La especial consideración que el fallecido escritor español Javier Marías demostraba hacia los oficios de traductor e intérprete llamaba la atención de los lectores que residimos en lugares de idiomas distantes, donde el castigo de Babel es nuestro pan de cada día. Su novela de 1992, Corazón tan blanco, describía una reunión privada entre los jefes de gobierno de España e Inglaterra (al parecer Felipe González y Margaret Thatcher), donde el intérprete, aburrido con el insulso diálogo real de los dos altos cargos, se pone a tergiversar las frases y propicia una estimulante y sincera conversación sobre el poder y los sentimientos. (Recomendamos más columnas de Gonzalo Robledo sobre Japón).
Aunque surrealista e improbable, la lectura de la escena me convirtió en un incondicional aficionado al acto de la interpretación y desde entonces aprovecho las conferencias que son traducidas del japonés al español, y viceversa, para aprender nuevos giros gramaticales y enriquecer mi exiguo vocabulario. Gracias a las novelas de Marías empecé a apreciar el trabajo de los intérpretes simultáneos, aquellos que desde una oscura cabina analizan una frase, extraen su mensaje, lo resumen y eligen la terminología apropiada, todo sin descuidar un segundo el discurso del orador.
Algunos lo consideran el oficio más extenuante para el cerebro humano, pues le exige trabajar mientras se anula la tendencia natural a callar cuando se quiere escuchar y a bloquear los oídos cuando queremos decir algo. Muchas empresas exigen contratar a intérpretes por parejas para permitir una pausa tonificante cada 15 minutos, evitar el agotamiento y las equivocaciones.
Quienes traducen entre el español y el japonés tienen la complicación adicional de la gramática invertida de los dos idiomas, lo que obliga, muy a menudo, a esperar al final de la frase para enterarse de quién es el protagonista. Como los japoneses están poco acostumbrados a la ironía, aquí rige también la recomendación universal para los oradores sensatos de evitar el humor y las frases de doble sentido, pues la posibilidad de que se pierda en la traducción suele ser muy alta.
Cuando los oradores hispanohablantes en Tokio encuentran entre el auditorio algún paisano que se ríe de sus ocurrencias, asumen que también los japoneses están entendiendo y se tornan dadivosos con sus chistes. La experta traductora recurre entonces a la infalible y humanitaria fórmula de decirle a su audiencia: “El honorable orador acaba de hacer un chiste intraducible. Les agradeceríamos reírse”.
Javier Marías era además traductor y en su última columna publicada en el diario español El País afirmó que nada le impediría regresar a ese oficio, “salvo mis propios libros y lo mal pagada que sigue estando esa labor esencial, sin duda una de las más importantes del mundo, no solo para la literatura”.
* Periodista y documentalista colombiano radicado en Japón.