Tras la máscara de varón

La mujer se ha vestido de hombre a lo largo de la historia de la literatura de dos maneras: como escritora y como personaje. En el primer caso, recurre a un nombre de hombre para firmar sus escritos y, en el segundo, simplemente se viste de varón para poder llevar a cabo actividades que son exclusivas del mundo masculino.

Mónica Acebedo
14 de febrero de 2020 - 11:30 a. m.
Tras la máscara de varón

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“La libertad intelectual depende de cosas materiales, la poesía depende de la libertad intelectual; las mujeres siempre han sido pobres desde el principio de lostiempos…”.

Una habitación propia

Virginia Wolf

La mujer se ha vestido de hombre a lo largo de la historia de la literatura de dos maneras: como escritora y como personaje. En el primer caso, recurre a un nombre de hombre para firmar sus escritos y, en el segundo, simplemente se viste de varón para poder llevar a cabo actividades que son exclusivas del mundo masculino. La respuesta, posiblemente, la resume magistralmente Virginia Wolf en el epígrafe de esta reflexión: pobreza, pero no solo económica, sino de poder, de empoderamiento y de pertenencia a un universo dominado por los hombres.

Son pues muchas las mujeres que a lo largo de la historia de la literatura han escrito bajo un seudónimo de hombre. Las respuestas a esta tendencia han sido —y son todavía— de diversa índole; en primer lugar, porque no era bien visto que una mujer se entrometiera en un mundo exclusivamente masculino —por lo menos en siglos precedentes—; también porque el ideario social se ha inclinado —y esta vez sí me refiero incluso al presente— a considerar la escritura femenina, sino inferior, por lo menos diferente.

Es posible que las escritoras que querían enviar sus manuscritos a concursos o editoriales lo hicieran con seudónimo masculino con el propósito de que el juez o jueza no los consideraran como “femeninos”, o peor, “tontos”, como decía George Eliot (Mary Ann Evans) en su maravilloso ensayo: Las novelas tontas de ciertas damas novelistas (1856). En su escrito, la famosa autora de Middlemarch hace una crítica, a mi juicio, no a la escritura femenina, sino a una tendencia narrativa decimonónica de ciertas damas, casi siembre pertenecientes a la aristocracia inglesa que para muchos era considerada como “menor”.

Dice Eliot al comenzar su ensayo: “El género de las novelas tontas escritas por mujeres tiene muchas subespecies que, según la calidad concreta de la tontería que predomine en ellas, pueden ser superficiales, prosaicas, beatas o pedantes. Pero la amalgama de todas estas subespecies variopintas produce un género —basado en la fatuidad femenina— donde pueden incluirse la mayoría de estas novelas que podríamos llamar del estilo de ‘artimaña y confección’” (15, Ed. Kadmos, 2012).

Pero, independientemente del análisis que hace la escritora en ese ensayo publicado anónimamente en Westminster Review, lo interesante (o, ¿triste?) es (porque sigue siendo) la persistencia de la mujer escritora en refugiarse en el baluarte de la masculinidad como, de hecho, lo hace la misma Evans con la máscara que selló una de las mejores producciones literarias del siglo XIX en Inglaterra.

Son pues innumerables los casos del uso del antifaz con la pretensión de lograr el boleto de entrada al mundo literario. En el siglo XVII —que es la época en la cual las mujeres empiezan a tener un acceso más uniforme a la educación y al mundo de las publicaciones literarias— está, por ejemplo, María de Guevara (la condesa de Escalante) que le escribe un manual de comportamiento al futuro regente de España, el príncipe Carlos II, llamado Desengaños de la corte y mujeres valerosas (1664) y publicado anónimamente por “autor moderno, de poca experiencia y gran celo”; otro caso es el de Catalina de Erauso, quien en una emotiva autobiografía (Historia de la monja Alférez, escrita por ella misma) cuenta de su viaje a las Indias disfrazada de hombre y luego cómo a su regreso mantiene su condición de varón porque le permitían el acceso a la escritura y a puestos de hombres.

