Reproducimos ecosistemas, falseamos ambientes, escondemos semillas foráneas entre las medias, robamos “piecitos” al borde de la carretera. Hacemos lo que sea necesario para tener ese bosque contenido justo en el tamaño y la gama de colores que queremos. Pero, al igual que sucede cuando se conquista lo inalcanzable, volvemos a desear lo salvaje. De ahí la obsesión del protagonista de la novela Las noches todas, de Tomás González (Seix Barral): diseñar un jardín que parezca salvaje. El trabajo diario busca un orden que genere una entropía perfecta. Un oxímoron. Una trampa que conoce el narrador para darle un renovado objetivo a la vejez, para estar siempre en compañía, pero no de otros humanos, sino de matas. Hay alguien más, sí. Aurora, la mujer que representa ya no el amor, sino ese espacio del jardín donde cae la sombra precisa para admirar con mayor objetividad la flor que nace y que jamás será cortada. No hay necesidad de poseer, pero sí de estar cerca. Para eso son los jardines. Al menos los literarios.
El filósofo y teólogo Byung-Chul Han escribió el libro de ensayos Loa a la tierra: un viaje al jardín (Herder) para dar pruebas de su fe. Dios está en la tierra porque de ella brota la vida. Han camina por el jardín para meditar o “demorarse en el silencio” y allí encuentra las respuestas para todo: “Namu: la mariposa existe para que el árbol no se sienta tan solitario. Nabi: ¿y el árbol? Namu: para que la mariposa pueda descansar de su vuelo”. Los jardines están plantados también con historias. La bromelia que fue rescatada del fango y que de ahora en adelante me recordará ese día, sus detalles, sus rostros. Mi abuela tenía un palo de noni en el que mis tíos creían más que en la medicina y que no salvó nunca a nadie con sus frutos vinagrosos. Este es el edén de la memoria. Con esta idea el escritor belga Zidrou escribió el libro infantil Mi jardín (Pípala). Un hombre abre una cajita y en ella encuentra flores secas, barcos de papel, botellas con mensajes secretos que lo hacen recordar un jardín mucho más grande que él mismo. Allí jugaba a ser pirata, a ser pájaro, a columpiarse en las ramas donde también “descansa el viento” hasta que su mamá lo llamaba a cenar.
Hay algo que nos cautiva de los jardines: que la naturaleza, por pequeña que sea, jamás será conquistada. Es ella quien nos conquista a nosotros.