Un encuentro fortuito (Puro cuento)

En ese momento Carla sintió cómo una brizna le rozaba la cara, y ese hecho fortuito le hizo pensar que ese día por fin pasaría algo. Había sido un día atroz, como casi todos.

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Mateo Quintero
20 de julio de 2019 - 12:35 a. m.
El Cristo amarillo. Paul Gauguin. 1889. Detalle.  / Cortesía
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Por ese entonces corría el mes de marzo. Tres meses habían pasado desde la muerte de su esposo. Carla había sentido esos tres meses como tres siglos, más por la costumbre que por el amor. Se había casado cuando apenas tenía 15 años, y ahora tenía 50. Había vivido con su esposo día tras día, año tras año, durante 35 años, hasta que un día de mala suerte, le diagnosticaron la enfermedad terminal que lo mataría en menos de un mes.

Estaba naturalmente destrozada, no sabía cómo actuar. Los primeros meses, de hecho, parecía loca. Caminaba sin rumbo por la ciudad, la rutina de todos sus años le impedía pensar con claridad. Se sentía perdida. No sabía dónde quedaba el norte o el sur. Lo único que tenía a su favor era la enorme fortuna de su esposo. Sus cinco hijos vivían hace muchos años en Europa. Ni enterados estaban. Carla les había enviado, por lo menos, cuatro cartas a cada uno desde el suceso; sin embargo no había recibido respuesta. No sabía nada de ellos ni de sí misma. Solo se sentía perdida.

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Optó por refugiarse en la sana costumbre de la iglesia. Iba a rezar casi todos los días. Antes de dormir siempre se santiguaba. Los primeros días le pareció un comportamiento natural, después de un fallecimiento es común rezar y refugiarse en prácticas religiosas. Sin embargo, después de las primeras dos semanas ir a la iglesia se convirtió para ella en una costumbre. Se sabía de memoria los horarios de las misas e incluso reconocía a los padres. Repetía los salmos como las tablas de multiplicar. Así pasaron tres meses. Carla había aceptado que nadie se iba a interesar por ella; había aceptado, la verdad agria que tanto le dolía, estaba sola en el mundo. La costumbre de todos sus días le permitió vivir y seguir adelante. A veces le gustaba pintar para matar el tiempo. Pero sabía que no lo hacía muy bien.

Entre esa vida de costumbres, hubo un día en que se le hizo tarde para la misa. No alcanzó a llegar. Se demoró poniéndose los zapatos y desayunando. Decidió no asistir ese día. Se sintió mal, terriblemente mal. La sensación de no visitar a su esposo le hacía sentir una culpa diminuta que no la dejaba estar tranquila. Entonces decidió ir a rezarle unos padrenuestros al cinerario. Mientras caminaba sintió una brizna que no había sentido antes en su vida, y si la había sentido no se había dado cuenta. Se sintió levitando y en la calle un olor a iglesia le produjo náuseas. Algo dentro de sí le dijo que ese día por fin pasaría algo. Esa brizna sería un augurio de lo que pasaría. Siguió caminando hacia el cinerario y cuando llegó vio a una mujer que no había visto antes, estaba toda vestida de negro y un manto translucido le cubría el rostro. La mujer lloraba amargamente y su respiración era cortada y fuerte. Carla la vio y sintió pena por ella. Continuó y se santiguó. Después le rezó varios padrenuestros y avemarías a su esposo. Carla estaba muy concentrada cuando de repente escuchó una voz:

― ¿Puedo acompañarla a rezar? ― preguntó la mujer.

―Claro― dijo Carla.

Rezaron juntas. Para Carla fue una experiencia extraña. Hacía meses -y quizás años- que no sentía una compañía real en su vida; además, rezar en compañía le parecía problemático, sentía que sus rezos no estaban siendo sinceros, sin embargo, continuó haciéndolo mentalmente. Carla veía como la otra mujer movía sus labios tímidamente mientras rezaba.

La mujer que la había acompañado se llamaba Julieta y tenía 50 años recién cumplidos. Después de rezar fueron a tomar un café. Según le contó a Carla, su esposo había muerto hacía dos meses y hasta ahora había tenido el valor para rezarlo. Hablaron por muchas horas. La mujer le contó que había viajado sin cesar durante esos dos meses, le contó también que su esposo había muerto de manera momentánea, una muerte súbita, como dicen los médicos. Y varias otras intimidades que a Carla le parecieron extrañas. Era raro para ella que una persona que acababa de conocer le estuviese contando su vida al detalle. Pensó que quizás la mujer fuera otra persona solitaria, igual que ella. Pensó también que era una persona poco fiable, pues hablaba muy rápido de muchas cosas. Carla se sintió cómoda mientras hablaba con ella, hacía mucho que no hablaba con nadie. Además, le pareció un augurio celestial haberse topado con una mujer en su misma condición de viuda. Se fue a casa tranquila y sin culpa. Agradeciéndole a la vida por lo que acababa de pasar.

Pasó la noche en vela. Pensó más que nunca en su esposo y lo recordó casi toda la noche. Además, pensó también en Julieta. No podía entender por qué una mujer en sus mismas condiciones se había aparecido, así como así en su vida.

