El Magazín Cultural

Tráfico de pecados (Cuentos de sábado en la tarde)

Fue por una película que el padre Andrés descubrió la ilimitada posibilidad de extorsiones y dinero que contenía su archivo.

FERNANDO ARAÚJO VÉLEZ
13 de abril de 2019 - 09:50 p. m.
Cortesía
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Eran cientos de hojas y hojas con nombres y pecados y fechas que había escrito a mano con absoluta prolijidad desde hacía muchos años, 10 o 12. Cuando empezó a coleccionar las confesiones de sus feligreses, lo hizo para llenar sus horas vacías. Se metía en las vidas de los otros y vivía así lo que había desechado por amor a Dios. Adulterios, desfalcos, robos, e incluso crímenes que había mantenido en absoluto secreto.

Su historia preferida era la de doña Lucrecia Sandoval, una mujer de 50 años que se le acercó por vez primera para confesarle que estaba enamorada de su propio hijo. Pasados algunos meses, le relató que se había acostado con él, Saúl. Un año más tarde, le reveló que esperaba un hijo suyo, el hijo de su hijo, a quien llamaría Julio. La señora Sandoval había logrado ascender hasta lo más alto del sector financiero. Suave, pero agresiva, educada y culta, sus ojos eran como una canción de tómame o mátame, decían, y por ellos su hijo había llegado hasta el delirio.

Jamás se casó, aunque solía dejarse ver con algunos hombres para que se regara el chisme de que el hijo de su hijo era de alguno de ellos. Sobre el padre de Saúl, afirmaba que era de un amorío de adolescente y nada más. Un buen día, Saúl se casó. Su matrimonio duró unos cuantos meses. Había sido un simple arreglo para confundir. Una especie de lavado de estado civil. Luego volvió con su madre y con Julio para esconderse del mundo en un viejo apartamento de La Soledad. El padre Andrés era el único que sabía la verdad.

Incluso los visitaba una semana de por medio y se había prestado a bautizar al niño del incesto, como había reseñado al bebé en sus archivos. La noche después de la película que lo iluminó, fue a cenar con doña Lucrecia y sus hijos. Luego de los saludos y de dos whiskys muy cargados, les advirtió que la situación se había complicado. Luego de una pausa, miró fijamente a doña Lucrecia, como si ella fuera su única alternativa, y le informó que le habían robado sus archivos. Después de otra pausa, miró al suelo y aclaró que al parecer, la noche anterior, mientras él estaba en cine, se le habían metido a la casa cural y la habían desocupado. El computador, cámaras de fotografías, un celular, uno que otro recuerdo, ahorros.

“Esta mañana me llamaron”, dijo. “Me pidieron 120 millones por el archivo”, aclaró, y miró a la señora Sandoval. Ella no pudo musitar palabra, más allá de que intuyó que aquel “archivo” podía involucrarla. Jamás le había dicho a Saúl que acostumbraba a confesarse con el padre Andrés, y que él conocía hasta el más íntimo de sus secretos. “Me piden 120 para que nadie conozca la verdad. Su verdad”.

Por FERNANDO ARAÚJO VÉLEZ

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