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                                                                                                                              Un aguijón forrado de miel

                                                                                                                              La nueva novela del escritor colombiano, que será presentada hoy a las 7 de la noche en la Filbo, narra las peripecias del caricaturista Javier Mallarino. Mirada a una obra que reflexiona sobre el poder y el olvido.

                                                                                                                              Juan David Torres Duarte

                                                                                                                              El escritor Juan Gabriel Vásquez estará en el salón León de Greiff de Corferias. / EFE

                                                                                                                              Quería ser pintor. Aun Alejandro Obregón exaltó algunos lienzos que tenía en casa. “¿Pero dónde aprendió este carajo a pintar así?”, fue lo que dijo. Javier Mallarino, en efecto, quería ser pintor, pero la vida, en cierto sentido, no se lo permitió. Tenía que vivir, tenía que comer. Entonces, con su habilidad para el dibujo, encontró en la caricatura un modo de vivir. O de sobrevivir, por lo menos. Fue censurado, sus caricaturas no eran publicadas. Y un día su mujer, con voz de chelo y carácter recio, le dijo que botara ese periódico a la basura, que renunciara. Y entonces envió tres caricaturas a otro diario, El Independiente, y desde allí su poder creció, aumentó hasta el punto que le tenían miedo, odio, mientras otros más lo admiraban, lo amaban. Y en medio de semejante poder, un buen día Javier Mallarino, ni tan viejo ni tan joven, se da cuenta de que a él también se lo llevará el olvido.

                                                                                                                              Read more!

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                                                                                                                              La primera de ellas ubica a Javier Mallarino poco antes de que sea homenajeado por las autoridades oficiales, mientras recuerda al mítico caricaturista Ricardo Rendón. Él, que siempre ha sido un crítico, que ha sido amenazado. Aquí se relata su historia, su acercamiento a los periódicos, el modo en que escaló hasta tener una severa reputación. La segunda parte cuenta las remembranzas de Mallarino de una tarde, veintiocho años atrás, cuando una niña fue violada en su casa por un político. El político es desprestigiado, porque Mallarino publica una caricatura sobre el hecho, y tiempo después se suicida. La búsqueda de esa verdad, que se concreta de manera sutil, se encuentra en el último tramo del libro.

                                                                                                                              Si se quiere tener una idea clara, la historia de Las reputaciones versa sobre el olvido y el poder. Así, la obra suena demasiado ambiciosa, casi como un tratado. No es así, sin embargo: la historia captura reflexiones sobre esos temas y, gracias a un hilo narrativo secuencial, con pocos malabares narrativos —salvo un constante cambio entre la voz interna de Mallarino y un narrador en tercera persona, que lo ve todo desde fuera—, produce una suerte de acumulación, una suma de detalles que desembocan en el sugerente final.

                                                                                                                              Read more!

                                                                                                                              Habría que recordar, entre otras cosas, oraciones de esta guisa: “Qué rara es la memoria: nos permite recordar lo que no hemos vivido”, “Sólo una cosa le gustaba al público más que la humillación, y era la humillación de quien ha humillado”, o frases que contiene gran potencia en pocas palabras como: “Un día había pasado, poco más de un día; habían pasado siglos y siglos”. Pero tampoco se puede perder de vista el uso de algunas metáforas, quizá una de las figuras que más dificultad les da a los escritores. “Pocos hombres públicos llevaban su reputación como la llevaba Cuéllar, parada en el hombro como un loro, no, anudada al cuello como lleva un culebrero su culebra”: sentencias como esta, aunque pocas, hacen que el texto pierda contundencia por un exceso de símiles.

                                                                                                                              Pese a ello, en términos generales, Las reputaciones es una novela precisa, que se sostiene gracias a pequeños enigmas que avivan la curiosidad del lector (el supuesto encuentro con un caricaturista muerto, la historia de la borrachera monumental e infantil de Samanta Leal). Pero de aquí parte otra apreciación: Las reputaciones resulta una obra de menor escala en el registro de Vásquez. Aquí persiste el trasfondo político que atraviesa sus novelas —no tanto sus cuentos—, pero con menos ansiedad, e incluso con juicios algo fáciles sobre la violencia en el país, que en El ruido de las cosas al caer. Una intención más ambiciosa y documental, por ejemplo, se encuentra en Historia secreta de Costaguana y Los informantes.

