La incertidumbre llevó a Kafuku a vivir en una prisión, esa que provenía de las preguntas sin respuestas que le dejó su difunta esposa. Aquella con la que había estado casado por veinte años. La misma mujer por la que se sintió atraído desde el primer momento en que la conoció, cuando tenía veintinueve años. Esa misma a la que nunca le fue infiel porque, según él, no era capaz de desear a alguien más. Pero su fidelidad no aseguró la de su cónyuge, quien al parecer sostuvo cuatro cortas relaciones extramatrimoniales. Relaciones con coprotagonistas de las películas en donde ella actuaba. Nadie se lo dijo a Kafuku. No la descubrió infraganti. No, nada de eso. Era una intuición. De esas que emergen cuando sabes leer las señales. Aquellas que provienen no tanto de la astucia, sino más bien del conocimiento. “(…) cuando uno ama de verdad, es difícil no percibir las señales. Incluso, por el tono que su mujer empleaba al hablar de ellos, adivinó fácilmente quiénes eran los amantes”.
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Kafuku nunca la confrontó. Nunca cuando tuvo tiempo, antes de que su esposa falleciera de cáncer. Y ahora ella había muerto y él había quedado nadando en el mar de la incertidumbre. “Ojalá se hubiera atrevido a preguntarle, cuando aún estaba viva, la razón por la que, a pesar de todo, se había acostado con otros. A menudo pensaba en ello. En realidad había estado a punto de interrogarla: ¿qué buscabas en ellos? ¿Qué me faltaba a mí?” Aquello lo atormentaba tanto que buscó una y mil formas para olvidar que su esposa lo había engañado. Intentos fallidos. Su última esperanza las había depositado precisamente en uno de los amantes de su cónyuge: Takatsuki. El hombre con el cual terminó hasta forjando una relación de amistad. Esa que nació como un papel más. Kafuku, quien era un actor, decidió acercarse a Takatsuki con la intención de descubrir su punto débil para luego usarlo en su contra. Pero al actor se le olvidó que el guion no siempre se cumple al pie de la letra.
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Kafuku sostuvo por seis meses encuentros de copa con Takatsuki. En ellos, las conversaciones siempre acababan en el mismo tema: su esposa. Takatsuki no tenía ni idea de que aquel hombre con el que compartía un par de tragos sabía toda la verdad: que él había sido el amante de su esposa. Kafuku se dio cuenta que aquella relación había sido relevante para Takatsuki. Al final, paradójicamente, terminó consolándolo a él. “«¿Qué sentiría mi mujer si presenciara esta escena?» Al pensar en ello, se sintió intrigado. De todas formas, se dijo, los muertos seguramente no pensaban ni sentían nada. Eso era, desde su punto de vista, lo bueno de morir”. Pero él, que estaba vivo, no tenía ese lujo, ese de guardar los sentimientos en un cofre con llave. Entonces, comenzó a sentir simpatía por aquel hombre. El afecto empezó a florecer y de a poco el rencor se fue desvaneciendo. El duelo por la misma mujer, tal vez, eso fue lo que los unió. “Eran incapaces de paliar el dolor de la pérdida, cada uno desde su posición. Por eso congeniaban”.
Quién sabe si la pena de Kafuku también provenía del ego. Porque él no podía creer que una mujer como su esposa —a quien consideraba talentosa y de gran carácter— lo hubiera engañado con un hombre como aquel, carente de virtudes y talentos, según él, “y sin embargo, ¿por qué tuvo que sentirse atraída y acostarse con un hombre sin importancia, como él? Todavía hoy llevo esa espina clavada en el corazón”. No era de lo único de lo que se lamentaba Kafuku. Su esposa había fallecido y él nunca la había comprendido del todo. Como si eso fuera posible, así mismo se lo recalcó Takatsuki: “Jamás comprenderemos del todo a una persona. Por muy profundamente enamorados que estemos”. Este mismo hombre lo invitó a verse primero en el espejo, para luego tal vez poder conocer en realidad a los demás. “Si uno desea ver en serio a los demás, no le queda más remedio que observarse en profundidad, de frente, a sí mismo. Eso es lo que pienso”.
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Seguir adelante y no ahogarse en preguntas fue la recomendación que le hizo Misaki Watari a Kafuku. Esa misma mujer que conducía su automóvil Saab 900 descapotable, mientras él le relataba todas esas historias de infidelidades, actuaciones y falsas amistades. Esa que había sido contratada por su excelente forma de conducir. Esa que le inspiraba confianza como no lo hacían otras mujeres al volante, porque por lo general ellas le producían tensión. Aquella que era difícil de descifrar. “Era una muchacha que no exteriorizaba sus emociones”, decía Kafuku. Quizá sea por eso por lo que aquel hombre se sentía a gusto con ella, lo que le permitía hasta hacer en su compañía lo que con otros no haría: practicar el guion de El tío Vania, de Antón Chéjov, la adaptación teatral en la que estaba participando como actor. “Normalmente, si había alguien al lado se ponía nervioso y era incapaz de repasar el guion en voz alta, pero la presencia de Misaki no lo perturbaba”.
Y entonces, gracias a aquella joven, Kafuku ahora contemplaba una opción adicional. Tal vez su esposa sufría no solo de cáncer, sino también de algo más: una enfermedad presente en toda la humanidad. Aquella que nos lleva, algunas veces, a lastimar a otros. Un mundo de enmascarados.
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“—Es como una enfermedad, señor Kafuku. No vale la pena pensar en ello. El que mi padre nos abandonase, que mi madre me hiciera daño… Todo es a raíz de la enfermedad. De nada sirve darle vueltas. No queda más remedio que apañárselas, tragar e ir tirando.
—Todos actuamos, entonces —dijo Kafuku.
—Eso creo. En mayor o menor medida”.