
Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Los nudillos se le han blanqueado por la fuerza con la que aprieta el timón. Y uno diría que hasta puede oír cómo le traquean los dientes, al tiempo que suena de fondo el rrrrrrr del carrete proyectándole en la cabeza sus últimos días en Colombia, los más tristes, los más desastrosos de su vida.
¿Está bien don Marquitos?, le pregunto, pero él apenas traga saliva, con dificultad, y no quita los ojos del tipo que acabamos de ver cruzando la calle. La mirada vidriosa, congelada, bajo las cejas pobladas e hirsutas, diríase las alas blancas y erizadas de sus ojos. Hunde el pie en el acelerador y sigue al tipo, desde apenas unos veinte metros, muy despacio. Esquivando huecos y más peatones y ciclistas que se atraviesan unos, y que frenan en seco y lo esquivan, por milímetros, otros.
Lo invitamos a leer: Cántelvi (Cuentos de sábado en la tarde)
Esta no es la ruta que usualmente seguimos a la bodega en la que trabajo todas las tardes moviendo, con un montacargas, cajas repletas de zapatos. “Don Marquitos, ¿le pasa algo? ¿Para dónde vamos? ¿Por qué se desvió?”, le pregunto. Pero solo me responde el silencio, los pitazos de los otros coches y el ronroneo del auto. El tipo que seguimos es colombiano, porque ahora sí que es evidente que lo seguimos o, mejor, que Don Marquitos le sigue el paso, la sombra, como sabueso anhelante. Eso es seguro. La configuración craneana, los rasgos afilados, el color de la piel, hasta el caminado. Uno distingue a los suyos entre un gentío, no importa dónde, no importa cómo.
“La sangre tira”, como dicen en mi país. Y nuestro objetivo, el de Don Marquitos, es medio mulato, de pelo prieto y abundante, esmirriado y se balancea de un lado a otro, como si más bien fuera una triste barca a la deriva de la rutina urbana. Lleva unos enormes lentes de sol y una camisa colorida, sandalias y bermuda de jean, cortada en casa. El tipo aquel al fin se detiene en una esquina, al lado del semáforo y nosotros también. Espera que la luz cambie para pasar al otro lado. Don Marquitos ha frenado en seco. Sus nudillos siguen amenazando con pulverizar el timón de la camioneta en la que transporta gente para una agencia de empleos del Norte de Montreal, en Canadá. Hunde el acelerador un par de veces. Tal vez demasiado fuerte, como si fuera una bestia al acecho de su presa. Y esta vez, el tipo mencionado, voltea a mirarnos. Pero se vuelve hacia la luz del semáforo peatonal. Más carros pitan detrás de nosotros pidiendo, rabiosos, el paso. Quizá tan confundidos como yo, que adivino lo que está pasando y lo que está a punto de pasar.
“Don Marquitos… oiga…”, otra acelerada, el sujeto que cruza al fin la calle, las llantas que chillan… el motor que brama, el olor a caucho quemado, un sacudón… y nosotros seguimos en el mismo sitio. Don Marquitos suelta un bufido maquillado de suspiro, y se estrella la frente contra el volante, hasta hacerla sangrar. El hombre de la camisa colorida y los shorts se pierde, a lo lejos, entre el bullicio de la avenida. Don Marquitos llora desconsolado. Yo abro la puerta y les grito a los desesperados que nos ensordecen a pitazos, en mi fracturado francés, que el carro de descompuso, que sigan su camino como puedan. Doy la vuelta, abro la puerta del conductor y lo abrazo. Un par de cuadras más abajo, he de enterarme de que los fantasmas existen y de que uno nunca sabe, realmente, qué parte del universo habita.
El tipo que acabamos de ver y que temí que aplastáramos, me dice Don Marquitos, era el comandante del frente guerrillero que incendió su hacienda hace tres años, porque él se negó a seguirles pagando la vacuna mensual. En el siniestro murió su hijo menor. El resto es historia. La misma historia reciente de Colombia, sangre, muertos, malas noticias y refugiados.
Todos, de una u otra manera, somos víctimas. Sus contactos en Colombia, días después, y acosado por los recuerdos y la paranoia, le confirmaron que el sujeto que vimos en la calle era, en efecto, alias Vaticano, el mismo que lo había transformado de próspero hacendado a cifra estadística en el exilio. A Canadá el sujeto había llegado como refugiado, parte del programa de protección de testigos. Afortunadamente, Don Marquitos ahora vive en Vancouver, a donde se mudó con toda su familia algunos meses después del incidente aquel. Yo alguna vez creo que volví a ver al tipo aquel, por los lados del Viejo Puerto de la ciudad, no estoy seguro de que fuera él, no obstante, me cambié de acera.