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Ensayo sobre el triunfo mercantil de Barranquilla frente a su desarrollo cultural de finales del siglo XIX y principios del XX.

Leydon Contreras Villadiego
06 de agosto de 2022 - 06:00 p. m.
Foto panorámica de Barranquilla.
Foto panorámica de Barranquilla.
Foto: Óscar Pérez

La Barranquilla de finales del XIX de ningún modo era considerada una ciudad en el sentido que hoy las conocemos, ni en el sentido de urbe, ni en el sentido cultural. Salvo en su pujante progreso comercial y triunfo mercantil saturado de relaciones marítimas de toda índole, cuya dinámica económica pronto desbancaría de su privilegiado lugar a los puertos de Santa Marta y Cartagena, los dos enclaves portuarios más viejos del país.

En 1897, un viajero francés que arriba hasta Puerto Colombia nos comparte la impresión que la ciudad dejó en él. Pierrre d’Espagnat escribe en su muy citado diario de viajes “Recuerdos de la Nueva Granada” que: “Dos o tres horas más tarde estamos en el umbral de una ciudad polvorienta, con hilos telegráficos; es Barranquilla, el puerto principal y la primera aduana de la república [...] La verdadera ciudad sudamericana moderna, vulgar y demasiado joven, preocupada únicamente de comercio, de industrias, de relaciones marítimas, creadas por la fuerza de la necesidad bajo la presión económica del rico país que desemboca en ella”.

Para ese entonces la ciudad del caimán no pasaba de ser un caótico desembarcadero de mercancías que olía a escombros y a sed, en donde marinos y vaporinos se recostaban en el lecho de sus amantes por un par de noches, para luego retornar a sus náufragos destinos. Pese a la construcción del Ferrocarril de Bolívar, del ambicioso muelle de Puerto Colombia y la apertura imprecisa de Bocas de Ceniza, por decenios, lo que alguna vez llamaron Tierraadentro, no dejó de ser más que un Sitio de libres situado río abajo, en donde contrabandistas y diplomáticos por igual levantaron nuestra más antigua “Ciudad fenicia”, tal y como la habían bautizado desde el diario barranquillero El Rigoletto.

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Dice Fray Candil seudónimo de Emilio Bobadilla en su novela de 1905 “A fuego lento” que: “Ganga era un villorrio compuesto, en parte, de chozas y, en parte, de casas de mampostería, por más que sus habitantes –que pasaban de treinta mil–, negros, indios y mulatos en su mayoría, se empeñasen en elevarle a categoría de ciudad. Lo cual acaso respondiese a que en ciertos barrios ya empezaban a construirse casa de dos pisos, al estilo tropical, muy grandes, con amplias habitaciones, patios y traspatio, y a que en las afueras de la ciudad no faltaban algunas quintas con jardines, de chalets, de madera que iban, ya hechos, de Nueva York y en las cuales quintas vivían los comerciantes ricos. Ganga no era una ciudad, mal que pesara a los gangueños, que se jactaban de haber nacido en ella como puede jactarse un inglés de haber nacido en Londres […] En Ganga todos son generales y los doctores pululaban como moscas. Todo el mundo era general cuando no doctor, o ambas cosas en una sola pieza, lo que no les impedía ser horteras y mercachifles a la vez […] Ganga no difería cosa de los demás puertos tropicales. Muchas cocinas humeaban al aire libre, y de las carnicerías y los puestos de frutas emanaban un olor a sudadero y droguería”.

“Ciudad de tenderos”, la catalogó luego el sabio catalán de Cien años de soledad antes de irse a morir al otro lado del Atlántico. Vinyes de pronto lo dijo sufriendo de la misma soledad intelectual que empujó al suicidio a Luis Eduardo Nieto Arteta. Igual soledad que ahogó en una espantosa agorafobia a José Félix Fuenmayor, autor de Cosme, novela clave, si se quiere entender el desbarajuste entre el desproporcionado entusiasmo por el progreso del triunfo comercial y el lánguido interés por el progreso cultural y espiritual de una ciudad nacida del milagro económico, solo por estar al costado de un río en el que desemboca buena parte de la historia económica de toda una nación.

“La ciudad comercial estaba satisfecha de sí misma, y la vida cultural no estaba entre sus prioridades”, resolvió al fin de cuentas Ramón Illán Bacca en Escribir en Barranquilla. Ese factor comercial que distinguió tanto a Barranquilla fue lo que el poeta Miguel Rasch Isla denominó la fiebre del tanto, por tanto, y la razón por la cual Fray Candil –o más bien Emilio Bobadilla– bautizó a Barranquilla en su novela con el ocurrente apelativo de Ganga. Por ende, a los barranquilleros los llamó gangueños.