                                                                                                                              Esto no quiere decir, en ningún sentido, que la obra no tenga mérito. Es un relato bien construido, que resalta una documentación precisa sobre el espacio y el tiempo en que viven los personajes y denota la disciplina de un escritor como Vásquez. Por momentos, sin embargo, se siente sólo eso: que es una obra correcta, creada de un modo correcto, a ratos demasiado correcta, que incluso va por senda segura. Eso no limita el poder de algunos de sus pasajes, como el discurso de Javier Mallarino cuando le hacen un sentido homenaje en el Teatro Colón.

                                                                                                                              Allí, el caricaturista, que recuerda de modo constante a Ricardo Rendón, dice, por ejemplo: “Claro, hay políticos que no tienen rasgos: son caras ausentes. Ellos son los más difíciles, porque hay que inventarlos, y entonces uno les hace un favor: no tienen personalidad y yo les doy una. Deberían estarme agradecidos”. O también: “Las caricaturas pueden exagerar la realidad, pero no inventarla. Pueden distorsionar, pero nunca mentir”. O, por último, “no hay caricatura si no hay subversión, porque toda imagen memorable de un político es por naturaleza subversiva: le quita su equilibrio al solemne y delata al impostor”.

                                                                                                                              Este discurso, en medio de una Bogotá gris parecida a la de Sin remedio, de Antonio Caballero, le da un encanto humano a Mallarino, que lo vuelve par del lector. En esa línea triunfa Vásquez cuando narra la relación de Mallarino con su exesposa, Magdalena. Han pasado toda su vida juntos y deciden separarse, en parte, por la terquedad del caricaturista. Magdalena se va, entonces, junto a Bárbara, la hija de ambos. Pero luego, ya en su vejez, se crea una intimidad compartida, poco común, una intimidad sometida a la historia que compartieron, cuya madurez, con sus dolores y alegrías, vivieron en pareja. No es la típica historia de los esposos que se divorcian y se odian, no, es mucho más complejo: la historia de dos que, a pesar de retirarse, siguen juntos en planos mucho más difíciles de escindir.

                                                                                                                              No ad for you

                                                                                                                              El relato termina cuando Mallarino ayuda a Samanta Leal a buscar la verdad sobre el político que la violó. Él sabe que sus enemigos lo devorarán, que cualquier duda lo matará. Pero persiste y piensa en la caricatura en que se ha convertido él mismo, el caricaturista, porque todos somos caricaturas, en esencia, porque cada uno crea una ficción de sí mismo, en presente, pasado y futuro, y a ella se ciñe. Porque la vida se define como Rendón definía la caricatura: una aguijón forrado de miel.

                                                                                                                              jtorres@elespectador.com

                                                                                                                              @acayaqui

                                                                                                                              El escritor Juan Gabriel Vásquez estará en el salón León de Greiff de Corferias. / EFE

                                                                                                                              Quería ser pintor. Aun Alejandro Obregón exaltó algunos lienzos que tenía en casa. “¿Pero dónde aprendió este carajo a pintar así?”, fue lo que dijo. Javier Mallarino, en efecto, quería ser pintor, pero la vida, en cierto sentido, no se lo permitió. Tenía que vivir, tenía que comer. Entonces, con su habilidad para el dibujo, encontró en la caricatura un modo de vivir. O de sobrevivir, por lo menos. Fue censurado, sus caricaturas no eran publicadas. Y un día su mujer, con voz de chelo y carácter recio, le dijo que botara ese periódico a la basura, que renunciara. Y entonces envió tres caricaturas a otro diario, El Independiente, y desde allí su poder creció, aumentó hasta el punto que le tenían miedo, odio, mientras otros más lo admiraban, lo amaban. Y en medio de semejante poder, un buen día Javier Mallarino, ni tan viejo ni tan joven, se da cuenta de que a él también se lo llevará el olvido.

                                                                                                                              Read more!

                                                                                                                              Esta es, en suma, la historia de Las reputaciones (Alfaguara), la más reciente novela del escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez, ganador del premio Alfaguara de Novela en 2011 con El ruido de las cosas al caer, autor de otras dos novelas, Los informantes y La historia secreta de Costaguana, y de un libro de cuentos, Los amantes de Todos los Santos. A diferencia de su trabajo previo, Las reputaciones es una obra breve, de 134 páginas, dividida en apenas tres partes.

                                                                                                                              La primera de ellas ubica a Javier Mallarino poco antes de que sea homenajeado por las autoridades oficiales, mientras recuerda al mítico caricaturista Ricardo Rendón. Él, que siempre ha sido un crítico, que ha sido amenazado. Aquí se relata su historia, su acercamiento a los periódicos, el modo en que escaló hasta tener una severa reputación. La segunda parte cuenta las remembranzas de Mallarino de una tarde, veintiocho años atrás, cuando una niña fue violada en su casa por un político. El político es desprestigiado, porque Mallarino publica una caricatura sobre el hecho, y tiempo después se suicida. La búsqueda de esa verdad, que se concreta de manera sutil, se encuentra en el último tramo del libro.

