Un caso para Tamanduá, farsa policial (Por capítulos)

Presentamos un capítulo de “Un caso para Tamanduá (farsa policial)” publicado por Panamericana Editorial, una novela negra en la que se mezcla lo sobrenatural, la crítica social, el humor y mucha acción. Traducida por Juan Fernando Merino.

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Jean-Luc A. D’Asciano
26 de febrero de 2023 - 09:00 p. m.
Portada de "Un caso para Tamanduá". En el cementerio de Père Lachaise, en las primeras horas de la mañana, ocurren tres asesinatos. En realidad dos, porque una de las víctimas se levanta, agarra a su gato del cuello y sale corriendo. Cuando se entera de estos asesinatos en el periódico, Nathanaël Tamanduá, un detective privado anarquista y bastante pendenciero, decide fisgonear. Y lo hará, pero a su manera, causando tanto caos como sea posible.
Portada de "Un caso para Tamanduá". En el cementerio de Père Lachaise, en las primeras horas de la mañana, ocurren tres asesinatos. En realidad dos, porque una de las víctimas se levanta, agarra a su gato del cuello y sale corriendo. Cuando se entera de estos asesinatos en el periódico, Nathanaël Tamanduá, un detective privado anarquista y bastante pendenciero, decide fisgonear. Y lo hará, pero a su manera, causando tanto caos como sea posible.
Foto: Panamericana Editorial
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Capítulo uno

Las capillas se erigen las unas contra las otras, incoherente alboroto de piedra que sugiere que allí había una ciudad de proporciones pervertidas, un dominio de piedra castigado por una maldición divina que habría ahuyentado a los habitantes antes de derribar los muros para no dejar más que silencio, pavor y pérdida.

Las piedras grises de los mausoleos están cubiertas de liquen, tapete de un verde profundo, ventrudo y atiborrado de agua, hogar suntuoso para mil insectos encaparazonados o anillados. Los caracoles se arrastran entre pozos de sombras, obispos de un mundo invisible y adoradores de un dios de imagen deforme, probablemente carnívoro y versátil. Dios de seres minúsculos, de larvas, moscas, arañas; de todo lo que vive bajo tierra y entre las penumbras y, a la vez, rebosante e invisible, lejos de la mirada de los hombres y de los mamíferos.

Todo eso forma un pueblo alrededor de una colina aciaga, incongruente; túmulos olvidados sobre los cuales habrá crecido, como un parásito, como tumbas colgadas en rosario de garrapata sobre la sepultura de una divinidad esponjosa, una ciudad de yacentes a la espera de la resurrección.

Porque esto aquí es un cementerio, con capillas que a veces evocan un teatro gótico; a veces, una arquitectura egipcia que sueña con la inmortalidad de los faraones macabeos o, a veces, incluso, una geometría relajante: esfera, triángulo, forma abstracta que significa la presencia de algunos masones yacentes. Desde hace mucho tiempo, nadie frecuenta ya esta parte escarpada del Père-Lachaise: parejas de durmientes y familias momificadas viven sus vidas de muerto, lejos de las pompas fúnebres de los domingos por la mañana, del Día de Todos los Santos y de otras fiestas fúnebres.

Algunas cosas habitan allí, pero de esas cosas nadie quiere saber nada. Oscuramente hechizado, el lugar no es ni frecuentable ni frecuentado. Mucho menos hoy que es temprano en la mañana y la temperatura está bajo cero.

—Mira, allí está: el señor Decano. O Rey de las Moscas o Abuelito-Gato, dependiendo de si uno es turista o loco. El señor Decano es un vagabundo, aunque no es de verdad un sin-domicilio-fijo, o SDF, ya que una de las capillas es manifiestamente su vivienda. Eso sí, es demasiado viejo para ese acrónimo administrativo: él es un vagabundo, un mendigo, un borrachín. Más joven, debe de haber sido un holgazán, un gandul, incluso un vago, un indigente. Pero ahora es principalmente un huele-a-mierda de ojos costrosos, tendido en una tumba que le sirve de lecho. Se mantiene rígido, estático, en un patético intento por disfrazarse de muerto con el fin de que nadie le dispute su derecho al uso de la capilla. En fin, el hombre está rodeado de moscas y de gatos. Sin duda, apesta. Eso explica las moscas, pero aún no los gatos.

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—No habla. No se mueve. ¿Será que nos ve? No es seguro. Ya no es un hombre, es un lagarto. Hace diez años que ocupa el mausoleo de los Kane. Los jefes del cementerio nunca han podido desalojarlo: tres o cuatro veces la dirección del Lachaise lo ha expulsado; siempre regresa. Después de que las abuelitas de los gatos callejeros lo descubrieron, se ha convertido en una marmota.