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En esta misma tónica, la aparición de teatros y clubes para las reuniones y encuentros sociales demostró algún interés por el consumo cultural, una movida cultureta o cultura de viñeta. Sin embargo, estos intentos no es que tuvieran mucha resonancia en cuanto al esmero por cultivar una vida cultural propia y labrada de manera sistemática. Lo que a su vez indica que, estos revuelos culturales, manifestaciones esporádicas o coletazos de la movida europea y norteamericana, son solo producto espontaneo de las actividades comerciales, propias de una ciudad portuaria como Barranquilla que como sostiene Núñez Madachi en “El Museo del Atlántico: Leviatán de la cultura” que Barranquilla “[…] había estado dedicada exclusivamente a crecer. Pensaba sólo en fábricas e industrias, y apenas unas dos librerías conseguían sobrevivir amparadas por el reglón de las papelerías. El buen augurio de alcanzar una cultura cosmopolita […] habíase disuelto ante el empuje arrollador del más implacable y llano materialismo de la oferta y la demanda, haciendo de esta ciudad, una ciudad casi paria con respecto a cualquier expresión de cultura superior. Una ciudad donde se desintegraban por falta de pago todas las compañías de ópera o de teatro de alguna categoría […] una ciudad, en fin, de la que se cuenta sin pudor ante la posible exageración, en la que un tenor de fama mundial tuvo que dedicarse a vender corbatas para reunir el valor del pasaje a Londres”

Por aquellos años de bonanza mercantil, los chinos tenían tiendas de sedas, abanicos, opio y té, al mismo tiempo que los libaneses monopolizaban el comercio de telas. En poco tiempo, el sector diversificó sus ofertas y cayó en manos de cuanto emprendedor se aventuraba a alzar las esteras y promocionar allí toda clase de víveres, abarrotes y licores. Barranquilla era una ciudad regional con pequeños comercios y tenderetes en todas sus calles.

Así fue como, en poco tiempo, una ciudad que tardó demasiado en crear universidad, fundar bibliotecas y carente de centros de estudios, se levantó con la mentalidad del rebusque, y desdeñó desde siempre del arte y la cultura. La ciudad del hito de la aviación y los avances tecnológicos del siglo XX, “Cuna de todo y cama de nada”, expresó alguna vez Alfredo de la Espriella, recordando que “no se lee en Barranquilla ni se escribe tampoco”, como apareció en El Rigoletto a mediados de 1905.

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Cualquier vida intelectual que germinó en la “Puerta de Oro de Colombia” se dio lejos de los clubes sociales, y más bien surgió de las tertulias del Camellón Abello en las que participaban un cónsul de Francia, Tomás Surí Salcedo –quien fuera secretario privado del presidente Rafael Núñez– y el brillante Julio H. Palacio, iniciador de El Rigoletto, entre otros. Más adelante, los intelectuales de la Revista Voces se congregaron en la casa de techo de paja de Enrique Restrepo, abuelo de Laura Restrepo. Ahí asistieron El creador de Cosme, el joven filósofo que luego fundaría la Universidad del Atlántico, Julio Enrique Blanco, Ramón Vinyes y varios más.

Pero fue precisamente en una tienda de barrio de donde sale el Nobel colombiano de literatura. Una tienda que reunió a periodistas, poetas, fotógrafos y escritores que hacían transferencias de ideas y organizaban entre ellos mismos la bolsa de valores creativos. La tienda era El Vaivén.

Como ven, aquí las tiendas optan por nombres trascendentales y definitivos como La Favorita, La Preferida, La Redención o Revivir, y todas constituyen por igual una suerte de club social, popular y libre de protocolos, en donde se le da rienda suelta a conversaciones que se agotan y se renuevan a sí mismas y, en donde, sin descanso y sin remedio, y por fortuna, no deja de girar un cheque de solidaridad conocido como el fíao, porque tendero y cliente son almas que se encuentran unidas por el hábito de los días.

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El Vaivén dejó de ser tienda de barrio una vez se remataron los últimos potes de sopa Campbell y cuando por fin se llevaron las máquinas odontológicas y el gabinete dentista de Eduardo Vilá. Entonces Cepeda Samudio, que a la sazón trabajaba en Águila, propuso unos barriles de cerveza, y este hecho constituyó el nacimiento de La Cueva como bar de intelectuales, y un “asilo de locos estridentes” que declaraba con voz en cuello que los barranquilleros pueden nacer en cualquier parte del mundo, y en donde una noche, a suerte de manifiesto, se explicó que “esta manera de ser no parece extraña al hecho de que Barranquilla sea una ciudad de comerciantes, extenderos o de tenderos en potencia” y que “el comercio es la insuperable universidad de la cordialidad, porque, para su existencia, presupone una obvia capacidad transaccional” que por suerte ha saldado todas y cada una de las ausencias culturales que debieron de haber venido junto al progreso material que trajo casi un siglo de entradas y salidas de viejos transoceánicos cargados de estupor.

Por Leydon Contreras Villadiego

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