                                                                                                                              Si se quiere tener una idea clara, la historia de Las reputaciones versa sobre el olvido y el poder. Así, la obra suena demasiado ambiciosa, casi como un tratado. No es así, sin embargo: la historia captura reflexiones sobre esos temas y, gracias a un hilo narrativo secuencial, con pocos malabares narrativos —salvo un constante cambio entre la voz interna de Mallarino y un narrador en tercera persona, que lo ve todo desde fuera—, produce una suerte de acumulación, una suma de detalles que desembocan en el sugerente final.

                                                                                                                              Read more!

                                                                                                                              Habría que recordar, entre otras cosas, oraciones de esta guisa: “Qué rara es la memoria: nos permite recordar lo que no hemos vivido”, “Sólo una cosa le gustaba al público más que la humillación, y era la humillación de quien ha humillado”, o frases que contiene gran potencia en pocas palabras como: “Un día había pasado, poco más de un día; habían pasado siglos y siglos”. Pero tampoco se puede perder de vista el uso de algunas metáforas, quizá una de las figuras que más dificultad les da a los escritores. “Pocos hombres públicos llevaban su reputación como la llevaba Cuéllar, parada en el hombro como un loro, no, anudada al cuello como lleva un culebrero su culebra”: sentencias como esta, aunque pocas, hacen que el texto pierda contundencia por un exceso de símiles.

                                                                                                                              Pese a ello, en términos generales, Las reputaciones es una novela precisa, que se sostiene gracias a pequeños enigmas que avivan la curiosidad del lector (el supuesto encuentro con un caricaturista muerto, la historia de la borrachera monumental e infantil de Samanta Leal). Pero de aquí parte otra apreciación: Las reputaciones resulta una obra de menor escala en el registro de Vásquez. Aquí persiste el trasfondo político que atraviesa sus novelas —no tanto sus cuentos—, pero con menos ansiedad, e incluso con juicios algo fáciles sobre la violencia en el país, que en El ruido de las cosas al caer. Una intención más ambiciosa y documental, por ejemplo, se encuentra en Historia secreta de Costaguana y Los informantes.

                                                                                                                              Esto no quiere decir, en ningún sentido, que la obra no tenga mérito. Es un relato bien construido, que resalta una documentación precisa sobre el espacio y el tiempo en que viven los personajes y denota la disciplina de un escritor como Vásquez. Por momentos, sin embargo, se siente sólo eso: que es una obra correcta, creada de un modo correcto, a ratos demasiado correcta, que incluso va por senda segura. Eso no limita el poder de algunos de sus pasajes, como el discurso de Javier Mallarino cuando le hacen un sentido homenaje en el Teatro Colón.

                                                                                                                              Allí, el caricaturista, que recuerda de modo constante a Ricardo Rendón, dice, por ejemplo: “Claro, hay políticos que no tienen rasgos: son caras ausentes. Ellos son los más difíciles, porque hay que inventarlos, y entonces uno les hace un favor: no tienen personalidad y yo les doy una. Deberían estarme agradecidos”. O también: “Las caricaturas pueden exagerar la realidad, pero no inventarla. Pueden distorsionar, pero nunca mentir”. O, por último, “no hay caricatura si no hay subversión, porque toda imagen memorable de un político es por naturaleza subversiva: le quita su equilibrio al solemne y delata al impostor”.

                                                                                                                              Este discurso, en medio de una Bogotá gris parecida a la de Sin remedio, de Antonio Caballero, le da un encanto humano a Mallarino, que lo vuelve par del lector. En esa línea triunfa Vásquez cuando narra la relación de Mallarino con su exesposa, Magdalena. Han pasado toda su vida juntos y deciden separarse, en parte, por la terquedad del caricaturista. Magdalena se va, entonces, junto a Bárbara, la hija de ambos. Pero luego, ya en su vejez, se crea una intimidad compartida, poco común, una intimidad sometida a la historia que compartieron, cuya madurez, con sus dolores y alegrías, vivieron en pareja. No es la típica historia de los esposos que se divorcian y se odian, no, es mucho más complejo: la historia de dos que, a pesar de retirarse, siguen juntos en planos mucho más difíciles de escindir.

                                                                                                                              No ad for you

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                                                                                                                              jtorres@elespectador.com

                                                                                                                              @acayaqui

                                                                                                                              Por Juan David Torres Duarte

                                                                                                                              Ver todas las noticias
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