—¿Una mascota, más bien? —¿Tú crees? Es que él duerme bastante de todos modos. Bueno: era una mascota de moda hace ocho o diez años. En la prensa aparecieron artículos: “El SDF misterioso”, “El hombre sin nombre”, “El mudo del Père-Lachaise”. Nuestro antiguo director lanzó una investigación sobre él: nada de documentos, nada de huellas... Se le ofreció una vivienda, con periodistas para fotografiarlo adentro.

Al día siguiente, estaba en su mausoleo, el mismo donde está hoy, con sus moscas y sus gatos. Es algo divertidísimo, dado su mal aspecto, todos los años se hacen apuestas sobre si sobrevivirá el invierno. Sin embargo, la mitad de los apostadores han muerto antes que él.

El hagiógrafo del Abuelito-Decano es gordo, rubicundo, de nariz roja: una cara de pintura flamenca atornillada sobre una chaqueta negra de plástico satinado que lleva el logo de una imitación de un SAMU1 social llamado Los Ángeles del Subsuelo. Si su cincuentena presagia una próxima jubilación del anís tan corta como mentirosa, él se conforma ese día con una lata de cerveza: más fácil de transportar que un vaso de anisado, que una garrafa rellena de Pernod-Ricard y tres o cuatro hielos iluminando el anís.

A veces, por la mañana, se prepara un litro y medio de agua del grifo mezclada con su anís preferido, pero su aprendiz no aprecia aquello, de modo que él se civiliza volviendo a la cerveza marca 33. De joven, confiaba en que ese número anunciaba el grado de la cerveza. Después de todo, el Pernod 45 tiene efectivamente 45grados de alcohol. La desilusión fue cruel. Una indecencia más. Y saber que 33 eran 33 centilitros no lo hizo muy feliz.

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El alumno no debía de pasar de los 25 años. Un rubio imberbe, con los gestos lentos de fumador de porro bien alimentado.

Un idealista de pequeña familia, con padres ni ricos ni pobres y que se cree privilegiado porque estudió en colegios e hizo una licenciatura en ciencias blandas, de esas que no lo vuelven a uno rico, pero le permiten al espíritu acceder a la conciencia y al sentimiento de culpa. “Un verdadero tontarrón”, dice el hagiógrafo rojizo entre dos tragos de 33.

—Es verdad, está repleto de gatos —comprueba el idealista.

Gatos hay aquí de dos tipos: grises con rayas y negros. To dos los tamaños, todos los pelos, todas las posiciones. —Sí, solo son crías paridas por la gorda atigrada esa. Con su ojo negro, parece una tuerta. Difícil decirlo. Una cosa que no tiene los dos ojos del mismo color es algo sospechoso.

—¿Como David Bowie?

—Un tipo que se toma por un marciano y que se traviste, ¿eso no te parece sospechoso? De todas formas, yo no habría notado nada; son las viejas locas de los gatos quienes me lo señalaron. Hace años que ella está allí, la alimaña. Creo que es la gata del señor Decano. Deben dormir juntos. Los otros son sus pequeñuelos. Unos bastardos gato-indigentes. Un viejo borracho y su felina tuerta.

El idealista tiende la mano hacia la felina, que gruñe y luego le lanza un zarpazo. “Ay”, dice el joven antes de chupar las gotas de sangre que perlan. Saca del bolsillo un guante de plástico blanco y se lo enfunda para proteger su herida de las setecientas cincuenta enfermedades que padecen todos los SDF. El Decano

no lo mira, ni siquiera se ha inmutado con su grito.

—Y ¿qué vamos a hacer con él?

—Es autosuficiente. Verificamos que está vivo y después nos largamos.

El joven se le acerca.

—¡Carajo! Señor, usted apesta como un mono.

Ni saludo, ni sonrisa, ni movimiento de cabeza.

—Soy Pierre. Voy a reemplazar al señor Bourdet que se jubila dentro de tres semanas. Me está enseñando su ronda.

Vendré a verlo con frecuencia. Solo se mueven las moscas sobre su rostro.

—¿Necesita algo? ¿No quiere ir al centro? O ¿tomar una ducha? Le daremos ropa limpia. La furgoneta está allí afuera, parqueada frente al cementerio.

Lentamente, muy lentamente, Pierre tiende su mano (no la enguantada) hacia el vagabundo. Atrapa con suavidad infinita una zarpa de uñas largas, curvadas y negras —mugre y piojos aplastados—, antes de ejercer presión sobre la palma con delicadeza.

El vagabundo no lo mira, pero sonríe. Después abre la boca. Diez moscas entran al interior. Vuelve a cerrar el pico rechinando los dientes; luego, con una expresión de alegría maléfica, mastica las moscas.

—¡Puta madre!

Pierre se aleja de un salto antes de vomitar un sándwich indeterminado: no solo ya estaba a medio digerir, sino que había sido comprado en un supermercado, lo que asegura carnes un poco descompuestas mezcladas con productos químicos

mal reciclados. Bourdet se ríe con la boca bien abierta; a final de cuentas una visión no menos desagradable que Decano.

