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                                                                                                                              Un breve encuentro con lo sublime

                                                                                                                              Uno de los textos de Transeúnte, revista que promueve proyectos culturales y publica contenido con respecto al papel del arte en nuestra sociedad. Quinta entrega de una serie de textos inspirados en una entrevista a Raúl Gómez Jattin, donde parafraseaba a Pessoa para decir que los artistas eran dioses.

                                                                                                                              Caro Abello Onofre

                                                                                                                              Imagen de referencia.
                                                                                                                              Foto: Archivo particular

                                                                                                                              Mi encuentro con estas ocho misteriosas ninfas ocurrió hace ya varios años, de manera repentina, un día cualquiera entre semana, mientras caminaba sin rumbo fijo por las afueras del suroeste de Londres, poco tiempo antes de despedirme del Reino Unido. Había tomado un tren para ir en busca de Strawberry Hill House, un pequeño castillo gótico ideado por su antiguo propietario, Horace Walpole, a mediados del siglo XVIII y que le sirvió de inspiración para escribir la primera novela gótica inglesa, El castillo de Otranto.

                                                                                                                              Para mi desventura, la susodicha mansión estaba siendo reparada por aquel entonces, pero aun así quise visitarla. Llegar a Strawberry Hill House me tomó un par de horas; no obstante, la visita fue muy breve, pues en realidad no había gran cosa para ver: la mansión gótica estaba rodeada de andamios y cubierta con unas lonas enormes, apenas pude vislumbrar una lámpara encendida tras una ventana con vitrales; había mallas por doquier, árboles y arbustos, un muro descascarado y una gran reja con candado que no daban ganas de franquear.

                                                                                                                              Le sugerimos leer: Sobre estar vivos y comprender el idioma del arte

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                                                                                                                              De repente, la poca luz solar fue devorada por un cielo opresivamente blanco, no había ni un alma en aquel lugar. Solo ellas y yo. Sentí agujas por todo el cuerpo y por unos instantes me faltó el aire. Su gigantez me intimidó, pues miden más del doble que una estatua de tamaño natural, mientras que mi estatura no perturbaría al pueblo liliputiense. Como en los sueños, mis pasos se hicieron pesados y lentos mientras me acercaba. La ninfa que corona el monumento, de larguísimos cabellos, con los ojos entrecerrados, senos pequeños y pubis imberbe, está parada encima de dos caballos acuáticos cuyas alas abiertas, como sus ojos sin iris ni pupilas y sus bocas llenas de dientes amenazantes con la lengua afuera, me hicieron temer por un segundo que saldrían volando llevándome entre sus cascos.

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                                                                                                                              Me parecía ridículo sentirme aterrorizada ante la idea de darles la espalda, pero a la vez me fascinaba esa sensación de amenaza; era como espiar la intimidad de unas deidades escapadas de un templo secreto; era como observar por detrás de un cristal una escena en un asilo de locas peligrosas, de volumen y altura desbordantes. Tras dar muchos pasos hacia atrás, pensé también en la lucha del escultor que creó la escena; lo vi armado de puntero, cincel, martillo, paciencia y la fuerza de su cuerpo extrayendo a cada ninfa de su cárcel de mármol. Imaginé cuántos artesanos habrían pulido sus ásperas superficies dejando en ellas chorros de sudor.

                                                                                                                              Tras salir de mi estupor, leí la información contenida en una placa al lado del monumento y luego traté de buscar algo más al respecto. Su trasegar era confuso y misterioso. Como la primera edición de El castillo de Otranto, escrito a pocos kilómetros de allí, la obra se atribuye a un italiano, un tal Oscar Spalmach, que trabajaba en el estudio del escultor Orazio Andreoni. Se dice que llegaron a Inglaterra a finales del siglo XIX. Pertenecieron a un acaudalado empresario radicado en Surrey, que tras haber sido condenado por fraude, se suicidó. En 1909 un adinerado mercader de la India, Ratanji Dadabhoy Tata, dueño de York House, las hizo llevar a Twickenham, donde todavía se encuentranhoy, mediante una sociedad paisajística que las encontró en su empaque original, que estaba a punto de pudrirse.

                                                                                                                              No ad for you

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                                                                                                                              No ad for you

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                                                                                                                              Si le interesa seguir leyendo sobre El Magazín Cultural, puede ingresar aquí 🎭🎨🎻📚📖

                                                                                                                              Imagen de referencia.
                                                                                                                              Foto: Archivo particular

                                                                                                                              Mi encuentro con estas ocho misteriosas ninfas ocurrió hace ya varios años, de manera repentina, un día cualquiera entre semana, mientras caminaba sin rumbo fijo por las afueras del suroeste de Londres, poco tiempo antes de despedirme del Reino Unido. Había tomado un tren para ir en busca de Strawberry Hill House, un pequeño castillo gótico ideado por su antiguo propietario, Horace Walpole, a mediados del siglo XVIII y que le sirvió de inspiración para escribir la primera novela gótica inglesa, El castillo de Otranto.

                                                                                                                              Para mi desventura, la susodicha mansión estaba siendo reparada por aquel entonces, pero aun así quise visitarla. Llegar a Strawberry Hill House me tomó un par de horas; no obstante, la visita fue muy breve, pues en realidad no había gran cosa para ver: la mansión gótica estaba rodeada de andamios y cubierta con unas lonas enormes, apenas pude vislumbrar una lámpara encendida tras una ventana con vitrales; había mallas por doquier, árboles y arbustos, un muro descascarado y una gran reja con candado que no daban ganas de franquear.

                                                                                                                              Le sugerimos leer: Sobre estar vivos y comprender el idioma del arte

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                                                                                                                              De repente, la poca luz solar fue devorada por un cielo opresivamente blanco, no había ni un alma en aquel lugar. Solo ellas y yo. Sentí agujas por todo el cuerpo y por unos instantes me faltó el aire. Su gigantez me intimidó, pues miden más del doble que una estatua de tamaño natural, mientras que mi estatura no perturbaría al pueblo liliputiense. Como en los sueños, mis pasos se hicieron pesados y lentos mientras me acercaba. La ninfa que corona el monumento, de larguísimos cabellos, con los ojos entrecerrados, senos pequeños y pubis imberbe, está parada encima de dos caballos acuáticos cuyas alas abiertas, como sus ojos sin iris ni pupilas y sus bocas llenas de dientes amenazantes con la lengua afuera, me hicieron temer por un segundo que saldrían volando llevándome entre sus cascos.

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