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Tomás Molano se fue a estudiar fotografía a Argentina. Cuando terminó, el director le dijo “Veo un Molano, una obra que ya no es de un aprendíz”. Su papá murió mientras estuvo fuera del país y, unos minutos antes del momento final, una fiebre altísima le avisó que debía llamarlo. “Su padre se fue”, le avisó su mamá, que unos días después le pidió que extendiera su estadía por fuera. Comenzó cocina en el Instituto Gato Dumas, lugar en el que no duró mucho por una incomodidad con la que no pudo negociar: la comida que se preparaba durante las clases, terminaba en la basura. Él propuso que la llevaran a una institución de ciegos que conocía y, según cuenta, sus notas bajaron cuando comenzaron a notar su incomodidad: “Iban a coartar mi posibilidad de ser. No se pudo así”.
“Persisto en la esperanza y contagio amor. Estoy colmado de amor, no lo puedo contener y cada día hay cosecha. Estoy convencido de la siembra, de la conexión con otras personas que resuenen con esto y que, además, sepan que así como las estrellas brillan, nosotros también deberíamos brillar para ellas”, dice Molano, que está convencido de que lo importante es administrar los sentimientos, no el dinero. Dice que cree en un mundo mejor, pero no en las religiones “porque esas son formatos”.