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—¡Qué tonto eres, Pierre! Decano es una legumbre con patas, un loco de atar. A él no se le saca nada. Le hicieron una lobotomía no sé por qué razón. Podrías orinarte encima de él, y ni cuenta se daría. Yo lo sé, lo hicimos una vez con Jacquot, justo antes de que a él lo echaran. Carajo, ¡qué risa!

—No le creo, señor Bourdet. Usted no pudo haberse orinado encima de él, ¿verdad?

—¡Bah!, hace falta divertirse.

—Si usted fuera así, no habría querido traerme para enseñarme la ronda.

—Marginales. Casos sociales. Guiñapos. Además, la mitad de ellos, cuando todavía tienen un cerebro, son racistas, violentos y alcohólicos.

—Racistas y alcohólicos, como tú, zeñorr Bourdet —exclama

una voz detrás de ellos.

Dos hombres en sudadera, grandes, el uno con los cabellos engominados, el otro con el cráneo rasurado, al estilo de los calvos que quieren parecer viriles. El uno, con barriga y un cinturón de fuerza; el otro, con una pistola y un silenciador. Es el hombre del silenciador el que acaba de hablar. Bourdet los ve, suelta su

lata de 33 e intenta correr. Cuatro metros. Una bala le da en plena espalda. El joven está congelado. El tirador se vuelve, lo mira subir.

—¡Culpa de la mala suerte!

Dispara.

Pero Pierre no bebe nunca y sus reflejos son vivaces: ha saltado a un lado, así que la bala se conforma con destrozarle la cadera. Suelta un grito. Enseguida se calla. El hombre está encima de él, su pistola le apunta al ojo. Dispara.

El asesino se incorpora, se aleja algunos pasos, mira al vagabundo: indiferente, ni siquiera ha dedicado una mirada a los dos muertos ni a sus asesinos. Simplemente olfatea el ambiente.

—Ese de ahí está completamente borracho —comenta el tirador.

—Lo sacamos de circulación de todos modos. Uno nunca sabe lo que podría contar —precisa el compañero.

—La Trinidad se va a quejar: tres tiesos, eso es bastante.

—Eso da un ejemplo.

—¿Me lo estrangulas?

—Oye, ¿no te has dado cuenta de cuánto apesta? Yo no

meto ahí las manos. Mátalo tú. —No me gustan los objetivos inmóviles. Eso no me produce erección.

—Tu sexualidad me tiene sin cuidado. Date prisa. Las viudas van a aparecer por aquí pronto, los viejos se despiertan temprano.

El pistolero larguirucho cumple con su misión. Recibe un felino sobre la cabeza.

La gata ha saltado bufando desde el techo de la capilla. Ataca el rostro del tirador con sus dieciocho garras, agitando las patas traseras con un frenesí diabólico. Para afianzar su presa, le muerde una oreja. Después, como todo gato que ataca una presa demasiado grande (lobos, ciervos, bisontes, osos, pistolero larguirucho), ataca los ojos. El hombre suelta un alarido.

Su colega gordo tarda tan solo segundos en reaccionar.

Atrapa la bestia con ambas manos, la arranca del rostro de su socio, la lanza contra el muro de la capilla, lo que le rompe la nuca.

Enseguida agarra de la cintura a su colega pistolero, constata que su ojo izquierdo está no solamente ensangrentado, sino que además cuelga fuera de la órbita. Lo ayuda a emprender la huida.

El asesino de buena gana habría llorado de dolor, pero las lágrimas le queman los ojos. Viudas; por el momento, no se han cruzado con ninguna.

Por el contrario, han dejado una nueva viuda: Pierre estaba recién casado.

Cinco minutos más tarde, el cadáver del gato se contorsiona.

Luego se endereza, se estira, escupe por todas partes: cadáver ya no es. El resucitado se acerca a Decano. Emite un maullido que parte el alma en dirección del cadáver del Abuelo-Gato, quien enseguida tose. Escupe. Se endereza. Se levanta. Se estira. Cruje cada articulación. El hombre no es grande. Es delgado. Se incorpora bien erguido.

Una gran mancha de sangre empapa lo que fue una camisa. Se acerca al joven recién convertido en cadáver. Lo mira detenidamente mientras patea el suelo. Se acuclilla. Le toma la mano. Aprieta su palma. Luego mira al gato. Este se está desayunando los ojos del señor Bourdet. El vagabundo atrapa al gato por el cuello y se aleja zigzagueando en medio de las tumbas. Los murciélagos, si no estuvieran ya dormidos, habrían podido atestiguar la escena: sin dejar de correr va hipando de la risa.

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Por Jean-Luc A. D’Asciano

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