Tríptico: una película, un poema y trapos rojos en las ventanas

Astillas de luz de un cuerpo y una mente que se agrieta. Es difícil, por ahora, hablar de algo que no sea la pandemia. Sin embargo, entre las ideas desechables y los días que aún le quedan por suturar a estos tiempos difíciles para el espíritu les queda el cine.

Valentina Giraldo Sánchez
15 de mayo de 2020 - 08:57 p. m.
Fotograma de la película "Morir a los 30 años", dirigida por Romain Goupil. / Cortesía
Fotograma de la película "Morir a los 30 años", dirigida por Romain Goupil. / Cortesía

Morir a los 30 Años es una película dirigida por Romain Goupil en 1982. La trama gira en torno a un diario fílmico en donde Goupil retrata su amistad con Michel Recanati en medio de los movimientos militantes juveniles de Francia durante los sesenta.

La secuencia inicial del largometraje es la dedicatoria para quienes está hecho esta especie de manifiesto visual. Amigas y compañeros que -al igual que Recanati- se suicidaron. “Esta película es un poco su historia” precisa la voz que narra. Trayendo la película a un diálogo en donde el encierro hace de la memoria un único espacio sobre el cual podemos volver a ver a muchas personas, Morir a los 30 Años reaparece como un filme que enmarca la melancolía, la muerte, la adolescencia y las despedidas. A propósito del adiós, figura al lado de esta película el poema escrito por Cesare Pavese y publicado en 1951: “Vendrá la Muerte y Tendrá Tus Ojos”. Ambas manifestaciones trazan la línea del diálogo con el recuerdo y con la muerte. Un diálogo tan vigente en estos momentos que la evocación de la apariencia de algo que ahora está ausente se manifiesta de manera constante.

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Goupil habla de la angustia de los 18 años y un cine hecho entre amigos, Pavese de la muerte insomne, sorda y que como “un viejo remordimiento o un vicio absurdo” se nos cruza en cualquier momento. Ante los disparos de las malas noticias el instante del cine se gesta como un nuevo espacio para vivir, y este espacio no parece tener la necesidad de buscar un lugar propio. Simplemente está ahí, reproducible en la pantalla. Ambas expresiones (la película y el poema) se inscriben como momentos que obligándonos -un poco- a reconocer nuestra fragilidad, nos posicionan como un cuerpo que se extingue con el tiempo. Los espacios de reflexión conceptual y formal que se anidan en estas obras son una experiencia de la memoria que “como un grito ahogado o un silencio” nos atraviesan, tal y como si fuéramos una hoja de papel o un trozo de película fotosensible.

Ahora bien, entendiendo al cine (y todos los verbos que le preceden: ver, dormir, llorar, padecer, disfrutar etc.) como un acto performativo de un lumen que nos a atravesado el cuerpo, es posible pensarnos como unas superficies de luz deshabitadas y que ha manera de pantalla, reproducimos las sombras y las imágenes que en nuestro cuerpo se han trazado tras estos días. Es tan simple como ver la sombra de nuestro cuerpo dibujada por la luz del sol entrando por una ventana. Producimos la imagen de un terreno desierto, las luces y las sombras de un territorio atravesado por la memoria. La forma que ha adquirido nuestra mirada encerrada hace que las cosas pequeñas recobren un significado. Detrás de la cámara de Goupil y de la tinta de Pavese esta el pulso de un corazón. Acudir a estos pequeños instantes de la nostalgia es una manera de fijar en el tiempo los reflejos que hace la luz de la pantalla y las palabras reflexionadas del poema en nuestros cuerpos y nuestras vidas. Acá está el cine y la película de Romain Goupil, acá están las palabras y el poema de Cesare Pavese.

Pensando a estos dos manifiestos de la despedida y la muerte como un constante presagio de la vida, surge de manera análoga una imagen que ayuda a consolidar un tríptico que retrata lo que acontece en estos momentos: muchos trapos rojos colgando en las puertas y ventanas de Bogotá. A manera de símbolo, estos trapos son del color más representativo de nuestra bandera, son la sangre y el hambre. Este ritmo que apela al contexto social que nos envuelve hace del aquí y el ahora del ver una película y leer un poema un acto de memoria que es constantemente vigente y citado. Se trata de la muerte como un péndulo que va y viene. Ese es el escenario del tríptico: la muerte, las despedidas y el hambre. Quizá el extrañamiento y la tristeza que vienen con el encierro correspondan a algún resabio adolescente de la memoria. Del querer abrazar a mis amigas y no poder, de una piel fotosensible que extraña la luz y el contacto.

Esa es la memoria que queda del tríptico, una memoria que traspasa los límites históricos y culturales para instalarse en forma de poema y de película habitable cada que sea necesario.

Por Valentina Giraldo Sánchez

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