Una de las explicaciones más famosas sobre el origen de la poesía surge de un diálogo entre Sócrates e Ion de Éfeso. Allí se compara la inspiración con los efectos producidos por una piedra magnética capaz de atraer anillos de hierro. La musa viene a ser la fuente de la que emana esa virtud que sobrecoge al poeta y este, a su vez, es capaz de comunicar ese entusiasmo delirante en una “cadena de inspirados”.
Obviando las razones que desmitifican la génesis poética, y la ubican como un proceso con límites humanos, aquella metáfora de la piedra magnética, es una de las tantas que han servido para conectar la actividad artística con un “más allá divino”. En la obra de Tomás González la promesa tiene sentido, únicamente, si la entendemos como un “continuo” que se cumple día a día. No un después, un ahora:
Para mi solo hay estas nubes,
estas palomas que acaban de pasar,
estas plantas intrincadas, esta abigarrada vaciedad,
este lugar del que no se pueden señalar los bordes, (1)
El vitalismo de este autor surge de una atención cuidadosa y de una disciplina que espera. Él ha dicho que en su trabajo las formas se manifiestan. A propósito, en una de sus meditaciones, Ortega y Gasset afirmaba que el impulso original contiene implícitas sus direcciones, a la manera de una piedra que es lanzada y lleva predispuesta la curva que ha de describir en su recorrido.
Lo invitamos a leer el texto escrito por Tomás González: Tiempo es lo único que hay
Existe la convicción en algunos poetas, de que la infancia es el momento máximo, una suerte de Edén de la imaginación y el símbolo. ¿Qué opina sobre la idea de una edad de la inocencia y la de un paraíso perdido?
La infancia, la edad alucinada, es paradisíaca a ratos, pero también infernal y no siempre inocente. Los niños viven en el infierno y en la gloria. Son crueles, se hieren unos a otros, se burlan unos de otros, se amangualan unos contra otros. Lo que añoramos de la infancia es aquella intensidad de los sentidos, ese es nuestro Edén perdido. Ya de grandes somos mucho menos capaces, por ejemplo, de mirar las estrellas y sentir el profundo asombro y la maravilla de su existencia. Todo se ha vuelto rutina. En la edad adulta las cosas pierden brillo, igual que las conchas y caracoles que nos llevamos para la casa, tierra adentro.
¿Qué podría contarnos de su época como estudiante de filosofía en la Universidad Nacional? ¿Qué escritores leía con más insistencia?
Me tocó en la universidad una época de mucho activismo estudiantil, de muchas manifestaciones, pedreas. Yo salía de las manifestaciones y me iba a mi cuartico estudiantil a leer a Faulkner y a los del boom. Al principio no pertenecí a ningún grupo, y después me afilié con los trotskistas y me vi en la zona industrial de Bogotá tratando de venderles el periódico El Obrero Socialista a las personas que salían de las fábricas. De vez en cuando nos compraban alguno, tal vez por solidaridad o por lástima, pero dudo de que lo leyeran, pues el contenido era hiperintelectual y más bien ladrilludo.
¿Cuándo despertó en usted el interés literario? No ya la pura imaginación infantil, sino las primeras ideas de que la literatura podía darle expresión a su alma.
Empecé a escribir como a los quince años, poesía, cuentos, pero sólo tomé la decisión de dedicarme de lleno al oficio por el resto de mi vida cuando publiqué Primero estaba el mar, a los treinta y tres.
En sus poemas se consignan variadas geografías, muchas de ellas nacionales. Si fuera posible hablar de su identidad colombiana ¿En qué términos cree que podría definirse?
Nos identificamos como colombianos por la manera de hablar el idioma y por nuestros recuerdos comunes. Una persona de la Costa seguramente sabe quién fue Pacheco, tanto como una del interior. Sabe quién fue el padre Camilo Torres. No así un boliviano. Compartimos la imagen de Bolívar subiendo de Casanare con sus llaneros descalzos armados de lanzas, imagen del Libertador que seguramente no es la que tienen los ecuatorianos. Y compartimos una geografía, por supuesto, los dos mares, etc. Si escribo un poema sobre el Salto del Tequendama el lector colombiano va a leerlo de forma muy distinta que uno de Chile. Todos los colombianos sabemos del calor que hace en la bella Mompox y muchos conocemos el sabor de los ceviches callejeros de Cartagena o la belleza de la isla que hay frente a Santa Marta, al atardecer. Esas cosas nos hacen compatriotas.
