles ajenas de colores eternos, se convierten en lo que se les da la gana, en lo que siempre han querido ser, en lo que nunca los dejarían ser: hombre, mujer, animal, monstruo, diablo, muerto.
Se despiden de la carne, de la que tendrán que abstenerse pronto. Se dan licencia, mínimo de tres días, para voltear un mundo que deberán enderezar de nuevo el miércoles, cuando todos se vean en las calles con una cruz ceniza estampada en la frente y deban arrepentirse a regañadientes de casi todo y tengan que convencer al cura, y a ellos mismos, de que, por un año entero, intentarán mandar sus dioses paganos al olvido.