Siguieron viéndose durante meses, pero casi nunca por fuera de la iglesia. Carla le aceptaba a Julieta algunos cafés y unas cuantas invitaciones a cenar, pero sentía que no podía brindarle su amistad. No podía confiar del todo en ella. Algo le decía que no podía confiar en alguien que, en cuestión de semanas, le había contado los pormenores de su vida. Aun así, tenían una relación sana y para Carla era relajante poder hablar con alguien, al menos. En los meses anteriores estaba acostumbrada a no hablar, había días en que no musitaba palabra alguna, no porque no quisiera, sino porque no tenía a nadie con quien hacerlo.

Sin tener otra opción, Carla le empezó a contar cosas personales a Julieta, tenían una relación confidencial. Hablaban de temas que, naturalmente, no podrían tocar con nadie más. Además, con el pasar de los meses, Carla fue dándose cuenta de que Julieta era también una persona solitaria. Viajaba mucho, sí, pero en muchas ocasiones sin compañía, y en otras se inventaba visitas innecesarias a personas fortuitas o pasadas. De Cartagena a Ginebra y de Roma a Buenos Aires. Esos eran comúnmente los viajes de Julieta, sin embargo, cuando Carla le preguntaba por sus amistades o por sus visitas, titubeaba y cambiaba de tema rápidamente.

Pasó casi un año desde que se conocieron. Los hijos de Clara no aparecían y no aparecerían; sus amigos y su familia no habían estado nunca allí y era posible que tampoco estuviesen. La única persona que estaba ahí para ella era Julieta; pero Carla no creía en Julieta. No era fácil para ella confiar en Julieta, además se sentía mal consigo misma por no poder hacerlo. Casi todas las noches en las que no podía conciliar el sueño pensaba en Julieta y le pedía disculpas a Dios por sus comportamientos desagradecidos.

Ahora que esta historia se puede contar, se puede decir que no fue Julieta la que empezó a alejarse de Clara sino todo lo contrario. Carla fue tomando la decisión paulatinamente. Primero decidió dejar de verla por fuera de la iglesia. Nunca más volvió a aceptarle cafés o cenas caras; después decidió no volver a la misa en los horarios habituales y finalmente, cuando veía a Julieta, salía casi que trotando camino a casa. Hubo una vez en que se toparon de seguido por siete días. Clara se sintió desfallecer. No podía convivir con el desespero que le producía tener que saludar a Julieta. Julieta, entre temor y timidez, jamás le preguntaba por su constante lejanía. Pensaba que quizás le molestaba su presencia, pero no había nada que pudiese hacer. Era algo que le pasaba recurrentemente con las personas. Temía hablarle y, con el pasar del tiempo, se limitó a decirle cómo has estado Carla, qué te cuentas, qué te dices, qué has hecho. Y después de responder esas preguntas formales, Carla se despedía como podía y se iba a refugiarse en seguida a su casa.

Empezó a cansarse abruptamente de ella. Pensó en no volver jamás a la iglesia. Pero ella sabía que Dios y su esposo jamás se lo perdonarían. Decidió hacer el sacrificio. Siguió yendo a la misa juiciosamente todas las mañanas y de vez en cuando se encontraba con Julieta, Carla hizo un esfuerzo abismal por saludarla cada vez de forma más seria y cortante. Hasta llegar al punto en que solo se saludaban. No podemos ser injustos con Carla, es cierto que ella se sentía mal cada vez que lo hacía, pero no le importaba. Lo hacía porque se dio cuenta de que prefería estar sola que acompañada. Se dio cuenta de que, si se había quedado sola, al punto de que ni siquiera podía hablar con sus hijos, era porque siempre había sido una persona solitaria. Carla quería sufrir deliciosamente en soledad, superar el duelo por su cuenta.

Pasaron varios días y Carla no volvió a ver a Julieta. Al principio creyó que la había espantado por su falta de cortesía, pero después de un tiempo se dio cuenta de que lo que había pasado era en serio. Ella no sabía mucho de Julieta, es decir, sabía mucho de ella, pero a su vez no sabía nada. Jamás le había preguntado por su número o por la dirección de su casa. No podía llamarla ni ir a visitarla. Y aunque quería hacerlo, había algo dentro de ella que no se lo permitía. Empezó a sentir un agobio terrible que incrementó su insomnio. Después de cuatro semanas Carla se sintió culpable. Sabía que los que había hecho no estaba bien.

Sintió una necesidad irresistible por pedir perdón, pero no podía hacerlo; nadie en la iglesia sabía algo de Julieta, y ella, que creía saberlo todo, no sabía nada. Algunas personas de la iglesia le dijeron que nunca la habían visto, incluso, el Padre, le dijo, con palabras decentes, que estaba loca. Rezó muchas horas de muchos días, pero no se sentía satisfecha. Julieta era una mujer de su misma edad y con su mismo problema. Ella solo necesitaba la ayuda que ella también necesitaba. Carla no fue capaz. No supo qué hacer cuando conoció a alguien como ella.

Dicen que los días posteriores, un sentimiento de culpa invadió a Carla. No volvió a comer ni a dormir. Ya no lo necesitaba, sus pensamientos la ahogaban. Volvió al estado natural de sus primeros días. Caminaba por donde podía, le era imposible reconocer el norte o el sur. Caminaba sin rumbo. Dicen, incluso, que jamás pudo volver a casa. Otros dicen que se le ve en las calles, por ahí pidiendo monedas, y los más optimistas dicen que tomó un avión a un lugar desconocido. A veces me han dicho que decidió gastar la fortuna de su esposo visitando iglesias de todo el mundo, intentando de una vez por todas, redimir sus pecados.

 

Por Mateo Quintero

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