Al final del espectro (2006), el primer largometraje de Juan Felipe Orozco, sugería los estragos del terror exterior en la intimidad de una habitación donde Vega (Noelle Schonwald) sucumbía al miedo ambiente que la trastornaba en clave paranoica.
Cinco años después, Orozco invierte los términos en Saluda al diablo de mi parte (2011). Aunque no del todo: los asesinatos son dirigidos por un vengador tecnológico que quiere controlar el mundo desde otra habitación en la que vive anclado por su silla de ruedas, con un poder desmedido y un despliegue computarizado que le ayudan a manipular el caos.
El horror interior de la primera película y el contraste con el espectáculo de la muerte hecha acción —mental y física— del segundo largometraje ilustran el carácter del miedo que atraviesa una gama de resultados distintos pero causas similares: el deterioro mental de Vega es ocasionado por su agorafobia y por las amenazas de una muerte que la acorrala en su departamento; en Saluda al diablo de mi parte, Léder (Ricardo Vélez) y su hermana de aire vampiresco, Helena (Carolina Gómez), traducen la memoria de ese horror en la venganza de un rencor que se respira tanto en la pantalla como fuera de ella; en la realidad que sirve de apoyo y explicación al asesinato modelo colombiano.
El tema sería apenas otra anécdota en el amplio repertorio de la violencia, del crimen que desvirtúa la civilización, si no se manifestara con los aspectos visuales que permite la acción cinematográfica en su tradición más clásica: un vértigo insaciable en la narración y el montaje, subrayando el salvajismo representado en cada imagen; una creación de situaciones trepidantes y atmósferas siniestras —gracias a la fotografía cargada de emociones, según Luis Otero y su manejo de la luz—; una ausencia de compasión y excesos deliberados por la lógica que propone el guión —escrito por Juan Felipe y Carlos Esteban Orozco—, enfatizando con la crueldad la tesis que define la película cuando concluye que las venganzas de la guerra establecen términos irreconciliables entre las víctimas y sus torturadores.
El ángel del Diablo, encarnado por Édgar Ramírez —el venezolano más finamente antioqueño que pueda tener esta película cuando insinúa con levedad profesional, sin caer en la trampa de la sobreactuación, el tono estruendoso del matón paisa, así como Salvador del Solar es el peruano más colombiano o mexicano, representado en Moris, el policía sin misericordia que brutaliza a sus enemigos—, cuando es sometido por Léder y el torturado se transforma en torturador, revela todo lo que puede contradecir el trabajo de reconstruir un país.
Acá no hay reconciliación posible. Sólo reparación por vía criminal y vengativa. No es imposible imaginar para esta película una recepción determinada por la geografía: para el público doméstico puede ser un reportaje potenciado por la magnificación del cine; para el público ausente de las referencias locales —la creación del paramilitarismo; la ira del poder vulnerado por las tragedias nacionales, vengando Léder la muerte de su padre sin importarle la multiplicación de los muertos y el ultraje a quien contradiga sus manías; el odio y la violencia como hábitos indeseables—, Saluda al diablo de mi parte puede ser vista como una trama policiaca sobre la barbarie, con giros dramáticos que se multiplican en una espiral sin pausa desde la primera escena hasta la última.
Aunque siempre queda la esperanza: el matón que se encarga de la hija del Diablo, nuestro ángel caído en desgracia, después de que el odio se ha “solucionado” con crímenes que matan al odio y generan más odio, le sugiere a la niña una posibilidad para que viva. ¿Por cuánto tiempo? Quizás hasta que ella empiece a manejar un arma y decida vengarse de las infamias que vivió en su infancia.