O, más tarde en el tiempo, el caso de las hermanas Brontë (1846): Charlotte publicó como Currer Bell; Emily, como Ellis Bell, y Anne, como Acton Bell; Mary Shelley, por su parte, fue obligada a presentar la primera edición de Frankenstein o el moderno Prometeo como anónima y con el prólogo escrito por su marido, Percy Shelley, que era ya un renombrado poeta en los círculos literarios londinenses; en Francia, Amantine Lucile-Aurore Dudevant albergó la debilidad de su sexo bajo el nombre George Sand; en Estados Unidos Luisa May Alcott (1865) se escondió como A.M. Barnard para varios de sus escritos menores, aunque Little Women sí lo publicó con su nombre, tal vez por aquello del tema; en la España el siglo XIX, Fernán Caballero apareció como el autor de varias novelas de corte costumbrista como Gaviota, pero en realidad fueron escritas por Cecilia Böhl de Faber.

Pero la cosa no para en el siglo XX ni tampoco en el XXI. Un buen ejemplo es el de Katharine Harris Bradley y su sobrina Edith Emma Cooper, a principios del siglo, que escribieron su obra poética y dramática bajo el seudónimo de Michael Field.

Otras se refugian simplemente en las siglas de sus nombres; desconozco el propósito específico, pero me atrevo a especular que es para que “no se note” que son mujeres. Algunos ejemplos: la autora de Mary Poppins, Pamela Lyndon Travers (1934), publicó como: PL Travers; Nora Roberts (1995) autora de In Death era J.D. Robb; también la autora del brujo más famoso de los últimos tiempos: Joanne Rowling, es JK. Rowling en Harry Potter (1997), que igualmente es Robert Galbraith en las series de Cormoran Strike; asimismo, Fred Vargas, el autor (autora) de varias novelas policíacas —entre las que está Quand sort la recluse (2018)— resultó ser la francesa Frédérique Audoin-Rouzeau.

Ahora bien, otro tema bien distinto, pero no menos importante, es del tópico de la mujer vestida de hombre, constante sobre todo en la literatura barroca y no solamente aquella que proviene de la escritura femenina.

El mismo Cervantes viste a varias mujeres de varones, unas veces por despecho (Dorotea) y otras simplemente por la necesidad de ingresar a un mundo que le es negado por su condición. En otras ocasiones la mujer se viste de hombre para defender su honra. Y, el mismo Lope de Vega en Arte nuevo de hacer comedias (1609) manifestó expresamente que el disfraz varonil suele agradar mucho, por lo que los ejemplos en los que la mujer se viste de hombre en novelas, poemas y comedias del Siglo de Oro español son casi infinitos.

En la pluma femenina del siglo dorado también hay casos numerosos que cobran un matiz de discurso femenino: Ana Caro de Mallén, por ejemplo, en la comedia Valor, agravio y mujer se vale del vestido de varón de la protagonista, cuyo honor ha sido violentado, para vengarse con su propia espada del malvado traidor y obligarlo a cumplir su promesa de matrimonio (también tópico áureo); María de Zayas en varias de sus novelas ejemplares y amorosas recurre al tópico: en Aventurarse perdiendo, lo hace al igual que Cervantes, por despecho; pero en El juez de su causa viste de hombre a la protagonista que ha sido secuestrada y casi violada, que se convierte en virrey y juez de su mismo caso.

Parece que la autora más famosa del siglo XVII quiere reafirmar que la mujer es capaz de desempeñarse en cualquier oficio y devengar por este. Por eso el disfraz se convierte en una herramienta más de querella femenina, tan de moda por aquellos tiempos en España y Francia.

En fin, se me acabaría el espacio para enumerar más ejemplos de uno (el seudónimo) y otro (el disfraz varonil).

Por eso solo pretendo con esta breve reflexión dejar la inquietud y la invitación para hacer un análisis literario contrario (el hombre vestido de mujer) con el propósito de contrarrestar los designios que se ocultan detrás de la común actividad.

Por Mónica Acebedo

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