Su obra literaria publicada, a la fecha, cuenta con diez novelas. Son conocidos también tres libros de relatos y el poemario Manglares. ¿Cómo son para usted las relaciones entre el lenguaje poético y el lenguaje prosaico? Si existe una diferencia entre ellos, ¿cuál es en su opinión?
Para mí la diferencia está en el manejo del tiempo. Los poemas son más estáticos que las novelas y los cuentos, participan más de la calidad de la pintura. Por eso en ellos es clave el aspecto gráfico. En las novelas, en cambio, el tiempo lo es todo. Novela y paso del tiempo son sinónimos. Eso si hablamos de poemas y novelas en sí, como objetos artísticos, digamos pues, el lenguaje poético, es el mismo en los dos géneros. A ciertas realidades –y tal vez sean las más importantes–, a ciertos momentos en el tiempo sólo se accede con la poesía, que es la misma en los poemas y en las novelas y está definida por la sensibilidad peculiar de cada escritor.
Han pasado treinta y siete años desde que se publicó Primero estaba el mar. En relación con sus métodos para elaborar personajes de ficción. ¿Tiene usted algún principio recurrente al momento de crear sus criaturas?
No es un método, propiamente. Simplemente el personaje empieza a tomar forma aún antes de empezar yo a escribir la historia, y cobra vida casi siempre en el mismo momento en que pronuncia sus primeras palabras, en su primer diálogo. En mis escritos muchos personajes han aparecido de esa manera.
¿Cuál de sus personajes le ha costado más trabajo para darle formas?
No es que me haya costado más trabajo darles forma, sino que con algunos he tenido que esperar un poco más a que se manifiesten, ya sea con palabras o con actos. En realidad, trabajo no hay, aparte del de mantenerse atento, pues los personajes aparecen solos.
En un bello poema suyo titulado Corraleja, describe uno de estos espectáculos intensamente terribles, ocurrido en Tolú. ¿Qué opinión le merece el gusto colectivo que se expresa en la afición a las peleas de gallos, a las corralejas, o a las corridas de toros?
Son espectáculos muy ricos desde el punto de vista visual y estético, y muy crueles. Las dos cosas aparecen claras en las pinturas de Goya, por ejemplo. Pienso que sería mejor que se dejaran de hacer, igual que sería bueno volvernos vegetarianos, pues comerse una res y sobre todo criarla para comérsela es de mucha crueldad e indiferencia ante la vida. Así y todo, disfruto con el lomito al trapo y con la lengua de res a la criolla, y me parece bello el espectáculo de las corridas de toros.
¿Ha sido usted lector de la novelística colombiana? ¿Considera a algunos autores nacionales como influencias en su trabajo?
A Tomás Carrasquilla, a García Márquez y, en menor medida, al novelista bogotano Osorio Lizarazo. También he leído con gusto a Gustavo Álvarez Gardeazábal.
Algunas de las páginas de su novela La luz difícil están llenas de enorme belleza lírica. En una de ellas, el pintor nombra la aflicción como un fuego de llamas azules o de un verde pálido. ¿Cuál cree usted que es el papel de la metáfora en la vida cotidiana?
Hay realidades, como esta de la aflicción, a las que sólo se llega con metáforas. Se puede decir “estaba inmensamente afligido”, pero eso no transmite la calidad, la textura, digamos, de la aflicción misma. Para eso es mejor recurrir a la metáfora. Pero no sólo en literatura. Recuerdo que, en un verano muy caliente y húmedo en Nueva York, un taxista dominicano me comentó: “Chico, esto parece mondongo”.
(1) Manglares, poema XCII.